Los Rolling Stones reaparecen con un poderoso espect¨¢culo

Los Rolling Stones eligieron la ciudad de Chicago para embarcarse en su nueva aventura. Unas 54.000 personas les aclamaron en el estadio donde juegan los Bears, a los que Mick Jagger salud¨® (al igual que a otra instituci¨®n deportiva de la ciudad, los Bulls) y los compar¨® con su propio grupo. En t¨¦rminos de inicio de campeonato, se podr¨ªa. afirmar que los Stones tienen " potente equipo y la mejor actitud para ganar. Adem¨¢s, jugaban en casa: los telediarios de Chicago se refer¨ªan a ellos como "Mick y los chicos" ¨® "Mick y la pandilla".

Hay coincidencias perversas. Frente al estadio donde los Rolling Stones estrenaban su Bridges to Babylon Tour, se halla un museo que estos d¨ªas presenta una vistosa exposici¨®n sobre dinosaurios. La maldad era inevitable: "?Se han escapado los velocirraptores y est¨¢n dando un concierto ante sus coet¨¢neos?".No se trata de algo tan elemental. Los Stones atraen a un p¨²blico verdaderamente multigeneracional: abundan los pelos grises entre la audiencia (tambi¨¦n en el escenario) pero la mayor¨ªa de los asistentes se incorpor¨® al culto en los a?os ochenta y noventa. Y aceptan pagar entre 4.500 y 11.200 pesetas, sin contar impuestos y comisiones, por experimentar en directo el prodigio: la longevidad de un grupo que se mantiene en lo alto de la pir¨¢mide a pesar de que tantas veces parec¨ªa ansiar la autodestrucci¨®n.

Los incondicionales acuden a estadios como el Soldier Field, "dedicado a los hombres y mujeres de los servicios armados", tambi¨¦n por el magnetismo de un repertorio que no se ha deteriorado con el paso del tiempo y de las modas. Las dos docenas de canciones que los Rolling Stones interpretaron en su deb¨² cubren razonablemente sus 35 a?os de vida creativa. Desde el rock and roll afilado a lo Chuck Berry, representado por little queenie, a las modernidades, como su recient¨ªsimo Anybody seen my baby?

Y resulta evidente que el material m¨¢s pop, de Ruby Tuesday a The last time, se liquida con profesionalidad pero sin mucho entusiasmo. Sin embargo, los Stones adquieren genuina ferocidad con su repertorio m¨¢s personal, cuando las guitarras de Keith Richards y Ronnie Wood se enzarzan con la elemental bater¨ªa de Charlie Watts, cuando el bajo de Darryl Jones permite a Mick Jagger adaptar los manierismos de funkadero de discoteca. Est¨¢n muy seguros de sus energ¨ªas y ¨¦stas no les fallan.

Las presentaciones de los m¨²sicos que ocupan el escenario evidencian una vez m¨¢s que se puede admirar el estado f¨ªsico de Mick Jagger y su incansable gusto por las carreras, pero que el cari?o y el respeto del personal est¨¢n dirigidos a Keith Richards. Con los dos temas que el guitarrista canta, se aprecia la mec¨¢nica interna de los Rolling Stones. Cuando Mick Jagger ha desaparecido todo se hace un poco ca¨®tico, aut¨¦ntico en expresi¨®n sonora pero pobre en nitidez musical. De la misma forma, en las ocasiones en que Mick Jagger prescinde de su mano derecha e intenta seguir las tendencias del momento se aprecia que el aut¨¦ntico carisma y la legitimidad hist¨®rica son propiedad de Keith Richards. El guitarrista, ataviado con un abrigo de piel de leopardo y gafas oscuras, siempre pegado a un cigarrillo -y en el soldier field se prohibe fumar-, eclips¨® al cantante en cuesti¨®n de est¨¦tica rockera. Obviamente, los Rolling Stones de 1997 son algo m¨¢s que un vibrante juke box. Saben que est¨¢n obligados a ofrecer un gran espect¨¢culo, aparte de un concierto convincente. Y cumplen. El escenario, tras la actuaci¨®n de los teloneros (en Chicago, el grupo Blues Travelers), parece un disparate, reciclaje del desguace de un submarino tipo Nautilus, pero despu¨¦s de la obligada explosi¨®n que dispara los ritmos cardiacos de los espectadores, se revela que Mick Jagger y los dise?adores subordinados a su intuici¨®n han vuelto a golpear en la diana.

Mam¨¢ Tecnolog¨ªa

La escotilla gigante que domina el montaje resulta contener una pantalla de v¨ªdeo de alta definici¨®n que refleja, gracias a una imaginativa realizaci¨®n y un constante tratamiento de, im¨¢genes, lo que ocurre en el escenario (en un concierto en recintos similares, los artistas son hormiguitas si no cuentan con Mam¨¢ Tecnolog¨ªa).

Las cortinas laterales son apartadas en un momento para descubrir dos gigantescas mu?ecas hinchables, voluptuosas ninfas doradas hechas de un material lo bastante flexible para que se muevan levemente con los crueles vientos del lago Michigan. En esta gira babil¨®nica, los Stones saben crear un turbio ambiente er¨®tico.

Mick Jagger, que estos d¨ªas declara sentirse decepcionado por Pop Mart, el ¨²ltimo show de U2, no ha tenido inconveniente en aprovechar algunas de las ocurrencias de los cuatro irlandeses. As¨ª, a mitad del concierto, el sexteto b¨¢sico, sin secci¨®n de viento ni coros, abandona el escenario grande y se desplaza al centro del campo. All¨ª interpretan tres piezas y logran que el p¨²blico, mantenido en sus asientos por un f¨¦rreo aparato de seguridad, desoiga las ¨®rdenes y se escape para verlos de cerca y en carne y hueso. Casi tan emocionante como el recital de la pasada semana, cu¨¢ndo los que se pudieron enterar les vieron por siete d¨®lares en Double Door_ un club de Chicago. Otros trucos de Bridges to Babylon Tour conviene que se mantengan en secreto. Digamos que los Rolling Stones no son adversos a la pornograf¨ªa,humor¨ªstica o a las nevadas ¨¢rtificiales. Y que Mick Jagger, fracasado en el mundo del cine, aspira ahora a una carrera como modelo de pasarela. Cambia constantemente de indumentaria,. todo con firmas prestigiosas, y se apropia del venerable bomb¨ªn como accesorio roffingestoniano. Una prenda que, por ahora, no forma parte de la inmensa variedad de mercanc¨ªa -camisetas, cazadoras, chubasqueros, programas- que la organizaci¨®n de los Stones ofrece en cada rinc¨®n.

Como todas las superestrellas del rock, ellos saben que los beneficios de ese menudeo superan a los ingresos netos de taquilla. Los dinosaurios del museo todav¨ªa tienen mucho que aprender de los Rolling Stones.