Los votos del domingo
El domingo pasado, a la ca¨ªda de la tarde, entr¨¦ en el cine con la aprensi¨®n de que cuando saliera encontrar¨ªa trastornado el mundo exterior. Hay que tener cuidado con ir al cine los domingos, sobre todo a esa hora, cuando el sol de las ventanas altas declina en dorados cobrizos y las sombras se alargan sobre las aceras de calles despobladas. Se entra a¨²n de d¨ªa en el cine, pero cuando se vuelve a salir, al cabo de dos horas, ya es de noche, y ese tr¨¢nsito siempre le depara al alma un estado de extrav¨ªo y de cierto desconsuelo, como el del cambio de hora en los viajes transoce¨¢nicos. Se entra en el cine con la ilusi¨®n siempre intacta de ver una pel¨ªcula que nos guste mucho, pero a veces se sale dos horas m¨¢s tarde con la cabeza baja y con una ¨ªntima desgana de enfrentarse a la noche, a la intemperie fr¨ªa de este invierno que vuelve en cuanto se pone el sol. Cuando yo ten¨ªa diecinueve o veinte a?os, en un invierno en que las salas que entonces se llamaban de arte y ensayo estrenaban con d¨¦cadas de- retraso todas las pel¨ªculas que el franquismo no nos hab¨ªa prohibido, yo entraba con luz de sol a los cines para ver Blow up o Teorema, o La naranja mec¨¢nica o El imperio de los sentidos, y sal¨ªa luego a la noche como si saliera de un fumadero de opio, alucinado, excitado y solitario y p¨¢lido como un vampiro de la cinefilia, extranjero en el mundo de callejones laterales a oscuras y de bares fr¨ªamente iluminados de ne¨®n que encontraba a mi paso."Un s¨ªmbolo, una rosa te desgarra", dice el final de un poema de Borges, "y te puede matar una guitarra". A uno lo desgarraban las pel¨ªculas con la misma eficacia que las rosas y los s¨ªmbolos, y tambi¨¦n ped¨ªan matarlo de amargura en aquellas noches de invierno. Ahora, en general, el cine ya no tiene efectos devastadores sobre m¨ª, puede hacerme muy feliz o aburrirme o indignarme mucho, pero no abatirme como una desgracia. El otro d¨ªa, el domingo, mientras hac¨ªa cola en una acera a¨²n tibiamente soleada para ver Poderosa Afrodita, se me ocurri¨® pensar que en el curso de las dos horas que yo iba a pasar disfrutando de la delicada ligereza del cine de Woody Allen iban a ocurrir modificaciones tremendas en la vida espa?ola, iba a producirse en el tiempo una fractura de orden geol¨®gico, tan radical como el paso del d¨ªa a la noche, de una ¨¦poca a otra. Cuando yo entr¨¦ en el cine a¨²n duraba la luz del sol en la acera: en alg¨²n momento, justo a las ocho, mientras yo ve¨ªa la pel¨ªcula, olvidado de m¨ª mismo y del tiempo exterior, la misteriosa aritm¨¦tica de la voluntad electoral habr¨ªa dado un vuelco s¨²bito a las cosas, y el pa¨ªs en el que yo viv¨ªa desde finales de 1982 ser¨ªa otro, seg¨²n vaticinaban las encuestas, los entendidos, los agoreros, los arrogantes tribunos y administradores de la confusi¨®n irrespirable que parec¨ªa haberlo gangrenado todo en los ¨²ltimos casi tres a?os.
El domingo por la tarde, ajena a los vaticinios y a los apocalipsis, la gente hac¨ªa cola con toda tranquilidad en las puertas de los colegios electorales y en las de los cines. En un peri¨®dico, esa ma?ana, el premio Nobel de Literatura lamentaba que por culpa del sufragio universal tuvieran derecho a voto los horteras, la gente vulgar que lleva ch¨¢ndal y que viaja gratis a Benidorm en excursiones de jubilados. En las urnas, mientras yo me re¨ªa y me emocionaba con las peripecias sentimentales de Woody Allen, con su mirada tan civilizada y tan sabia sobre los contratiempos del amor y la ternura y el asombro de la paternidad, los horteras, los vestidos con ch¨¢ndal, los jubilados, los ignorantes, los parados, etc¨¦tera, terminaban de manifestar, en una especie de eucarist¨ªa c¨ªvica, una voluntad aritm¨¦ticamente tan valiosa como la del premio Nobel de Literatura, cada uno y cada una con su papeleta bien guardada en un sobre, con el mensaje irreductible y secreto de su soberana decisi¨®n. Todo el mundo parec¨ªa conocer de antemano el contenido de esos sobres: a las ocho en punto, cuando se cerraron las urnas, los expertos, los enterados, los vaticinadores, los encuestadores, los tribunos que llevan a?os eligi¨¦ndose a s¨ª mismos por aclamaci¨®n, los artistas que son m¨¢s golfos que nadie, m¨¢s rojos que nadie, m¨¢s audaces y m¨¢s ¨ªntegros y m¨¢s listos que nadie, los premios Nobel de Literatura, aguardaban en calma los primeros signos y cifras del cataclismo, la comprobaci¨®n estad¨ªstica de que a pesar de la abundancia de horteras, ignorantes y jubilados las cosas iban a salir exactamente como ellos las hab¨ªan legislado de antemano.
Yo no s¨¦ si a las ocho, en lo mejor de Poderosa Afrodita, ca¨ª en la cuenta de que lo que tuviera que suceder ya hab¨ªa sucedido. O¨ªa las canciones que Woody Allen les pone de fondo a las vidas de sus personajes, que suelen ser las mismas que yo escucho en la m¨ªa, admiraba el aire de exactitud y liviandad que s¨®lo ¨¦l sabe darle a una comedia, a una escena entre dos amantes ¨ªntimamente defraudados que comparten un taxi en silencio, a un di¨¢logo sobre la b¨²squeda del nombre para un reci¨¦n nacido. Antes de las ocho y media iba saliendo despacio entre la gente que llenaba el vest¨ªbulo del cine y en la calle ya eta de noche y se o¨ªan voces de noticiarios radiof¨®nicos y cl¨¢xones de coches que pasaban a toda velocidad por los bulevares con banderas ondeando por las ventanillas. No cab¨ªa duda, pensaba uno con cierta melancol¨ªa de vuelta a casa, a¨²n con el rescoldo de la pel¨ªcula de Woody Allen, el mundo ha cambiado en estas dos horas, la noche del domingo es la primera noche definitivamente de derechas de los ¨²ltimos trece a?os.
Luego fue resultando que no, que no del todo, que no tanto, y de una manera gradual los cl¨¢xones dejaron de o¨ªrse, y a media noche apenas quedaban grupos con banderas y pareados de insulto por la calle, banderas flojas y arriadas, como las de los partida rios de un equipo que no ha obtenido la revancha esperada. Ahora, el martes por la ma?ana, oigo la radio y hojeo los peri¨®dicos, y compruebo que los expertos y los tribunos y los ayatol¨¢s siguen sin perdonarle a la gente que votara el domingo lo que le dio la gana, y no lo que ellos hab¨ªan decidido que votara. Sin duda tiene raz¨®n el premio Nobel de Literatura. A qui¨¦n se le ocurri¨® darles derecho a voto a los horteras, a los jubilados que cobran cincuenta mil pe setas de pensi¨®n despu¨¦s de dejar se la vida entera en el trabajo, a los viejos en ch¨¢ndal que van a Benidonn en autocares gratuitos en vez de viajar majestuosamente en Rolls Royce a la Marbella ilustrada de Jes¨²s Gil y Gil.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.