Cr¨ªmenes y plegarias
Madrid bien vale una misa, o mejor un v¨ªa crucis, nadie puede aprehender el esp¨ªritu, absorber la esencia de esta ciudad capital, tan lev¨ªtica como anticlerical, sin traspasar los atrios de sus antiguas iglesias y de sus recoletos conventos, recintos milagrosamente preservados de mundanales asechanzas, a salvo, por el momento, de especulaciones inmobiliarias y recalificaciones urban¨ªsticas, protegidos por su aura sagrada, hist¨®rica y monumental cuyo radio de acci¨®n no alcanza a su entorno m¨¢s cercano como puede corroborarse en esta plaza del Conde de Miranda, enclavada en el cogollo del viejo Madrid, a dos pasos de la plaza Mayor y a otros tantos de la municipal plaza de la Villa. Las mejores vistas de esta plazuela, larga y angosta, se contemplan desde el moderno edificio que le naci¨® en uno de sus costados, una brecha m¨¢s en el flanco d¨¦bil de este barrio primordial, meollo de la Villa cuando a¨²n no era Corte, solar de nobles linajes, piadosas fundaciones y poderosas instituciones.
Revestido de ladrillo, discreto en altura y proporciones, el nuevo bloque, nuevo porque veinte a?os no son nada y menos aqu¨ª, hace lo que puede, que no es mucho, para integrarse en el paisaje anta?¨®n y severo del barrio de Los Austrias, como le llaman en las gu¨ªas y los folletos.
Un barrio condenado a ser museo, itinerario hist¨®rico, rom¨¢ntico y tur¨ªstico, que conviene abordar con nocturnidad para no cruzarse en el camino con la prosaica fauna burocr¨¢tica que lo habita en horas de oficina, un barrio disecado y embalsamado sin comercios ni tr¨¢fico.
Descubierto, desprotegido, privado de su intimidad y su misterio por la irrupci¨®n en su frontera de un Madrid m¨¢s bullicioso y agitado, el convento de las Carboneras, que cierra la plaza, alberga tras su sencilla y severa fachada una atm¨®sfera de recogimiento y de silencio que subrayan m¨¢s que rompen los bisbiseos y murmullos piadosos, salmodias y plegarias de las monjas enclaustradas detr¨¢s de la amplia y tupida celos¨ªa situada al fondo del templo.
Desde la penumbra de su clausura, las monjas rezadoras imponen su et¨¦rea presencia a los fieles que, motivados por su ejemplo y conscientes de su celosa vigilancia, se mueven y comportan con comedimiento, extremado a¨²n m¨¢s por la exposici¨®n perpetua del Sant¨ªsimo Sacramento, privilegio otorgado hace siglos a este madrile?¨ªsimo y discret¨ªsimo cenobio que no suele figurar en los circuitos tur¨ªsticos del barrio de los Austrias como lugar de visitas.
Los intrusos que, llamados por la curiosidad, traspasan su puerta, guardada por un asc¨¦tico y cabizbajo mendigo rubio y extranjero, tal vez emigrado desde la cat¨®lica Polonia, tratan de pasar inadvertidos y se mimetizan con el entorno. Turistas, sin fe, pero de buena fe, se santiguan a la buena de Dios y ejecutan peculiares y apresuradas genuflexiones.
La iglesia de las madres jer¨®nimas del Corpus Christi parece un lugar propicio para conversiones, penitencias y arrepentimientos. A las monjas de este convento las llaman los madrile?os carboneras por una imagen de la Virgen que, seg¨²n la tradici¨®n, hallaron entre los carbones unos muchachos cuando estaban edificando el templo, una fundaci¨®n de principios del siglo XVII creada por do?a Beatriz Ram¨ªrez de Mendoza, condesa de Castellar, en unos terrenos que pertenec¨ªan a su mayorazgo.
En la sencilla fachada principal del edificio, obra de Miguel de Soria, destaca un relieve con las figuras orantes de santa Marta y san Jer¨®nimo y en su interior se guardan valiosas pinturas oscurecidas por el tiempo y el holl¨ªn de los cirios. El altar mayor est¨¢ presidido por una ?ltima cena del pintor italiano espa?olizado Vicente Carducho.
Entre las plazas de los condes de Barajas y de Miranda estuvo el palacio de los C¨¢rdenas, popularmente conocido como Casa de los Salvajes por las dos figuras de piedra que figuraban a los lados del balc¨®n principal; tan tremendas deb¨ªan de ser, que los madrile?os se serv¨ªan de ellas para asustar a los ni?os que se portaban mal: "Si te sigues sacando los mocos te llevaremos con los Salvajes", amenazaban las madres, y a los infantes se les ven¨ªan a las mientes las gre?udas y terribles efigies y las tremebundas leyendas que corr¨ªan sobre lo que pasaba en el interior del edificio que tan fieramente vigilaban aquellas ex¨®ticas criaturas.
La Casa de las Salvajes cay¨® bajo la piqueta en el primer tercio del siglo XX, tal vez el que orden¨® su demolici¨®n era uno de aquellos ni?os asustados que quiso librarse por fin de una pesadilla que, como se pondr¨ªa de manifiesto en 1913, iba a adquirir visos de espantosa realidad cuando durante una pesquisa policial apareciese, emparedado en uno de los innumerables recovecos del viejo caser¨®n, un cuerpo humano, el de Rodrigo Garc¨ªa Jal¨®n, se?orito juerguista y jugador, v¨ªctima de la codicia de un capit¨¢n que ejerc¨ªa funciones de conserje en el edificio, sede por entonces de un organismo militar.
El crimen del capit¨¢n S¨¢nchez se convirti¨® r¨¢pidamente en uno de esos cr¨ªmenes hist¨®ricos que enriquecen el acervo folcl¨®rico de la ciudad y acreditan su cr¨®nica y su leyenda negras. Tema para coplas y romances, dramatizaciones y m¨¢s tarde para filmes y series de televisi¨®n. El suceso no daba para menos por su morbosa lista de ingredientes, lujuria, incesto, sangre, codicia y una ficha de ruleta como prueba principal de la acusaci¨®n.
El otro crimen de la Casa de los Salvajes fue el de su demolici¨®n. En el Palacio de C¨¢rdenas y en otros nobles edificios, presentes o ausentes en la zona, tuvieron sus solares las m¨¢s rancias, nobles y valerosas estirpes guerreras madrile?as, distinguidas en la lucha comunera en uno y otro bando, capitanes que se cubrieron de gloria en San Quint¨ªn o legendarios diplom¨¢ticos, como don ??igo de C¨¢rdenas y Zapata, ingenioso embajador ante la corte francesa de Enrique IV, el rey navarro y hugonote que se convirti¨® al catolicismo al grito de: "Par¨ªs bien vale una misa".
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