Convivencia multi¨¦tnica en el tajo
Sus fogatas empiezan a humear para calentar las fiambreras de aluminio y escapar del fr¨ªo de diciembre. Su presencia es la ¨²nica nota de humanidad que flota en un solar inmenso, de 25 hect¨¢reas, como el de La Maquinista, donde emerge ya otro gran centro comercial en construcci¨®n rodeado de un universo poblado ¨²nicamente de gr¨²as y excavadoras. Ellos constituyen un ej¨¦rcito de alba?iles, encofradores y yeseros que, si no fuera por el color de su piel, sus acentos y por la moderna maquinaria que utilizan, se asemejar¨ªan a los que recalaron por millares en Barcelona atra¨ªdos por las obras de la Exposici¨®n Universal, primero, y por las del metro, despu¨¦s.Da igual que hayan llegado en tren o jug¨¢ndose la vida en las pateras. Son las ¨²ltimas hornadas de inmigrantes que trabajan en las obras que se efect¨²an en los terrenos de La Maquinista; obras que est¨¢n a cargo de una mara?a de empresas que se nutren de obreros espa?oles y de otros muchos llegados del norte de ?frica y de Portugal. Juntos forman una aut¨¦ntica ciudad multi¨¦tnica que convive sin problemas porque les une el mismo af¨¢n: ganarse la vida mientras dure la euforia de la construcci¨®n.
Cuando paran para comer se distribuyen en corrillos por nacionalidades al calor de las hogueras. Sus econom¨ªas de guerra les inducen a traer de casa los alimentos. Tan s¨®lo se permiten el que para ellos es un peque?o lujo: acercarse a tomar caf¨¦ a un bar de Sant Andreu. Se muestran parcos en palabras delante de desconocidos, y no s¨®lo porque el tiempo de descanso es breve y lo aprovechan para hablar de sus cosas. Sobre su llegada y su situaci¨®n legal prefieren mantener silencio. Sus compa?eros de aqu¨ª les respetan porque les reconocen su ah¨ªnco por salir adelante y porque, como dice un alba?il de mediana edad, "?qui¨¦n no ha sido inmigrante antes o despu¨¦s en Barcelona?".
Mientras se caldea la legumbre, sus bocas permanecen selladas. Apenas se les escapa alg¨²n lamento sobre lo mucho que trabajan. No ocultan la distancia que separa su vida real de lo que sus compatriotas afincados aqu¨ª les hab¨ªan contado. Para ganar un sueldo que les permita sobrevivir tienen que trabajar una gran cantidad de horas. El que parece mayor asiente con la cabeza a las palabras de sus compa?eros sobre el largo camino recorrido, al tiempo que un tercero apostilla: "Total, tanto esfuerzo para esto".
Pese a todo, y a la rigidez de los horarios laborales, a ninguno de ellos le pasa por la mente emprender el camino de vuelta.
Vi¨¦ndoles avanzar sorteando las zanjas a paso lento con las ropas de trabajo manchadas de cemento, sin m¨¢s horizonte que el cercano trazado del ferrocarril por donde deb¨ªa discurrir el tren de alta velocidad (AVE) y la c¨²pula de la parroquia situada en la plaza de Orfila, se percibe en sus caras la huella de la inmigraci¨®n. Siempre la misma sensaci¨®n de planta reci¨¦n trasplantada, el mismo esfuerzo por adaptarse a un nuevo lugar, da igual que el pa¨ªs de origen est¨¦ cerca o lejos.
Un paisaje desolado, que alberg¨® a una de las empresas barcelonesas m¨¢s importantes, aparece ahora con sus entra?as al descubierto en espera de que se levanten centenares de pisos y un centro de gran superficie en un terreno que en uno de sus lados mide la distancia equivalente a la que separa la barcelonesa plaza de Catalunya de la estatua de Col¨®n.
En este descampado situado junto al puente de Calatrava, entre la calle de Bac de Roda y el nudo de la Trinitat, transcurre la mayor parte del tiempo de estos trabajadores inmigrantes. Entre compa?eros que hablan otras lenguas y capataces que escriben carteles como el que se lee en una caseta de obras de la empresa Comsa: "Prohibido aparcar el coche delante de la puerta"; a continuaci¨®n alguien escribi¨® con tono m¨¢s amenazante: "Que sea la ¨²ltima vez que dej¨¢is el coche delante".
Desde la antigua entrada de La Maquinista destacan unos enormes monolitos de hierro oxidado que marcan el camino hasta el gigante rectangular que acoger¨¢ el centro comercial. Cuentan ex empleados de la f¨¢brica que visitan de vez en cuando la zona, que al filo del mediod¨ªa a¨²n les parece o¨ªr el sonido de la campana anunciando la entrada y salida de una riada humana de trabajadores que daba gusto mirar. Sus campanadas las llevan grabadas en la memoria y es que algo especial deb¨ªan de tener para que Anselm Clav¨¦ se inspirara en su ta?ido para componer su Oda a La Maquinista. Pero aquellos eran otros tiempos.
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