Clinton, un hombre com¨²n
A comienzos del oto?o de 1995, Bill Clinton estaba otra vez en pleno proceso de redefinici¨®n. La victoria del Partido Republicano en las elecciones para el Congreso, ocurrida hace poco menos de un a?o, hab¨ªa barrido con todas las iniciativas de la Casa Blanca. Las tropas de New Gingrich dominaban Washington, y el presidente hab¨ªa quedado aislado en el Despacho Oval, sin misi¨®n que cumplir, sin mensaje que transmitir, olvidado, acosado, contando los d¨ªas que faltaban para empaquetar sus cosas y regresar a Arkansas.En ese tiempo, Bill Clinton pasaba muchas horas en soledad. Hab¨ªa perdido la confianza en sus principales colaboradores, se concentraba en lecturas y buscaba interlocutores nuevos que pudieran darle esa chispa de inspiraci¨®n que precisaba para prenderse de nuevo. Desde su hogar en Connecticut, Dick Morris, el c¨¦lebre asesor que arruin¨® su carrera por una prostituta el pasado mes de agosto, tomaba ya las medidas para el traje del nuevo Clinton, que segu¨ªa obedientemente sus consejos sobre lo que ten¨ªa que decir y lo que ten¨ªa que hacer para volver a encontrar su espacio en este mundo.
Clinton reaccionaba bien. El desorden de los primeros meses se iba corrigiendo. Los errores empezaban a ser m¨¢s infrecuentes. Pero el presidente norteamericano se encontraba sin alma, sin la energ¨ªa vital que constituye su principal capital pol¨ªtico.
El portavoz de la Casa Blanca, Michael McCurry, ha contado que, por entonces, Bill Clinton estaba gran parte del d¨ªa y de la noche colgado al tel¨¦fono en conversaciones que eran mitad confesi¨®n y mitad sesi¨®n informal de psicoan¨¢lisis. En una de esas llamadas, Clinton pidi¨® a sus colaboradores que le marcasen el tel¨¦fono de un hotel de San Diego donde dorm¨ªa Ben Watternberg, un columnista de corte conservador que acababa de publicar un libro titulado Los valores que m¨¢s importan. Clinton hab¨ªa le¨ªdo el libro ese mismo d¨ªa y hab¨ªa encontrado en ¨¦l juicios que le conmovieron sobre la decadencia de la sociedad norteamericana y la crisis de la sociedad del bienestar.
En un ins¨®lito rasgo de sinceridad, el presidente reconoci¨® en su conversaci¨®n con Wattenberg lo mucho que se hab¨ªa equivocado en sus primeros a?os en la Casa Blanca. Le dijo al columnista que se hab¨ªa comportado como un primer ministro, no como un presidente, que hab¨ªa querido estar encima de todo, sin orden ni criterio. Admiti¨® que hab¨ªa actuado con tanta ansiedad para resolver los problemas existentes que se hab¨ªa desorientado filos¨®ficamente. Confes¨® que, de repente, se hab¨ªa encontrado sin rumbo, navegando a la deriva.
Bill Clinton le cont¨® a Wattenberg que se hab¨ªa perdido en los peque?os detalles de la tarea de gobierno, y que no hab¨ªa sido capaz de utilizar la presidencia para mostrarle al pa¨ªs una visi¨®n. Le explic¨® que tampoco hab¨ªa cumplido con la promesa de actuar como un nuevo dem¨®crata, y que, presionado por los congresistas de su propio partido, se hab¨ªa alejado del centro.
El inquilino de la Casa Blanca le anticip¨® al columnista, en definitiva, sus ideas sobre lo que ser¨ªa la segunda parte de su presidencia.
Watternberg escribi¨® despu¨¦s: "Para alguien, como yo, que se ha pasado los ¨²ltimos 20 a?os diciendo que los dem¨®cratas son incapaces de hacer algunos progresos hasta que reconocen que se han equivocado, fue un verdadero placer escuchar todo eso".
