Negruras amarillas
FERN?NDEZ-SANTOSHan devuelto a la gran pantalla, despu¨¦s de d¨¦cadas de olvido, el impagable regalo de El gran carnaval, una de las m¨¢s precisas, recias, duras pel¨ªculas del ralo ramillete de negruras, algunas con feroz capacidad para ir al grano, con que el viejo Hollywood vaci¨® sobre celuloide las querellas de la inteligencia de su pa¨ªs contra la mala ralea de la gentuza periodista amarilla. El pozo negro del amarillismo fascista y sus innumerables clientes, hoy api?ados en ese estercolero de la est¨¦tica del linchamiento que es el reality show, nunca fue representado tan al desnudo, tan con todo su cinismo a cuestas, tan como est¨¢ hoy refugiado en turbios televisores que apestan la Tierra, como en esta genial y terrible pel¨ªcula. Hay tanta capacidad de desvelamiento en la farsa tr¨¢gica que lleva dentro (hecha en 1951, en pleno macarthysmo), que no tuvo m¨¢s remedio que fracasar entonces, en su presente. Hay quien dice que fracas¨® porque no fue entendida, pero ocurri¨® exactamente lo opuesto: fue perfectamente entendida y por eso fracas¨®.
La gente de aquella Am¨¦rica no estaba por la labor de ver la parte amarilla de su mala sangre reflejada en un espejo negro. Cuando el filme se estren¨®, funcionaron velozmente, adem¨¢s de las censuras gremiales, los cortocircuitos autodefensivos de la alerta y el boca a o¨ªdo; y los contempladores de cine se quedaron en sus jaulas, neg¨¢ndose a ir a verla, con la cabeza a buen recaudo bajo el ala. El gran malo de la ficci¨®n de El gran carnaval (reflejo casi exacto de un suceso real ocurrido pocos a?os antes) no es el periodista chapucero y canalla que interpreta, con exageraci¨®n exacta, Kirk Douglas, sino la turba de pac¨ªficos ciudadanos sanguinarios que acude a su llamada y baila a su siniestro son. La vileza del reality show o, si se quiere, de la gran carnavalada, proviene de quienes lo contemplan en tanto o en mayor grado que de quienes lo ofician. El malvado talento de Billy Wilder, sin perder nunca el don de la sorna, escupe aqu¨ª rencor contra los plumillas amarillos y sus toscos reba?os; y se nos pone grave, a ratos solemne, para re¨ªr a solas, mientras deja l¨ªvidos, y escondidos detr¨¢s de una m¨¢scara funeraria, los rostros de los espectadores, verdaderos culpables, verdaderos malos del horror que narra el mazazo de El gran carnaval. Hay humor, aunque suene a casi secreto, en el viciado subsuelo moral que levanta, como a una costra, esta genial pel¨ªcula o panfleto o lo que sea. Es el humor de la embestida, la hermosa osad¨ªa de llamar, en sus mism¨ªsimas barbas, bestial y bastarda a una colectividad cr¨¦dula y embrutecida por la negrura amarilla de los hijos del ciudadano Kane o Hearst o McCarthy o Nixon o Reagan o Starr.
La negrura amarilla de El gran carnaval tuvo d¨¦cadas m¨¢s tarde una r¨¦plica amable en la gozosa cochambre period¨ªstica de Primera plana. Pero esta maravillosa comedia oscura es un caramelito comparada con el helado de vitriolo que hay dentro del cucurucho de El gran carnaval. Wilder la odiaba y no hablaba nunca de ella, pues consideraba una verg¨¹enza profesional su absoluto fracaso, del que se culpaba. No era as¨ª, pues no era su culpa correr por delante del tiempo que corr¨ªa. Hoy, El gran carnaval es lo m¨¢s elevado y audaz de la obra de Wilder. Woody Allen la considera, junto a Perdici¨®n, su mejor pel¨ªcula, y no anda descaminado. A?ade: "Es una verg¨¹enza que sea pr¨¢cticamente desconocida en Estados Unidos". M¨¢s, o peor, que una verg¨¹enza: una cobard¨ªa. Se les hizo insufrible a los estadounidenses, enorgullecidos por su victoria contra el fascismo, ver c¨®mo la l¨®gica de ese fascismo cuya destrucci¨®n les engallaba renac¨ªa a sus pies en una de sus manifestaciones m¨¢s sucias, y anidaba en el coraz¨®n de su pa¨ªs, y un maldito peliculero austriaco, compatriota de Hitler, era precisamente quien sacaba aquel trapo sucio a las calles. El gran carnaval fracas¨® en su tiempo porque fue expulsada, arrancada de cuajo (por manos que sudaban delante de sus im¨¢genes gotas de un malestar colectivo invencible) de la memoria del cine norteamericano. No ten¨ªa, ni tiene, cabida en ella. Sigue expulsada, intragable, pero cada a?o sube un paso m¨¢s en las rampas de las cumbres del cine de Hollywood, del gran Hollywood que hizo posible este prodigio cinematogr¨¢fico, aunque luego se escondiese de ¨¦l, como el moribundo se esconde de su c¨¢ncer.
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