Un pa¨ªs fascinado por la muerte
La inminente ejecuci¨®n por inyecci¨®n letal que Timothy McVeigh voluntariamente decidi¨® no apelar ha desatado en Estados Unidos otra ola de discusi¨®n sobre el eterno tema de la pena de muerte. Siempre ha llamado la atenci¨®n que sea este pa¨ªs, campe¨®n de la democracia y del respeto a los derechos humanos, el lugar donde m¨¢s se aplica esa sanci¨®n. Quiz¨¢ haya otros pa¨ªses en el mundo -China, por ejemplo- en los que se realicen m¨¢s ejecuciones si se cuentan las clandestinas o veladas por razones pol¨ªticas.
En Estados Unidos no ocurre eso: las ejecuciones de criminales son perfectamene conocidas, anunciadas, descritas y comentadas por los medios de prensa sin la menor restricci¨®n, lo que permite tener una estad¨ªstica muy actualizada y precisa de su volumen y sus ¨ªndices de crecimiento en las ¨²ltimas d¨¦cadas. Lo ¨²ltimo es materia de orgullo para ciertas autoridades, pol¨ªticos y defensores de la medida: demuestra que el crimen se paga con el m¨¢s alto precio y que las leyes se respetan.
Los defensores de la pena capital no han tenido mucha dificultad para ganar muevos adeptos -y no s¨®lo entre los sobrevivientes y familiares de las v¨ªctimas del atentado de Oklahoma City-, puesto que el crimen de McVeigh es horrendo y provoca una repulsi¨®n instintiva: la bomba que coloc¨® en un edificio p¨²blico cost¨® la vida de 168 personas, entre las cuales hab¨ªa muchos ni?os y mujeres, aparte de dejar mutilados, gravemente heridos y traumatizados a otros. Entre los detalles que contribuyeron a hacer m¨¢s odioso a McVeigh en la opini¨®n general est¨¢ el hecho de que el criminal se coloc¨® tapones en los o¨ªdos para protegerse de la misma onda expansiva que la bomba provoc¨® y que lanz¨® por los aires cuerpos y miembros ensangrentados de personas inocentes. Su arresto, juicio y condena fueron seguidos muy atentamente y celebrados, por lo tanto, como un decisivo triunfo de la justicia contra la barbarie que s¨®lo pod¨ªa culminar con la muerte del culpable, como severa lecci¨®n y advertencia contra futuros terroristas. La misma noci¨®n de que este hombre pasase el resto de sus d¨ªas encerrado en una celda no s¨®lo parec¨ªa una sanci¨®n insuficiente, sino un peligroso gesto de debilidad que muy pocos quer¨ªan mostrar.
La vida de McVeigh result¨®, pues, indefendible: no hab¨ªa otro castigo digno de su brutal y cobarde acto que la pena de muerte. La sensibilidad de la cultura usamericana -llam¨¦mosla as¨ª para distinguirla del resto de la cultura americana- est¨¢ bien preparada para aceptar que la justicia, en ciertos casos extremos, contenga un elemento de retribuci¨®n y vindicaci¨®n -semejante al de 'ojo por ojo y diente por diente'- que, en perfecta simetr¨ªa con el crimen, permite restaurar el orden perdido y paliar el enorme dolor f¨ªsico y moral sufrido por los sobrevivientes y testigos de una tragedia de esta proporci¨®n. Por eso varios de ellos han pedido (y lo han logrado) el derecho de presenciar la ejecuci¨®n de McVeigh desde una sala anexa; tambi¨¦n se ha autorizado la transmisi¨®n y grabaci¨®n del acto en circuito cerrado, incluyendo las palabras finales del reo. (Sin embargo, acabo de ver en el notable documental La espalda del mundo, dirigido por el peruano Javier Corcuera y producido en Espa?a por El¨ªas Querejeta, que el padre de una de esas v¨ªctimas se niega a aceptar que, en este caso o en cualquier otro, la pena de muerte sirva de algo).
