Comuniones
El mes de las comuniones pas¨®, pero sus restos perviven en los escaparates de los estudios fotogr¨¢ficos, en los de las tiendas de regalos. Retratos cicl¨®peos observan la calle, rostros inexpresivos de ni?os que sufren el trance de dejar de serlo, documentos gr¨¢ficos de ese instante escurridizo que sirve de bisagra entre la infancia y otra edad mucho m¨¢s turbia y dificultosa, cuyos l¨ªmites y contenidos resulta imposible definir con demasiada precisi¨®n. Si no supi¨¦ramos lo que los ni?os se juegan en ese cambio, estar¨ªamos impelidos a re¨ªr ante los costosos disfraces, las barrocas vestiduras de almirantes, contraalmirantes, princesas y emperatrices. Estampados en sus fotos, con las manos cruzadas sobre el devocionario, los ni?os mueren en los retratos, sobre un fondo de alborada, frente al atrezzo minimalista de un banco de jard¨ªn, de una paloma sagrada: el adulto que estar¨¢ obligado a ser con mucho dolor brota de ¨¦l sin que ¨¦l lo sepa, rompiendo en silencio la cris¨¢lida frente al objetivo, proclamando que aquella escena es irrepetible de nuevo. Los cuerpos nos parecen diminutos y las miradas despejadas pero esos ni?os van uniformados de militares y de novias; de repente han de abandonar los juguetes para hacerse cargo de la disciplina real de la vida, han de ingresar en el gran orden del mundo que va a exigir de ellos la maternidad y la violencia.En las sociedades primitivas se conoce con el nombre de rito de paso a este puente intermedio entre la infancia y la madurez, a esta pasarela que el ni?o cruza para despojarse de su inocencia original y asumir el poder y el horror de ser adulto. Los ritos de paso est¨¢n llenos de crueldad, de sangre, porque el mundo de los hombres es brutal, hermoso y salvaje, sin ambages: los libros de antropolog¨ªa se hallan poblados de peleas, celebraciones de la menarca, pinturas votivas, misterios, circuncisiones, y el dolor y las cicatrices son cap¨ªtulos obligatorios en una ceremonia que tiene por objeto una exaltaci¨®n ¨²ltima. Mediante el sufrimiento, se produce la muerte de la antigua condici¨®n y el renacimiento bajo la forma del adulto, con la que el ni?o adquiere autoridad propia, nombre, futuro. Miro las fotograf¨ªas de los escaparates y me pregunto qu¨¦ hay de eso en aquellos ni?os casi atontados, drogados por las pilas de regalos, aleccionados por sesiones maratonianas de catequesis. Me consta que en la sociedad occidental existe un obst¨¢culo que las primitivas no conocen, y es el de la adolescencia: ese estado m¨®rbido intermedio, ese limbo en el cual el ni?o no es adulto ni es ni?o, y que sirve para masturbarse, cuestionar la existencia divina y sustentar las multinacionales de hamburguesas. Los seres de las fotograf¨ªas no se convierten en adultos, sino en ese tercer monstruo resbaladizo y oscuro, manchado de granos, insoportable y angustiado. La madurez se retrasa sin remedio y no hay ninguna instant¨¢nea que nos revele su llegada: a veces, incluso las fotograf¨ªas de promoci¨®n universitaria o las de la boda muestran a un adolescente m¨¢s viejo, caprichoso e in¨²til, que todav¨ªa no ha llegado a hacerse cargo de la trayectoria de su existencia. En ?frica, en cuanto se recupere de sus lesiones, el hombre nuevo saldr¨¢ a cazar o a morir en combate; despu¨¦s de la comuni¨®n, nuestros ni?os se sentar¨¢n a jugar a la videoconsola y nos contestar¨¢n con voces si les exigimos que bajen los pies de la mesa porque acabamos de limpiar el cristal.
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