Las fuentes oscuras de la luz
Son inimaginables sin Inglaterra, sin todo lo que en los dominios de la escena (es decir, de la representaci¨®n de los comportamientos y la indagaci¨®n de sus rincones oscuros) arrastra esta vieja y recia palabra. Hitchcock y Laughton son zumo de la inteligencia de su tierra, y all¨ª donde desplegaron su inmenso talento la sembraron y la hicieron universo. Son parte, nebulosa y luminosa, de la Inglaterra nuestra, patrimonio ¨ªntimo de todos. Y sin esta marca de origen casi bautismal no se entender¨ªan algunas de las singularidades de su enigma. Es, ante todo, el enigma de dos hombres que a primera vista parecen infradotados para hacer lo que hicieron: gente casi deforme, malencarada, de aspecto antip¨¢tico, apresada por un temperamento huidizo y obsesivo, envuelto en una quietud no apacible, sino col¨¦rica, amarga y, a veces, cuentan quienes les conocieron, con inclinaciones esquinadas hacia lo malvado. Y, sin embargo, era gente capaz de deducir torrencialmente belleza y bienestar de algo impreciso y dificil de aislar, procedente e indisociable de una escondida condici¨®n perversa que les permit¨ªa combinar iron¨ªa con gravedad y dolor con humor.
El genio de Hitchcock para crear accesos hasta ¨¦l inexplorados al conocimiento de los comportamientos humanos procede de su miedo a lo humano, que le hac¨ªa portador de una formidable capacidad para capturar lo abominable, lo extrahumano que se alberga en nosotros. Y de la energ¨ªa de Laughton para romper a zarpazos la frontera de sus limitaciones y convertirse en artista ilimitado puede decirse algo parecido: frente a la c¨¢mara -y cuentan quienes le vieron en el Galileo Galilei de Bertolt Brecht que sobre un escenario- pose¨ªa como nadie posey¨® nunca el sentido de la transfiguraci¨®n y era en ¨¦l naturaleza la expresi¨®n de lo monstruoso.
Era Laughton, y ¨¦l lo sab¨ªa, el que mejor pod¨ªa dar rostro al horror del mito de Quasimodo, y lo hizo en El jorobado de Notre Dame; era, y ¨¦l lo sab¨ªa, quien con m¨¢s energ¨ªa pod¨ªa dar cuerpo a la bestia que llevaba dentro el infame capit¨¢n William Bligh, y lo hizo en Rebeli¨®n a bordo; era, y ¨¦l lo sab¨ªa, quien mejor pod¨ªa construir con su gesto el rictus carro?ero de un repulsivo pol¨ªtico fascista, y lo hizo en Tempestad sobre Washington. Absorb¨ªa la sedienta humanidad de Laughton el rostro de lo abominable, y lo hac¨ªa con la misma facilidad con que Hitchcock desentra?aba los mecanismos de la perversidad para, represent¨¢dolos, librarse y librarnos de ella, y dormir y hacernos dormir pl¨¢cidamente bajo su amenaza. Y uno y otro fueron as¨ª fuentes torrenciales del viejo y sagrado enigma en que profesaron, el de la teatralidad, a que antes me refer¨ª: la creaci¨®n de belleza con la materia de lo feo, la creaci¨®n de luz con la materia de lo oscuro, la creaci¨®n de gozo con la materia del dolor.
No hay cabida aqu¨ª para traer ni un goteo de lo que Hitchcock y Laughton aportaron al cine. Minuciosos trabajos como el de Donald Spoto sobre el primero no van m¨¢s lejos de calas en una materia inabarcable. Lo que se ha escrito sobre Hitchcock es tan inmenso que llena bibliotecas, en las que muchas estanter¨ªas est¨¢n dedicadas al empe?o de infinidad de ex¨¦getas en reducirle a la condici¨®n de un engatusador y divertidor de multitudes o de un h¨¢bil prestidigitador de emociones, cosa noble pero que no encierra toda la enorme vastedad y complejidad de este artista. Es una reducci¨®n que deja ver un m¨¢s all¨¢ en su simple enunciado, porque no es posible que quien pose¨ªa esa endiablada habilidad prestidigitadora de las emociones no fuese due?o de un exquisito conocimiento de ellas y de sus m¨¢s secretos mecanismos de desencadenamiento. De ah¨ª la riqueza del cine de Hitchcock como forma de conocimiento, como pura sabidur¨ªa. Su desvelamiento de las zonas m¨¢s abruptas e inaccesibles de los comportamientos es una tarea gigantesca que sit¨²a a su autor en el ramillete de las m¨¢s altas y sagaces mentes de este siglo.
Si Hitchcock es el ge¨®metra de los movimientos del esp¨ªritu, Laughton es el volc¨¢n de su elocuencia. Su obra interpretativa comienza (La vida privada de Enrique VIII, Rebeli¨®n a bordo, Rembrandt, lo que se rod¨® de la inacabada Yo, Claudio, Posada de Jamaica, donde le dirigi¨® Hitchcock, que volvi¨® a dirigirle en El proceso Paradine) por todo lo alto, tanto en su vertiente brit¨¢nica como estadounidense, cay¨® en un largo bache de apat¨ªa en su zona central, y recobr¨® su electrizante energ¨ªa en algunas obras finales como Testigo de cargo, Tempestad sobre Washington y Espartaco.
Es en el centro de esa etapa ap¨¢tica intermedia donde est¨¢ situada la encrucijada entre la cumbre y la derrota de Laughton. Es el instante de la consumaci¨®n y del fracaso de su pasi¨®n por dirigir pel¨ªculas. El refinado esfuerzo, de escritura, mano a mano con James Agee, y de direci¨®n de La noche del cazador conduce a una de las pel¨ªculas m¨¢s bellas, desconcertantes y formalmente m¨¢s audaces que ha dado el cine. Una obra genial donde Laughton trastoc¨® todas las convenciones narrativas y condujo el relato proa a una temeraria pero plenamente lograda incursi¨®n dentro de la pura poes¨ªa. Desarm¨® y desconcert¨® tanto este portentoso filme a los due?os de la industria, que ¨¦stos lo guardaron, no se sabe si como una verg¨¹enza o una reliquia, bajo siete llaves. No volvi¨® Laughton a ponerse detr¨¢s de una c¨¢mara, no dejaron ir m¨¢s all¨¢ a su genio volc¨¢nico de poeta de la imagen. Su elocuencia fue amordazada mientras, en los ant¨ªpodas estil¨ªsticos, las no menos geniales ecuaciones visuales del ge¨®metra Hitchcock segu¨ªan su curso y, bajo otra forma de infortunio ¨ªntimo, nos divert¨ªan cont¨¢ndonos cosas que no nos hac¨ªan ninguna gracia.
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