TRAVES?A
El d¨ªa de la bestiaEn la noche del 24 al 25 de diciembre de 1995, un cura determinado y bondadoso que acaba de llegar del Pa¨ªs Vasco, con sotana y boina ancha, con andares resueltos, con una mirada de mansedumbre o de pavor, recorre las calles m¨¢s oscuras y las pensiones m¨¢s s¨®rdidas y las perspectivas m¨¢s alucinatorias de Madrid en busca del Anticristo, que seg¨²n sus c¨¢lculos de te¨®logo y cabalista de la Universidad de Deusto va a nacer esa misma noche, como un reverso blasfemo de la Natividad de Jes¨²s. Una buena pel¨ªcula depende en gran parte de un punto de partida, de una imagen primera en la que se engendre todo, de un arranque poderoso, prometedor, inusitado: desde las primeras im¨¢genes de El d¨ªa de la bestia uno siente en la butaca del cine esa trepidaci¨®n casi f¨ªsica del comienzo, un empuje tan en¨¦rgico como el de un tren que acaba de arrancar, y al que el viajero se abandona con la felicidad de ser llevado, con el gusto de una pasividad tambi¨¦n muy parecida a la del lector, que sin hacer nada, echado en un sof¨¢, abre un libro y se dispone a emprender un viaje al centro de la Tierra.
El d¨ªa de la bestia es el viaje de un alma bondadosa en busca de la cara horrenda del mar, la traves¨ªa de un inocente por los subsuelos infernales de una capital nocturna, por la pobreza, por el terror, por la desolaci¨®n de los extraviados y los abandonados, una mirada de asombro hacia la noche de Madrid, hacia sus arquitecturas de belleza y espanto, y hacia la consistencia material y t¨¢ctil de las cosas. En el color de la pel¨ªcula parece que encontramos el olor caliente de los respiraderos del Metro, que es siempre una primera sensaci¨®n muy poderosa del provinciano reci¨¦n llegado a Madrid, y que tocamos la textura miserable de la colcha en la cama de una pensi¨®n, los cartones y los harapos que envuelven como mortajas a los indigentes tirados en la oquedad de un zagu¨¢n. Olemos a gasolina quemada y a asfalto en noche de mucho fr¨ªo. En El d¨ªa de la bestia, mientras permanecemos sentados confortablemente en nuestra butaca, en el sitial magn¨ªfico de nuestro anonimato de espectadores de cine, nos hallamos perdidos y agobiados en medio de la furiosa multitud que inunda las calles c¨¦ntricas y los grandes almacenes en un paroxismo colectivo de compras de regalos, y nos aturde como una desgracia la omnipresencia de las bombillas de colores y los villancicos, y de pronto alzamos los ojos en la plaza de Callao y vemos con el mismo asombro de la primera vez la proa espl¨¦ndida del edificio Carri¨®n, su racionalismo temerario, su modernidad rom¨¢ntica e inalterable, coronada de luces, de los colores espasm¨®dicos del anuncio de Schweppes, resplandeciendo contra un cielo de turbulencia invernal.
Lo que admiro de Alex de la Iglesia, aparte de su entusiasmo de contar, es el amor por las im¨¢genes, el puro instinto de visualidad que hay en cada plano de su pel¨ªcula, la capacidad de percibir la poes¨ªa de los espacios y de las arquitectos, de usarlos no como escenarios simples de la acci¨®n, sino como atributos de ella, como retratos urgentes de una ciudad y s¨ªmbolos de lo que pesa sobre nosotros y nos acecha y no puede verse, no porque no alcancen descubrirlo los ojos, sino porque no nos atrevemos a mirarlo.
El d¨ªa de la bestia es una pel¨ªcula de acci¨®n y una pel¨ªcula de risa, pero su desenvoltura de comedia, su puro entusiasmo por las trampas visuales y las intrigas folletinescas del cine, tambi¨¦n contienen una intuici¨®n muy severa acerca de algo a lo que la conciencia progresista no sabe enfrentarse, algo que nos da m¨¢s miedo porque no somos capaces de explic¨¢rnoslo, no la existencia cat¨®lica del demonio, sino la del mal, el hecho de que haya personas dedicadas a construir el infierno en la tierra, a da?ar y aniquilar a otros seres humanos. La conciencia progresista, la imaginaci¨®n laica, repudian por instinto la idea del mal, le buscan enseguida explicaciones psiqui¨¢tricas, coartadas sociales. Pensar que la destrucci¨®n Pueda ser un impulso humano nos resulta una idea intolerable: no podemos aceptar plenamente que haya monstruos, no v¨ªctimas de la locura, sino seres perfectamente en su juicio que matan y organizan y administran la muerte, que por diversi¨®n se re¨²nen una noche y salen a cazar mendigos, por ejemplo, a apalearlos o a rociarlos de gasolina para prenderles fuego, no lo podemos aceptar sin el riesgo de ser contaminados de alg¨²n modo por la evidencia de que esos monstruos son nuestros semejantes, y de que lo que los impulsa de verdad no es una ideolog¨ªa ni un trastorno ps¨ªquico, sino una voluntad deliberada de causar el mal, de dominar y robar a los otros, de hacerles da?o, de pisarlos.
El d¨ªa de la bestia muestra el mal en el tenebrismo cruel de la noche de Madrid, pero tambi¨¦n en la imbecilidad sonriente de los televisores, en un parpadeo de noticiarios sin volumen por los que desfilan algunos rostros de celebridades usuales, emisarios del mal dedicados a las misas negras de la corrupci¨®n, a los aquelarres de la especulaci¨®n financiera y el crimen. La Bestia no siempre exhibe un testuz negro de macho cabr¨ªo, una cornamenta de pintura negra de Goya: la Bestia puede llevar jersey de cuello alto, pelo engominado y gafas de sol de se?orito fascista, los c¨ªrculos del infierno pueden haber sido edificados en una ciudad en virtud de los designios de los planificadores y de los especuladores. Mirando los perfiles brutales de las torres de KIO, su insensato exhibicionismo de soberbia y vulgaridad, de toda la soberbia y la vulgaridad y la locura financiera y la codicia de los a?os ochenta, Alex de la Iglesia parece coincidir con unas palabras de Chesterton de las que yo me acuerdo muchas veces: en el conf¨ªn del mundo hay una casa cuya sola arquitectura es malvada. Pero para encontrarse cara a cara con el mal el cura cabalista y peregrino de la pel¨ªcula no hubiera tenido que ir al fin de mundo de las torres de KIO ni esperar al 25 de diciembre. En Madrid, el d¨ªa de la bestia fue el 12 de diciembre de 1995, y sucedi¨® en una calle de Vallecas, entre la humareda y los escombros y los cuerpos destrozados por la metralla terrorista, por la irrupci¨®n s¨²bita y aniquiladora del mal, no a medianoche, sino a la plena luz del d¨ªa, en medio de las vidas comunes de los inocentes.
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