Versiones de Dios
El pasado mes de abril, en el auditorio del National Museum of Natural History de Washington, tuvo lugar un incidente peregrino. Bajo los auspicios conjuntos de la American Association for the Advancement of Science y de la Fundaci¨®n Templeton -Templeton es un millonario que ha destinado parte de sus caudales a tender puentes entre ciencia y religi¨®n- se celebr¨® un mano a mano entre dos f¨ªsicos eminentes: el premio Nobel Steven Weinberg y el reverendo John Polkinghorne, recibido como pastor de la Iglesia anglicana despu¨¦s de una carrera as¨¦pticamente profesional. Polkinghorne representaba a quienes opinan que ciencia y religi¨®n son conciliables, es m¨¢s, que es posible llegar a Dios a trav¨¦s de la ciencia (ha escrito libros notables sobre el asunto: v¨¦ase Belief in God in an age of science), y Weinberg defend¨ªa la tesis contraria. Se habl¨® del principio antr¨®pico, que ha resucitado viejos argumentos de¨ªstas para demostrar la existencia de Dios. Y se habl¨® de otras cosas que ser¨ªa enfadoso y prolijo enumerar en este instante. Pero lo curioso, o al menos lo memorable, es que Weinberg perdi¨® de pronto la compostura. Tras aseverar literalmente que "hemos comprobado que hay gente buena que hace cosas buenas y gente mala que hace cosas malas, pero se necesita la religi¨®n para explicarse por qu¨¦ la gente buena hace cosas malas", aventur¨® en voz alta que tal vez la cuesti¨®n quedar¨ªa zanjada si un rayo ca¨ªdo del cielo fulminaba en ese momento a su colega Polkinghorne. ?ste observ¨® en broma que su Dios no era el tipo de Dios capaz de tales ejecuciones y que Weinberg le estaba planteando un terrible problema teol¨®gico. A lo que Weinberg contest¨® con una fresca que quedar¨¢ en los anales: "El problema no ser¨ªa de teolog¨ªa", dijo, "Ser¨ªa de profilaxis".Tres puntos merecen recordarse. El primero es que Polkinghorne aguant¨® mansamente el chaparr¨®n. Achaco esta paciencia admirable a las habilidades curriculares que uno debe aprender cuando oposita a pastor anglicano, y no a?ado una tilde m¨¢s. El segundo es que Weinberg ha perdido a buena parte de su familia en los campos de concentraci¨®n nazis y no termina de resignarse a la idea de un Dios a quien atribuir -y agradecer- el actual estado del mundo (v¨¦ase "A designer universe?"; Steven Weinberg, The New York Books, 21 de octubre de 1999). Por ¨²ltimo est¨¢ lo que realmente me ha movido a escribir este art¨ªculo: y es que el zipizape ocurrido en Washington prueba que, despu¨¦s de transcurrido m¨¢s de un siglo desde que Nietzsche anunci¨® la muerte de Dios, ¨¦ste no se decide a morir, o, si prefieren, no acaba de tomar el portante y ausentarse de la conciencia de los contempor¨¢neos. En particular, sigue habiendo cient¨ªficos prestos a adoptar los argumentos de¨ªstas, tan contrarios a todo precepto de econom¨ªa l¨®gica. A explicar por qu¨¦ lo ¨²ltimo es comprensible, y a la vez irrelevante desde una perspectiva aut¨¦nticamente religiosa, y a destacar la relevancia de esta irrelevancia -perdonen el retru¨¦cano- dedico las l¨ªneas que siguen.
