Romeo juega al f¨²tbol
Un asombroso cambio en los rituales de la euforia nos lleva a una conclusi¨®n reconfortante: el erotismo se est¨¢ apoderando del f¨²tbol. Han pasado los tiempos de caos en que los chicos se apilaban en confusas montoneras para celebrar cualquier golito de rebote. Nadie discute que esa f¨®rmula tumultuaria de cantar victoria tuviera algunas ventajas; en primer lugar, porque nos ofrec¨ªa la oportunidad de admirar aquellos retratos de Ra¨²l Cancio en los que descubr¨ªamos la semejanza profunda entre el ¨¢rea de penalti y las playas de Iwo Jima. Pero ten¨ªa tambi¨¦n algunos inconvenientes: no nos referimos a la caterva de censores que denunciaban los supuestos pellizcos, frotamientos y otras efusiones clandestinas que pudieran camuflarse en aquella mara?a de pantorrillas. Estamos hablando de los largos segundos en los que, con el coraz¨®n encogido, los espectadores esper¨¢bamos a que se deshiciera el ovillo para comprobar que el autor del gol hab¨ªa salido indemne.Sin duda convencido de que las relaciones entre competidores deb¨ªan ser revisadas con urgencia, Michel, el hombre que hab¨ªa resuelto la ecuaci¨®n de los llamados centros-banana, hizo un desesperado intento de terminar de una vez por todas con la epidemia de empujones, torceduras de brazo y otras sevicias que amenazaban con degradar el juego de ¨¢rea hasta extremos intolerables. ?Qu¨¦ hizo para remediar el asunto? Todo el mundo lo sabe: ponerle las cosas en su sitio al algodonoso Carlos Pomp¨®n Valderrama. Sin embargo, en lugar de valerle alguna menci¨®n honor¨ªfica, aquella gentil disposici¨®n, que pod¨ªa haber acabado con la dudosa fama del Fondo Sur del Bernab¨¦u, le procur¨® un sinf¨ªn de desventuras, desde cierta cancioncilla zumbona que le perseguir¨ªa durante a?os hasta las interminables disculpas que hubo de pedir a sus amigos m¨¢s puntillosos, sin olvidar las miradas de sospecha o de lascivia con que le taladraban, muac, muac, algunos circunstanciales compa?eros de ascensor. Aunque no se ha resuelto el debate sobre la grandeza de su sacrificio, toc¨®logos, antrop¨®logos y vulcan¨®logos le deben una explicaci¨®n.
Fue en el Mundial USA cuando las costumbres de los goleadores sufrieron un vuelco inesperado. De repente Mazinho marc¨® un gol; form¨®, hombro con hombro, junto a Romario y Bebeto, y se puso a acunar al beb¨¦ invisible para estupor de unos mil millones de espectadores entre hoolligans, ni?eras, ping¨¹inos y esquimales. Sin perjuicio del aumento del ¨ªndice de natalidad, el gesto pudo ser interpretado como un vano intento de redenci¨®n, porque, dig¨¢moslo ya, en su propia casa el futbolista-medio suele ser considerado un pelma que se pasa la vida de viaje, y ni siquiera est¨¢ probado que alguno de ellos haya sido visto calentando un biber¨®n.
Recientemente, los usos de nuestros m¨¢s afamados artilleros han dado un sesgo definitivo. Ahora, en vez de recurrir al zafio corte de manga, festejan sus goles dando un chupet¨®n a sus anillos de compromiso. No importan la rudeza, la dificultad y la trascendencia de la jugada: cuando llega el momento se deshacen de sus colegas, miran el palco que t¨² y yo sabemos, amor m¨ªo, y se besan apasionadamente el metacarpiano.
Hay divisi¨®n de opiniones sobre los or¨ªgenes y significados de esta rom¨¢ntica costumbre. Puede ser que nuestros cracks se hayan enamorado perdidamente. O que la plaga de caranto?as estuviera predestinada desde el d¨ªa en que un desaprensivo hizo la primera. No es que desde entonces los goleadores carezcan de libertad, pero, ?qui¨¦n tiene agallas para volver a casa sin haber hecho la oportuna dedicatoria?
Por si acaso, y ahora que lo pienso, muac, muac, muac.
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