A diferencia de otros grandes pol¨ªticos, Bill Clinton no ha tenido nunca grandes problemas para reconocer que se ha equivocado. Lo hizo, por primera vez, cuando perdi¨® en 1980 su primera reelecci¨®n como gobernador de Arkansas, y la ¨²ltima, ya en su ¨²ltimo a?o de gesti¨®n en Washington, cuando admiti¨® en un discurso que hab¨ªa subido demasiado los impuestos en 1993.
Algunos dicen que esa facilidad de Clinton para reconocer sus errores se debe, simplemente, que no es un gran pol¨ªtico en el sentido tradicional, sino un ciudadano corriente que duda y tropieza en su oficio como cualquiera lo hace en el suyo. Otros atribuyen esa cualidad del presidente a su vocaci¨®n camale¨®nica, a su tendencia a abandonar principios para camuflarse del color dominante.
Bill Clinton tiene la virtud o el defecto de prender siempre la satisfacci¨®n de la mayor¨ªa. Lo hace por oportunismo o por honestidad, o por las dos cosas al mismo tiempo. No es -por lo menos no lo es ahora- un l¨ªder visionario que se marque metas ambiciosas y transformaciones de largo plazo. Es un pol¨ªtico a ras del suelo, muy sensible a las demandas populares y con un instinto extraordinario para corregir el rumbo en la medida en que esas demandas var¨ªan.
Por eso, sus primeros cuatro a?os en la Casa Blanca han sido un continuo zigzag, peor tolerado por los analistas que por el p¨²blico. Y por eso tambi¨¦n es dif¨ªcil de predecir el Clinton que veremos a lo largo de los pr¨®ximos cuatro a?os.
La primera presidencia de Clinton ha dejado una obra en la que se confunden principios del Partido Republicano, como la ley para acabar con la asistencia p¨²blica (welfare) y la lucha contra el crimen, con principios del Partido Dem¨®crata, como la defensa del aborto y de los programas de discriminaci¨®n positiva (affirmative action).
En la faceta personal se han alternado los momentos dolorosos de la investigaci¨®n del esc¨¢ndalo Whitewater y la denuncia de Paula Jones por acoso sexual con gestos de gran inspiraci¨®n, como su actuaci¨®n tras el atentado de Oklahoma o su defensa de los principales programas sociales.
Todo ello ha dejado la imagen de un hombre muy contradictorio pero atractivo, un pol¨ªtico ambicioso pero humano, un presidente poco fiable pero tambi¨¦n entra?able y pr¨®ximo.
Para los miembros de su generaci¨®n, los llamados baby boomers, es uno m¨¢s, con todo lo bueno y lo malo que supone tener a uno como nosotros en el cargo m¨¢s importante de la naci¨®n. Otros muchos norteamericanos lo ven, sin embargo, como un presidente sencillo que se ha esforzado por hacer las cosas bien, aunque no siempre le hayan salido. Lo m¨¢s sintom¨¢tico es su fuerte apoyo entre las mujeres, que son las que mejor han valorado esa parte cordial y humana de Bill Clinton.
Uno de los modernos intelectuales norteamericanos, el profesor de la Universidad de Chicago Mihaly Csikszentmihalyi, que ha escrito sobre la psicolog¨ªa como instrumento para la m¨¢xima realizaci¨®n, sostiene que los l¨ªderes actuales tienen que reflejar el com¨²n denominador de las sociedades, no sus aspiraciones inalcanzables. "Los votantes dicen que quieren una sociedad llena de virtudes, pero a la hora de escoger un l¨ªder optan por aquel que simplemente batalla por ellas", ha escrito en el semanario Newsweek. Si eso es as¨ª, Clinton es el reflejo de la sociedad norteamericana de hoy, en plena lucha entre el mantenimiento de sus virtudes tradicionales y las incertidumbres que el futuro presenta.
En la celebraci¨®n de su 50? cumplea?os, el verano pasado, Hillary tir¨® la casa por la ventana para preparar a su marido una fiesta millonaria en el famoso Radio City Music Hall de Nueva York. Cuando el presidente subi¨® al escenario, alumbrado por un potente foco y con la cl¨¢sica m¨²sica de felicitaci¨®n como tel¨®n de fondo, sus primeras palabras, antes de reflexionar sobre el drama de sobrepasar el medio siglo de vida, fueron:
"Esto es mucho m¨¢s de lo que merezco".
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