Constituye un dato hist¨®rico que Dios y la ciencia moderna convivieron pasablemente bien en un primer momento. De hecho, las primeras tensiones entre ciencia y fe empiezan a registrarse en Gran Breta?a a finales del XVIII, y no en el terreno de la f¨ªsica, sino en el de la geolog¨ªa. Pioneros como Hutton fecharon la antig¨¹edad de la Tierra en ¨¦pocas incompatibles con las se?aladas por la Biblia, y ello encendi¨® las luces de alarma en algunas sedes metropolitanas. Pero, haciendo balance, nos encontramos con que no llegaron a tirarse los trastos a la cabeza f¨ªsicos y cl¨¦rigos. Es m¨¢s: aqu¨¦llos no dudaron en acudir a Dios para vadear tal cual dificultad t¨¦cnica. Es famoso el caso de Newton, quien extrajo a Dios de su chistera de te¨®logo aficionado con el objeto de resolver, o, mejor, de liquidar, la propensi¨®n de algunos de sus planetas a desorbitarse y vulnerar la armon¨ªa del universo (existe un cl¨¢sico sobre el asunto: The metaphysical foundations of modern physical science, de E. A. Burtt; y tambi¨¦n un libro interesant¨ªsimo sobre este y otros temas aleda?os de Antonio Fern¨¢ndez Ra?ada: Los cient¨ªficos y Dios). Por encima de estos oportunismos pintorescos, sin embargo, est¨¢ el hecho de que el de¨ªsmo puede operar, y en la pr¨¢ctica opera con frecuencia entre los cient¨ªficos, a la manera de un seguro o dispositivo psicol¨®gico contra el canto de sirenas del escepticismo. Les cito un episodio recient¨ªsimo: a impulso de historiadores de la ciencia como Kuhn o MacLeod ha cobrado cuerpo e influencia una doctrina que circula por ah¨ª con el nombre de "constructivismo". Los constructivistas sostienen -irrefutablemente- que la actividad cient¨ªfica es una actividad humana sujeta a las servidumbres de todo lo humano y se proponen estudiarla con los instrumentos de la sociolog¨ªa. Esto no semeja, de momento, demasiado alarmante, pero las consecuencias distan de ser veniales: los constructivistas renuncian a concebir las ideas cient¨ªficas como reflejo de una realidad objetiva y preexistente, y las tratan m¨¢s bien como art¨ªculos de intercambio simb¨®lico dentro de un entramado hist¨®rico y social concreto. El resultado extremo, e indeseado por muchos constructivistas, es que la historia de la ciencia acaba por confundirse con la antropolog¨ªa cultural, la ciencia misma queda apeada de su pedestal y se abre un agujero o furaco por donde mete finalmente la cabeza el relativismo posmoderno, con su collera de campanitas retozonas y mareantes. El propio Weinberg ha sostenido luchas feroces con los posmodernos a ra¨ªz del affaire Sokal y otros piques gremiales. Los actos de fe de¨ªsta, pese a carecer de fundamento racional, abrigan no pocas veces la virtud de inmunizar al cient¨ªfico contra estas regurgitaciones procedentes de la filosof¨ªa. Primero, el cient¨ªfico interpreta sus pensamientos como esbozos y aproximaciones groseras al pensamiento de Dios; luego, dado que el pensamiento de Dios rige objetivamente el mundo, se transita a la idea de que los otros pensamientos, quiero decir, los del cient¨ªfico, bien que a tientas y todav¨ªa en borr¨®n, resumen tambi¨¦n, a su manera, los principios, los internos compases, de la gran m¨¢quina natural. Y ya est¨¢, ya se ha puesto el cient¨ªfico a salvo de cavilaciones ag¨®nicas sobre la validez de la ciencia. Hacia ah¨ª apunta, m¨¢s o menos, la religiosidad c¨®smica de Einstein. A Einstein le falt¨® s¨®lo, para ser un de¨ªsta ortodoxo, proyectar su religiosidad en un dios personal. Pero, en fin, permanecemos, m¨¢s o menos, en el Dios de los de¨ªstas. En Dios como garant¨ªa del orden, belleza y simetr¨ªa del cosmos. O, si prefieren, en un dios terap¨¦utico. Contra la raz¨®n en crisis..., el euforizante espiritual que es Dios.
