Se?ores de Barcelona VALENT? PUIG
Las secretarias de los pol¨ªticos y las organizaciones de los partidos nos convocan a almuerzos y cambios de impresiones para que seamos improvisados representantes de algo llamado sociedad civil. Suelen ser almuerzos en los que la buena voluntad de los convocantes contrasta con la criminalidad gastron¨®mica del men¨². "Le confirmo que la cena de ma?ana con la sociedad civil es a las nueve treinta", dice el mensaje. Acudimos con la sospecha de que tanta insistencia en la sociedad civil catalana no tan s¨®lo es un clich¨¦, sino que responde a la carencia de individualidades poderosas. El tejido organizativo de la sociedad catalana es notable, pero aparece gradualmente surcado por el sistema irrigatorio de la cultura de la subvenci¨®n, una de esas buenas intenciones que llegan a empedrar el infierno de la falta de iniciativas. Es as¨ª como los pol¨ªticos luego creen poder convocar a la sociedad civil a un almuerzo con cruas¨¢n y mortadela, como quien toma el Talgo de las siete treinta. El concepto de sociedad civil precisamente buscaba una distancia, si no una contraposici¨®n, respecto a la intromisi¨®n de la pol¨ªtica en ¨¢reas que, libres de las inercias el juego pol¨ªtico, son una reserva de energ¨ªas humanas y recursos naturales. Frente a la omnipresencia del Estado, la sociedad civil representa un valor aut¨®nomo, una reinversi¨®n de iniciativas. Se trataba, al parecer, de marcar un territorio ajeno a las estrategias electorales, libre de cacofon¨ªas pol¨ªticas, para que la sociedad recuperase su aliento. En consecuencia, la extrapolaci¨®n abusiva de su significado se ha convertido en un m¨¦todo para camuflar perversamente la carencia de iniciativas espont¨¢neas por parte de organizaciones privadas o personalidades emprendedoras. A m¨¢s sociedad civil, menos individualidades con visi¨®n, del mismo modo que cuanto m¨¢s gente, menos personas. El eclipse de las grandes individualidades y la extinci¨®n del perfil de persona han repercutido visiblemente en la desaparici¨®n de aquel arquetipo humano que vagamente se llamaba "un se?or de Barcelona" y todos nos entend¨ªamos. Quiz¨¢ se hayan retirado todos a sus cuarteles de invierno para convertirse en habitantes melanc¨®licos de mas¨ªas ampurdanesas sometidas a la contabilidad correosa del masovero. Tienen pocos clubes privados para hojear la prensa extranjera y quejarse de la horterada de todos los d¨ªas. Quedan pocos ma?tres de restaurante que sepan c¨®mo hay que ali?arles esa ensalada obligada a causa del bypass. Los pocos supervivientes de aquel grupo humano superior parecen m¨¢s bien ajenos a todo, viejo vestigio de un savoir faire extraviado entre una masa humana que viste ch¨¢ndal a todas horas y cena, ante la televisi¨®n, una pizza servida por un repartidor kamikaze. Tengo para m¨ª que uno de los pen¨²ltimos se?ores de Barcelona fue el pintor Roca-Sastre. Convocado para la posteridad en las memorias de Carlos Barral y de Alberto Oliart, Roca-Sastre ten¨ªa una personalidad luminosa y el legado patricio de su padre, el jurista Ramon M. Roca-Sastre, fundamental en la compilaci¨®n del derecho civil catal¨¢n. Al poco de su muerte, la pintura de Josep Roca-Sastre (1928-1997) est¨¢ ahora presente en las exposiciones de la Pedrera y de la Maragall Sala d"Art como posibilidad de un retorno a los secretos de la figuraci¨®n y, sobre todo, a los recursos de la elegancia. A diferencia de aquellos pintores cuya sutileza art¨ªstica contrasta brutalmente con la bastedad de su personalidad moral, Roca-Sastre era un se?or tanto al pintar como en sus gestos vitales. Su pintura despunta entre los despojos de la vanguardia como configuraci¨®n de un estilo propio que se nutr¨ªa de la gran tradici¨®n. Sus interiores de pisos del Eixample recuperan la nostalgia depurada y noble de lo que fue su vida de se?or de Barcelona, asomado al balc¨®n para otear algo que ya no existe. Quiz¨¢ toda su pintura se construye en torno a la a?oranza de un perfume. Le conoc¨ª a inicios de la d¨¦cada de los noventa, en la tertulia de un excepcional coleccionista de arte catal¨¢n. Roca-Sastre sonre¨ªa ante las pol¨¦micas tumultuosas y de repente evocaba la visita a una peque?a iglesia italiana para ver un fresco poco c¨¦lebre. En lo pausado de sus gestos se argumentaba la lecci¨®n de eludir el protagonismo, mientras que la sonrisa y la claridad de su rostro se impon¨ªan con tanta fuerza como un razonamiento que acierta de lleno. Estaba all¨ª, atento a la conversaci¨®n, divertido ante los excesos dial¨¦cticos, primordialmente interesado por la pintura de todos, a condici¨®n de que fuese buena. La elegancia sin chaleco proteg¨ªa su intimidad, aquel mundo perdido en los mosaicos y cortinajes de las casas del Eixample. Me gustar¨ªa ver colas para entrar en la exposici¨®n de Roca-Sastre en la Pedrera, donde tuvo su primer estudio. M¨¢s me gustar¨ªa todav¨ªa reencontrarle en aquella tertulia, capaz de pintar y de vivir como todo se?or de Barcelona, gloriosamente indiferente a las convocatorias que los pol¨ªticos hacen de la sociedad civil dej¨¢ndonos mensajes en el contestador autom¨¢tico.
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