Juan Ram¨®n
Ma?ana d¨ªa 29 de mayo se cumplen cuarenta a?os de la muerte de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez en San Juan de Puerto Rico. Cuarenta es cifra redonda, pero carece en la ret¨®rica de las conmemoraciones de la capacidad vinculadora que poseen diez, veinte, incluso treinta, y no digamos cincuenta. Nada de eso altera el hecho de que, tal d¨ªa como ma?ana, desaparec¨ªa uno de los grandes maestros de la poes¨ªa espa?ola. Muri¨® lejos de Espa?a, como ¨¦l quiso, leal siempre al Gobierno leg¨ªtimo de la Rep¨²blica. Se lo trajeron poco despu¨¦s, a ¨¦l y a su mujer, pero se lo trajeron con los pies por delante. No, no deb¨ªa haber vuelto. En el mismo San Juan siguen los restos de otro gran poeta, Pedro Salinas, y por fortuna nadie ha pensado en removerlos. Como parece que nadie piensa ya en remover los de Antonio Machado en Colliure, aunque tiempos existieron en que la peregrina idea tuvo sus valedores y Ayuntamientos hubo que se disputaron el sombr¨ªo honor de darles acogida. Otros notables poetas espa?oles de este siglo padecieron tambi¨¦n hasta el final de sus d¨ªas la doliente suerte de la Espa?a peregrina, como Emilio Prados y Luis Cernuda, cuyos huesos reposan en la tierra de M¨¦xico. Est¨¢ bien que as¨ª sea, pues el destino as¨ª lo quiso y la poes¨ªa vuelve a dar de este modo testimonio de sus verdades profundas.A Juan Ram¨®n Jim¨¦nez quisieron negarle algunos su condici¨®n liberal y progresista. Sus lectores nunca olvidaremos la infamia ni sus autores. No hac¨ªa falta que se publicara ese libro memorable que es Guerra en Espa?a para saber qui¨¦n fue como ciudadano Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, el m¨¢s institucionista de nuestros poetas, el m¨¢s krausista, fiel como ning¨²n otro a las ense?anzas de sobriedad, generosidad y filantrop¨ªa de don Francisco Giner de los R¨ªos.
Nadie discute hoy el magisterio de Juan Ram¨®n. Es, para muchos, el poeta sin m¨¢s, y aunque no est¨¢ solo en esas cumbres donde los ¨¢ngeles hieren y la voz del mundo suena como si fuera la de Dios, bienvenida sea la designaci¨®n por antonomasia. Hizo de la poes¨ªa su oficio; en ella y por ella -por su trabajo a favor de la belleza- se ve¨ªa ¨¦l justificado como ciudadano, sin necesidad de m¨¢s adherencias. ?Usted va por dentro?, le dec¨ªa a comienzos de siglo Rub¨¦n Dar¨ªo, el grande, que ten¨ªa ojo de ¨¢guila imperial.
ba por dentro, en efecto, aquel Juanito Jim¨¦nez. ?l hizo del romance una tr¨¦mula estrofa l¨ªrica, ¨¦l invent¨® de verdad el verso blanco en castellano, ¨¦l desnud¨® a la poes¨ªa de an¨¦cdotas y fund¨® la l¨ªrica espa?ola contempor¨¢nea, ¨¦l llev¨® a su m¨¢xima perfecci¨®n el poema en prosa en castellano y se invent¨® luego otra prosa, hiriente y nov¨ªsima, transl¨²cida y milagrosa; ¨¦l, ya viejo, se apropi¨® del delirio de los surrealistas, le arranc¨® el surrealismo, se qued¨® con el delirio y compuso ese poema donde las palabras vuelan como p¨¢jaros reci¨¦n amanecidos, Espacio, y con ¨¦l otros versos memorables, como los que dedic¨® al dios de la belleza y de la naturaleza, el antiguo Dios de Spinoza, la divinidad pante¨ªsta que hab¨ªa aprendido a conocer y venerar en los textos y las palabras de sus maestros de la instituci¨®n. Animado por una casi inexplicable energ¨ªa, el gran neur¨®tico de la perfecci¨®n volvi¨® a revisar toda su poes¨ªa desde la adolescencia, y alumbr¨® esa ¨²ltima y diamantina antolog¨ªa de sus versos, Leyenda, que, para verg¨¹enza de nuestra cultura, no se halla hoy disponible en el sant¨ªsimo y nunca bien ponderado mercado de nuestra gloria europe¨ªsta.
Cuarenta a?os ya; uno guarda, vago y preciso a un tiempo, el recuerdo de la noticia de la muerte del poeta desterrado que dio la radio y trajeron los peri¨®dicos porque era imposible no traerla. Cuarenta a?os: como a Aza?a y como quisieron hacerle a Ortega, tambi¨¦n a Juan Ram¨®n le metieron un cura en su lecho de agon¨ªa. Ya le daba igual. Casi dos a?os hac¨ªa que hab¨ªa muerto, devorada por el mismo zarat¨¢n que ¨¦l vio en el Moguer de su infancia, la mujer a la que quiso y que lo quiso. Sin ella nada exist¨ªa. Ni el Nobel, ni los honores ni nada de nada. Puerto Rico era ya un barco a la deriva, y ¨¦l, su capit¨¢n ausente, sordo y ciego. S¨®lo quedaban las manos amarillas de aquel dios de la primavera que hab¨ªa contemplado, a¨²n veintea?ero, recogiendo los huesos de los muertos. Ese dios fue quien lo tom¨® sobre su pecho de oro inmenso. Ma?ana hace cuarenta a?os.
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