El caso, sin embargo, es que esto da igual. Al menos ha empezado a parecerme que daba igual. Y no s¨®lo por el car¨¢cter utilitario, o mejor ser¨ªa decir mundano, del argumento que acabo de exponer, sino porque el propio de¨ªsmo ha terminado por antoj¨¢rseme una forma de fe aguada y adjetiva. Si Dios existe, existe, y si existe, ha de existir con todas las consecuencias: no para confirmar pasivamente nuestras ideas sobre el mundo o la moral, sino, quiz¨¢, para contravenir nuestras ideas sobre el mundo y la moral. Natural-
Versiones de Dios
mente, debo decirles c¨®mo llegu¨¦ a semejante conclusi¨®n. No fue yendo a la iglesia -no soy practicante-, ni rezando -no soy creyente-, sino que fue mientras ventilaba tareas propias de mi profesi¨®n, que durante un tiempo ha sido la filosof¨ªa en su acepci¨®n acad¨¦mica. Estaba leyendo la correspondencia entre Leibniz y Arnauld cuando me tropec¨¦ con algo que no comprend¨ª, pero que intu¨ª que ten¨ªa sentido. Arnauld y Leibniz se hab¨ªan enzarzado en torno al problema de la libertad: conforme a la filosof¨ªa leibniziana, todo se halla racionalmente prefijado, hasta el punto de que mis m¨¢s m¨ªnimos accidentes -el viaje que voy a hacer, el boleto de loter¨ªa que voy a comprar- forman parte de un orden estatuido desde el principio de los tiempos. A vista de p¨¢jaro, esto parece anular mi libertad de decisi¨®n y, por tanto, mi libertad en general. Pero a Arnauld, y de ah¨ª brot¨® mi sorpresa, no le inquietaba particularmente la suprimida libertad del hombre. Lo que le preocupaba era la menguada libertad de Dios. Le vejaba que Dios estuviese constre?ido a ce?irse a unas pautas que le ataban las manos y le imped¨ªan ser cabal y prepotentemente Dios. Lo que Arnauld ten¨ªa cerca del coraz¨®n, en fin, no eran los t¨ªteres: era el Gran Titiritero.Este asombroso desplazamiento del centro de gravedad moral hacia Dios se nos antoja ahora patol¨®gico, si no ininteligible. Pero integra una respuesta en absoluto pueril a un dilema que recorre de lado a lado la teolog¨ªa cristiana: o concedemos a Dios plena autonom¨ªa de pensamiento y voluntad -y entonces podemos aterrizar en el Dios ol¨ªmpico y ajeno de Descartes, quien admiti¨® que no ser¨ªa inhacedero para el Sumo Creador decretar que dos m¨¢s dos son cinco, o que los ¨¢ngulos de un tri¨¢ngulo suman m¨¢s de ciento ochenta grados- o lo concebimos como un resumen idealizado de las cosas que aprecian, piensan y desean los t¨ªteres. O sea, los hombres.
Mientras la Palabra Revelada mantuvo su prestigio indiscutido fue dable moverse entre los dos cuernos del dilema. La Palabra Revelada, adem¨¢s de manifestar la discrecional¨ªsima voluntad de Dios, iba envuelta en retazos no desde?ables de derecho positivo y relativo sentido com¨²n, y por ese hilo cab¨ªa sacar el ovillo de un compromiso: un compromiso entre Dios y nuestra experiencia cotidiana. Basta, sin embargo, que se haga caso omiso de la Palabra Revelada para que el segundo cuerno del dilema muestre su condici¨®n astifina. ?Por qu¨¦? Porque Dios, separado de su Voz y despojado adem¨¢s de su autonom¨ªa, se desactiva, quedando reducido a mero garante de cosas tales como la racionalidad cient¨ªfica o las reglas morales codificadas en el derecho natural. Y para este viaje, en realidad, no necesit¨¢bamos alforjas. Un Dios que surge del hombre por un proceso de superfetaci¨®n, o abundamiento del hombre, es un Dios redundante, es un hombre bis. Es un eco ampuloso y teatral de nuestros human¨ªsimos -y respetab¨ªlisimos- prejuicios. Luego el Dios de los de¨ªstas es terap¨¦utico, s¨ª, aunque superficial. No puede ser un Dios que satisfaga al que se toma seriamente a Dios. El que se toma seriamente a Dios, o no cree en Dios o cree en un Dios que no es el del reverendo Polkinghorne. Todav¨ªa peor: el Dios de Polkinghorne no sirve para contestar a la pregunta de Weinberg. Que es la de c¨®mo, siendo todo bondad, bondad en el sentido que nosotros, los t¨ªteres, damos a la palabra bondad, resulta ser, a la vez, un Dios que ha permitido el Holocausto. Naturalmente, est¨¢n las teodiceas. Pero el que se consuela con las teodiceas tradicionales es que es capaz de consolarse con cualquier cosa.
Me estoy expresando, claro, como un hombre secularizado, esto es, un hombre que no puede, ni quiere, pensar en formatos m¨¢s capaces que los meramente humanos. Contra los creyentes genuinos no tengo respuesta. Ante ellos, me confieso inepto. Inepto por inexperimentado.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.