Olfato de gol
La nueva liga de las estrellas, este enloquecido campeonato en que los entrenadores locales echan un pulso a sus ilustres colegas extranjeros, nos ha deparado tres novedades en una sola jornada: la confrontaci¨®n de escuelas es un valor adicional del espect¨¢culo, la exigencia m¨¢s dura es compatible con las mayores goleadas y los delanteros espa?oles resisten la competencia de las grandes figuras internacionales. El emocionante duelo de artilleros nos ofrece, adem¨¢s, la ocasi¨®n de comparar, clasificar y reconocer todos los tipos posibles en la amenazada especie de los goleadores. Para identificar alguno de sus modelos basta mirar con atenci¨®n a tres de los m¨¢s firmes candidatos al trofeo Pichichi. Hablamos de Urz¨¢iz, V¨ªctor y Ra¨²l.
Armado con sus ochenta kilos de blindaje, Urz¨¢iz nos devuelve una estampa cl¨¢sica: representa la versi¨®n original del ariete que decide explotar su propio tama?o. En el estoicismo con que asimila los golpes y en la sobriedad de sus efusiones queda muy claro que es uno de esos hombres duros que han conseguido entender el dolor y el ¨¦xito como parte del oficio. Maneja la pelota con toda propiedad, aunque, siempre tan serio, elude cualquier af¨¢n exhibicionista y renuncia a los trucos y vanidades del prestidigitador. Sus gestos son inconfundibles: parece atrapado en una crisis de resignaci¨®n, pero, llegado el momento, su estilo se transparente como un bloque de cristal. Pisa el ¨¢rea con el aplomo de un bisonte y, sin duda convencido de que su volumen hace in¨²til cualquier maniobra de distracci¨®n, da la cara, mete el cuerpo y reduce el problema a un cabezazo en la estratosfera o a un disparo venenoso a la l¨ªnea de gol.
Desde su garita en la banda derecha, V¨ªctor practica el arte del llegar, una clave antigua y enigm¨¢tica que s¨®lo dominan algunos iluminados. A primera vista son gente cumplidora y puntual, por eso parecen aceptar las imposiciones t¨¢cticas sin el menor remilgo. Con la intenci¨®n de guardar las apariencias, vienen una y otra vez por el sitio acostumbrado, bien amagando salir, bien amagando quedarse. Poco a poco te acostumbras a verlos llegar disciplinadamente por su carril con el ruido familiar de un tren de cercan¨ªas. De pronto, cuando el contrario se conf¨ªa, levanta la nariz, salen del gui¨®n y matan por sorpresa.
Al contrario que sus dos socios, Ra¨²l es una s¨ªntesis de estilos. Suele pedir la pelota para inflamar la jugada en un par de toques o con alg¨²n atrevido recorte en plena carrera, pero, venga de donde venga, prefiere tender sus emboscadas en la corona del ¨¢rea. Si est¨¢ inspirado, ejecuta desde all¨ª mismo. Si no lo est¨¢, decide jugar al acecho unos metros m¨¢s adelante. Entonces busca la espalda del central o cualquier otro de esos restringidos escondites en los que un futbolista con instinto es capaz de desaparecer por un segundo. Lo dem¨¢s es pirotecnia: arranca, marca, lanza un beso a las musas del auditorio y hace el avi¨®n en un desesperado intento de despegar.
En el empe?o de comprenderlos, quiz¨¢ debamos recordar que no sienten el gol como una expresi¨®n de habilidad sino como un aut¨¦ntico designio providencial. Mantienen con ¨¦l la delicada relaci¨®n del equilibrista con su cuerda. Cuando comienzan a fallar misteriosamente los disparos, se desesperan, buscan explicaciones en alguna conspiraci¨®n astral, y se preguntan, desolados, qu¨¦ han hecho ellos para merecer esto. Est¨¢ claro que debemos conservarlos al menos por dos razones. La primera es que quedan pocos. La segunda, que en su soledad de campeones se encargan de cedernos, despu¨¦s de tantas horas de ansiedad, un instante de entusiasmo y un grito de liberaci¨®n.
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