Mi vida junto a Alberti
A veces el azar funciona justo de manera contraria a como lo esper¨¢bamos, hace que algunas personas no lleven la vida que les estaba destinada, sino otra que no les corresponde, una existencia quiz¨¢ mejor o quiz¨¢ peor, pero en cualquier caso diferente a la que, en principio, iba a ser la suya. Yo me convert¨ª en una de esas personas imprevistas a finales de mil novecientos ochenta y dos: acababa de comprar el ¨²ltimo libro de poemas de Rafael Alberti, Versos sueltos de cada d¨ªa, y entr¨¦ en un local para echarle un primer vistazo; a los diez minutos, mientras le¨ªa cosas como "?Me creer¨¦ de verdad/ que he de llegar a vivir/ 125 a?os?" o "Recurrir¨¦ a un lenguaje/ total, desesperado,/ para expresar aquello/ que con el que ya s¨¦ me es imposible", el propio Alberti entr¨® en la cafeter¨ªa y se sent¨® a desayunar en la mesa de al lado; otros quince minutos m¨¢s tarde, vencidas la perplejidad y la timidez primeras, le hab¨ªa pedido que me dedicara su obra; y muy poco despu¨¦s ya se hab¨ªa puesto en marcha una intens¨ªsima amistad que dur¨® diez u once a?os y que me transform¨® en quien nunca hubiera sido de otro modo, porque, a partir de entonces, cada uno de mis d¨ªas fue un d¨ªa de fiesta; no s¨®lo disfrut¨¦ de la compa?¨ªa continua -y absorbente- de uno de los grandes poetas de este siglo y de la persona m¨¢s generosa, vital y apasionada que jam¨¢s he conocido, sino que, junto a ¨¦l, todo se volvi¨® una sucesi¨®n de maravillas impensables: una noche cen¨¢bamos con Julio Cort¨¢zar y otra con Matilde Urrutia, la viuda de Pablo Neruda; cualquier ma?ana pod¨ªa citarme para almorzar con Robert Motherwell o Antonio Saura, con Mario Benedetti o Roberto Matta, para ir a una fiesta en la que charlar¨ªamos con Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez o Eug¨¦nio de Andrade o Carlos Fuentes, a una merienda con Paco Rabal o Vittorio Gassman, a uno de sus recitales con Nuria Espert... Era un mundo brillante y un poco irreal, habitado por mujeres y hombres que contaban historias extraordinarias, gente que no s¨®lo pertenec¨ªa a su siglo, sino que hab¨ªa ayudado a hacerlo tal y como es.He escrito la palabra irreal y me doy cuenta de que, alredederor de Rafael, todo lo era un poco, en cierta forma. No le gustaba nada la realidad y se mov¨ªa torpemente a trav¨¦s de ella, detestaba los problemas y las obligaciones cotidianas, prefer¨ªa habitar una especie de planeta anfibio, mitad cierto y mitad inventado, donde la poes¨ªa lo ocupase e invadiera casi todo. Uno de sus principales placeres era hacer viajes literarios: ir en el coche al monasterio de la Veruela, donde B¨¦cquer escribi¨® sus Cartas desde mi celda; visitar Soria para ver la modest¨ªsima tumba de Leonor, la esposa-ni?a de Antonio Machado; pasear por los campos donde muri¨® Jorge Manrique; beber un poco de vino en el bar de Toledo donde sol¨ªa ir, en los a?os veinte, con Bu?uel, Dal¨ª... En todas esas ocasiones, Rafael se volv¨ªa lejano, melanc¨®lico; recitaba uno tras otro -su memoria siempre fue prodigiosa- poemas del Arcipreste de Hita, Berceo, Garcilaso, G¨®ngora, Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, los dos Machado, o recordaba aventuras vividas junto a Federico Garc¨ªa Lorca, D¨¢maso Alonso, Hemingway, Louis Aragon, Paul Eluard. Muy pronto empez¨® a publicar semanalmente en EL PA?S el esperad¨ªsimo segundo tomo de La arboleda perdida y a contar en ¨¦l, con su estilo caracter¨ªstico de narrar las cosas tal y como son, llenas de saltos en el tiempo, tanto el pasado como el presente: hablaba de aquellos viajes en coche y de lo que le suger¨ªan, mezclaba a sus amigos de entonces con los de ahora, pasando de Rosa Chacel a su arcang¨¦lica sobrina Teresa o sus querid¨ªsimos Jaime y Luisa Mart¨ª, de Pablo Picasso a Luis Garc¨ªa Montero, del viejo Valle-Incl¨¢n al jovenc¨ªsimo Luis Mu?oz. Algunos de ellos siguen ah¨ª, en las p¨¢ginas de su autobiograf¨ªa, tal y como ¨¦l los dej¨®; otros, la mayor parte de esos nuevos camaradas que le fueron tan cercanos, hemos sido, de momento, suprimidos. ?Por qu¨¦?
