Espejo para esta noche
En uno de estos viernes sin sol ni f¨²tbol, mientras nada contracorriente la Rep¨²blica Globosonda, pueda el hincha reflexionar a sus anchas, sin presiones, sobre el comportamiento pintoresco de nuestros futbolistas en lo que a lo sagrado se refiere. Suelen ellos saltar al campo, tocando c¨¦sped como otros pelo, al tiempo que les da por santiguarse, una y m¨¢s veces, hasta el diab¨®lico extremo de hacemos malpensar que, entre salir al trote y cruzarse de dedos, se ha establecido un pacto autom¨¢tico, una oquedad m¨®vil, un respingo, en fin, un tic de pura raza. Hasta ah¨ª, ?all¨¢ ellos! Con su punto de cruz, tan veloz, que va primero de la frente al pecho y, ahora, del hombro izquierdo hasta el derecho, finalizando el ritual en beso a una desprevenida u?a gorda. Mas luego a las primeras de cambio en la pasividad que todos deseamos que asista, y de por vida, a nuestros adversarios despreciables, blasfeman con vigor soberano, como carreteros sin c¨¦sped. Y los lanzallamas excremenciales retumban, a la manera manuelina del bombo, en el cielo reseco de sus bocas.Pueda, asimismo, el hincha reflexivo, ya puesto, observar que esos labios juveniles no s¨®lo van del beso sacro al beso negro, sino que incluso se entretienen por el camino con insultos gloriosos y lapos macarenos. Polimorfos, capaces y, en el fondo, infelices aunque ricos, no escayolan sus manos futboleras con el notable hecho de santiguarse al principio; m¨¢s bien, entonces es cuando las desentumecen del banquillo para pegarle un buen sopapo al rival, magrear al compa?ero que acaba de meter un golazo o entregarse a m¨¢s bajos y personales tocamientos. En memorable pie de foto, donde algo de esto ¨²ltimo se reflejaba, tuvimos la ocasi¨®n de apreciar, hace muy pocos d¨ªas y en la parte de atr¨¢s de este peri¨®dico, hasta qu¨¦ cimas estil¨ªsticas se ha elevado la precisi¨®n de los cronistas deportivos: "Los jugadores acomodan sus posiciones durante el partido". Eso es. Pero, como la vida en septiembre resulta igual de azarosa que cualquier encuentro de f¨²tbol, la otra tarde coincid¨ª, en el AVE, con una persona amable y habladora, allegada, seg¨²n me dijo, al obispo Seti¨¦n. Y cre¨ª llegado el momento de exponerle sobre la marcha el caso; eso s¨ª, con toda la crudeza del que finge sentirse desconcertado por la complejidad y las contradicciones de un rito, ya que, ultimadamente, ?pues qu¨¦? Pues bien, esa persona amable y habladora, de vocaci¨®n harto afectada por la incoherencia de sus feligreses m¨¢s populares o famosos, no se rasg¨® las vestiduras: "Los futbolistas todav¨ªa son ni?os. Necesitan probar la luz y la sombra al mismo tiempo". (?Lo paternal se ha vuelto sincretista? ?Tendr¨¢ ya red el agujero de la aguja? ?Los creyentes acomodan sus posiciones durante los viajes? Si estas preguntas las hubiese f¨®rmulado Zubiri, algo -labio o mano, sentientes- se habr¨ªa movido en aquel vag¨®n.. Pero yo no quise arriesgarme a ser llamado, y en lat¨ªn, a enga?o). O sea, que luz y sombra. Y al mismo tiempo. ?C¨®mo pasan los siglos! A media hora todav¨ªa de Sevilla, forzoso me fue a?adir que un admirado escritor, momentos antes de suicidarse, escuch¨® en confesi¨®n a varios vendedores de almas. Uno aclar¨® que la hab¨ªa vendido a causa de un gran amor. Otro, por mantener una actitud irreprochable. Un tercero asegur¨® que fue por no llegar a ser lo que otros eran. El cuarto, al parecer, pens¨® que era la ¨²nica forma de saber que, en realidad, la ten¨ªa. Y, al tocarle el turno al quinto, ¨¦ste reconoci¨® que hab¨ªa querido saber si lo suyo tambi¨¦n alma era. Period¨ªstico y c¨ªnico, dramatic¨¦ al preguntar despu¨¦s de una larga pausa: "?No los hay que venden su alma por la sombra de un gol?". A esa persona amable y habladora se le nubl¨® de pronto la cara. Y yo, para no desenmascararme en risas, me acord¨¦ de un espejo mexica de obsidiana. Un espejo que llevaba colgado al cuello el joven que iba a ser inmolado para saciar las ganas de los dioses. Era un espejo donde s¨®lo se reflejaba la noche.
Era, a buen seguro, un recuerdo para explicar que puede haber ciertas cosas, como el f¨²tbol, la fe o una columna, destinadas a no acabar de la misma forma que empiezan. Ya el aludido suicida acert¨® a verlo claro en cabeza ajena: "La raz¨®n le abandona cuando necesita pensar ".
Babelia
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