La mirada de una oveja
En una de las cr¨®nicas de la conquista de Am¨¦rica hay un expresivo relato sobre el efecto que la visi¨®n de las llamas y alpacas produjeron en la expedici¨®n de espa?oles junto a las costas de Per¨². Pizarro y sus compa?eros hab¨ªan recorrido miles de kil¨®metros cuando avistaron en el mar algo parecido a una casa flotante. Se trataba de una gran barca donde los incas se desplazaban con sus mejores galas, cargando todo tipo de productos y animales. Entre ellos, llamas y alpacas, que los espa?oles no hab¨ªan visto nunca, y que enseguida les sorprendieron, pues les recordaban ovejas, s¨®lo que desprovistas de su mansedumbre. Ovejas que caminaran erguidas, en una actitud de orgullo y desaf¨ªo que no parec¨ªa propia de un animal dom¨¦stico.
Todas las tierras generan una abundante literatura encaminada a definir aquello que les constituye, desde un punto de vista geogr¨¢fico o antropol¨®gico, y con ella, numerosos t¨®picos o lugares comunes que, una vez establecidos, no ser¨¢ f¨¢cil combatir. As¨ª, y tal como recientemente nos ha recordado el inefable Arzalluz, los vascos ser¨ªan hombres de acci¨®n, amigos de las armas y de las haza?as b¨¦licas; los castellanos, distantes y un poco autistas; los gallegos, desconfiados; los catalanes, unos materialistas, y los andaluces, algo insustanciales. Pero estos t¨®picos est¨¢n lejos de responder a la verdad de las gentes que pueblan todos esos lugares. Por ejemplo, raras veces se menciona la niebla cuando se habla de Castilla. Sin embargo, Valladolid es una ciudad con abundantes nieblas invernales, y en mis recuerdos la niebla ocupa un lugar relevante. La imagen del p¨¢ramo, de la llanura inmensa, apenas alterada por peque?os y pelados tesos, s¨ª forma parte, sin embargo, de esa imagen manida de lo castellano. Un paisaje que, no sin raz¨®n, ha sido comparado con el del mar. Recuerdo los viajes por esos lugares, casi siempre acompa?ando a mi padre, que iba con frecuencia al pueblo desde Valladolid para atender la labranza y su granja av¨ªcola. Pero la tierra que ve¨ªan mis ojos desde la ventanilla del coche era una tierra cubierta de los verdes campos de los cereales, con peque?as laderas salpicadas de chopos, olmos, encinas y carrascales, plagadas en primavera de las hermosas y dulces flores de la jara y de la retama. Una tierra donde pod¨ªan hallarse todos los insectos del mundo, los zapateros y los caballitos del diablo junto a las charcas, los feroces mosquitos en las alfalfas y en las tierras de regad¨ªo, las pertinaces moscas junto al ganado y en el interior de las casas; pero en la que tambi¨¦n abundaban las caballer¨ªas y los otros animales dom¨¦sticos, gallinas, ovejas, cerdos y vacas; y, por encima de todo, los perros y los burros, que siempre fueron mis preferidos.
Y es curioso, pero esa tierra nada tiene que ver en mi memoria con la austeridad. Nuestros amigos del pueblo eran divertidos, ocurrentes y audaces, capaces de los mayores atrevimientos; y recuerdo a las chicas de all¨ª, siempre agit¨¢ndose como palomas, ri¨¦ndose hasta cuando fregaban las escaleras, lo que sol¨ªan hacer a gatas, dejando frente a ellas un rastro de h¨²meda luz. Nuria Amat, en su ¨²ltimo y precioso libro, recuerda a una de estas chicas fregando cansinamente el suelo, y compara su figura con la de un caracol. Mi recuerdo va unido a la velocidad, casi al j¨²bilo. Caracoles con los cuernecitos levantados, dejando aquel rastro transparente de babas sobre el que daban ganas de poner los labios. Tambi¨¦n recuerdo las carreras en bicicleta, los ba?os llenos de gritos en el canal, las persecuciones por los patios y la presencia constante de animales imprevisibles y no menos veloces que nosotros: los vencejos, los ratones, los peces escurridizos, las ranas, los conejos y las abubillas, que eran aves de hermosos y coloreados plumajes que parec¨ªan haberse desviado de su ruta y estar pregunt¨¢ndose por lo que hac¨ªan en aquellos campos pelados, lejos de las selvas y de los aullidos de los monos. Un mundo de velocidad, de r¨¢pidos destellos, al que suced¨ªa la quietud de las siestas, del tiempo que se inmovilizaba en las lentas tardes de verano, donde hasta el vuelo de una mosca ten¨ªa el sonido de los helic¨®pteros y de los peque?os motores de explosi¨®n.
Y sobre todo, la conversaci¨®n, el don inagotable de la palabra. Es curioso, pero jam¨¢s recuerdo a Castilla como un lugar de silencio, sino un lugar locuaz, animoso, hecho de conversaciones inagotables. Las de nuestros amigos, las de las chicas de servicio, las de los adultos que, en compa?¨ªa de mi padre, ¨ªbamos a visitar mientras trabajaban. El guarnicionero, el carpintero, el herrero y tantos otros, entre los que destacaban los gitanos. En ese tiempo hab¨ªa muchos en el pueblo y se dedicaban b¨¢sicamente a comerciar con ganado. Eran h¨¢biles vendedores y su locuacidad no conoc¨ªa fin. Tampoco su poder de seducci¨®n. Mi padre lo sab¨ªa y, aun as¨ª, se prestaba a sus tratos. Eran capaces de venderle cualquier cosa, porque no pod¨ªa resistirse a aquel lujo de su invenci¨®n verbal, a aquella capacidad para sorprender, para encontrar argumentos disparatados, salidas brillantes, casi siempre inciertas, que, sin embargo, arrojaban sobre aquella tierra un manto de invenci¨®n y de alegre fantas¨ªa, m¨¢s verdadera que muchas de las otras supuestas verdades con que luego se la defin¨ªa.
No creo que el escritor invente nada. Escribir es asomarse a un lugar preexistente, y dejar constancia de lo que se halla en ¨¦l. La imaginaci¨®n es la facultad que nos permite dar con los resortes que abrir¨¢n sus accesos. Creo haber visitado a lo largo de mi vida varios de esos lugares esenciales. El lugar donde se abrazan los amantes, el lugar donde duermen los ni?os, aquel otro desde el que nos miran los animales, ese dulce y terrible donde un ser querido nos tiende su mano antes de morir... Todos est¨¢n vinculados a Castilla. S¨¦, sin embargo, que s¨®lo podr¨ªa definir estas tierras diciendo que fue en ellas donde adquir¨ª la t¨ªmida, y a menudo dolorosa, costumbre de visitar tales lugares de la alteridad. Nada nuevo, sin duda, que no creo necesario hacer expl¨ªcito. Para los incas, las llamas estaban lejos de ser animales ex¨®ticos. Viv¨ªan a su lado y se confund¨ªan con nuestras pacientes ovejas, eso era todo. Claro, que es entonces cuando empieza el verdadero problema, un problema ante el que las preguntas por lo vasco, lo catal¨¢n o lo castellano, por ejemplo, no son sino tediosos y, a menudo, sombr¨ªos juegos de mesa. Porque, ?sabemos acaso lo que oculta la mirada de una oveja?
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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