La vida de Rafael Alberti cambi¨® mucho a partir de mil novecientos ochenta y siete, cuando sufrimos un grave accidente al regresar, precisamente, de la fiesta que entonces sol¨ªa celebrar cada a?o EL PA?S: al parar en un sem¨¢foro, fuimos arrollados por otro conductor y el resultado fue doblemente desastroso para Rafael, primero porque se rompi¨® una pierna y ello cort¨® gran parte de su actividad, le puso en una silla de inv¨¢lido, lejos de sus amados aviones y sus recitales; segundo, porque hizo a¨²n m¨¢s evidente que su vida necesitaba un cambio, alguna clase de estabilidad mayor que la que supon¨ªa vivir s¨®lo en un ca¨®tico apartamento de la calle Princesa lleno de libros y peri¨®dicos viejos, ropa tirada por cualquier parte, condecoraciones, una bicicleta est¨¢tica, decenas de cheques sin cobrar, cientos de cartas sin abrir... Cuando consegu¨ªa, raramente, que me dejase limpiarle un poco la casa, pod¨ªa encontrarme con cualquier cosa: levantabas un plato del fregadero y sal¨ªan de debajo mosquitos, igual que en lagunas; tirabas de un tomate seco que estaba debajo de un sill¨®n, aplastado sobre un papel, y resultaba que ese papel era un original de Picasso, aunque ¨¦l te dec¨ªa: "No te preocupes, no pasa nada. Ahora mismo lo repaso con unos rotuladores..."
Rafael decidi¨® casarse, con una mujer a la que todos conoc¨ªamos bien desde hac¨ªa alg¨²n tiempo, y ella se impuso como principal tarea de su matrimonio apartarlo de sus buenos amigos. Hay quien dice que para logarlo recurri¨® a toda clase de armas nocivas: la calumnia, el histerismo melodram¨¢tico, las amenazas. Desde luego, lo que es demostrable es que lleg¨® a excluir nuestros nombres -el m¨ªo, los de Garc¨ªa Montero, su sobrina Teresa y sus cinco j¨®venes hijos...- de las nuevas ediciones de La arboleda perdida y a quitarle la dedicatoria a alg¨²n poema que el maestro nos hab¨ªa dedicado. En mil novecientos noventa y seis, incluso, se edit¨® un nuevo volumen de sus memorias en el que su supuesto autor, tan distinto -en realidad, ser¨ªa m¨¢s exacta la palabra opuesto- del verdadero Alberti, dedica peque?as frases envenenadas a algunos de aquellos amigos y familiares. El editor de ese volumen, Mario Muchnik, cuenta en sus recientes memorias algunos episodios, entre divertidos y sonrojantes, que surgieron durante la preparaci¨®n de la obra.
Personalmente, nada de eso tiene para m¨ª el m¨¢s m¨ªnimo inter¨¦s; en primer lugar, porque intentar esconder lo que est¨¢ escrito es un acto tan malvado como ingenuo: no lo llegaron a conseguir ni Hitler, ni Stalin, ni Franco, y menos lo har¨¢n quienes mandan ej¨¦rcitos tan torpes y poco mort¨ªferos; en segundo lugar, porque una figura como la de Rafael Alberti, que est¨¢ entre los grandes constructores de la poes¨ªa moderna, no merece ser salpicada por un barro tan mezquino e in¨²til como ¨¦se. Prefiero acordarme del resto, contar poco a poco el mill¨®n de historias hermosas que empezaron aquellla ma?ana en una cafeter¨ªa de Madrid, mientras iba leyendo en sus reci¨¦n estrenados Versos sueltos de cada d¨ªa este poema suyo que luego, tantas veces, cuando me confesaba que desear¨ªa desaparecer entre las nubes, a bordo de un avi¨®n, libr¨¢ndose as¨ª de asuntos que le aburr¨ªan tanto como los entierros y los discursos, ¨¦l me pedir¨ªa que le recitase de memoria: "Algunos se complacen en decirme:/ Est¨¢s viejo, te duermes,/ de pronto, en cualquier parte./ Llevas raras camisas,/ cabellos y chaquetas estent¨®reos./ Pero yo les respondo/ como el viejo poeta Anacreonte/ lo hubiera hecho hoy:/ -S¨ª, s¨ª, pero mis cientos de viajes por el aire,/ mi presencia feliz, tenaz, arrebatada/ delante de mi pueblo,/ mi voz viva con eco/ capaz de alzar el mar a cimas de oleaje,/ y las bellas muchachas y los valientes j¨®venes/ que me bailan en corro/ y el siempre sostenido, ciego amor,/ m¨¢s all¨¢ de la muerte".
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