Lo que en otros pa¨ªses ser¨ªa un tema desagradable y del cual es mejor no hablar, aunque la medida se considere legalmente necesaria, en Estados Unidos tiene que ser noticia de primera plana para que cumpla con su funci¨®n primordial de ayudar a 'cerrar las heridas' causadas por el crimen y curar, si es posible, el mal. Si para el alma usamericana el fuego se combate con el fuego, es porque sus costumbres, su historia y hasta su pol¨ªtica han desarrollado una verdadera cultura de la muerte. Por eso, tanto la guerra como el crimen -y, consecuentemente, la victoria y la justicia- los preocupa y los fascina. Es decir, creen firmemente, por un lado, como todos, que matar es malo y que el crimen debe ser castigado para mantener el orden civilizado, pero, por otro, entienden que matar es a veces necesario, cuando los altos intereses de la patria, Dios o la ley as¨ª lo requieren.
Eso explica su fascinanci¨®n por las armas, desde los misiles hasta las pistolas que se compran por correo o Internet y se almacenan en arsenales dom¨¦sticos; por las biograf¨ªas de grandes criminales convertidos en celebridades para la imaginaci¨®n popular; por la literatura detectivesca (en la secci¨®n dominical de libros del New York Times nunca faltan rese?as bajo el rubro Crime), etc¨¦tera. ?ste es un pa¨ªs conocido por sus pistoleros y asesinos en masa (McVeigh es uno de ellos), pero tambi¨¦n porque en sus hoteles el pasajero puede elegir entre leer la Biblia que se encuentra en cada mesa de noche o mirar los canales pornogr¨¢ficos (algunos de libre acceso) si no le bastan las pel¨ªculas donde la violencia gratuita es un puro entretenimiento sin ning¨²n otro valor que la redima. Los j¨®venes de las escuelas p¨²blicas suelen ir armados -pese a los detectores de metal- para 'protegerse' de la violencia de sus compa?eros o de lo que consideran abusos del sistema escolar.
Todo esto ayuda a explicar por qu¨¦ la polic¨ªa usamericana tiene un poder tan grande y sus frecuentes casos de abuso y violencia: combatir la delincuencia es una forma de guerra interna a la que los ciudadanos est¨¢n tan frecuentemente expuestos que casi se han insensibilizado. Es, aparte de una lucha permanente, algo muy espectacular, con persecuciones a alta velocidad, tiroteos en plena calle y casos de hero¨ªsmo, como en las pel¨ªculas. El concepto de 'guerra' es com¨²n a la que se libra contra las drogas, los inmigrantes ilegales en sus fronteras o sus enemigos en el mundo.
Mantener un Ej¨¦rcito poderoso, capaz de responder a cualquier agresi¨®n en cuesti¨®n de segundos y espiar tanto a aliados como a adversarios, es el otro lado del esp¨ªritu usamericano que permite que su democracia interna funcione sin mayores sobresaltos.
Es interesante recordar, en ese contexto, que la terrible expresi¨®n 'collateral damage' ('da?os secundarios o involuntarios') con la que McVeigh se refiri¨® a los ni?os que murieron en su atentado es un eufemismo del vocabulario militar, que aprendi¨® como soldado en la guerra del Golfo, aplicada a las v¨ªctimas civiles. No invoco eso para defenderlo de su acto (que era una venganza contra otra masacre: la de Waco, Tejas), sino para mostrar que el culpable es tambi¨¦n una v¨ªctima involuntaria de la cultura de la muerte, a la que finalmente ha apelado -en un ¨²nico gesto de desesperada dignidad- para cerrar el c¨ªrculo de violencia en el que vivi¨®, primero sirviendo a su patria, luego violando las creencias b¨¢sicas de su comunidad y finalmente ofreci¨¦ndole la catarsis de presenciar su propia destrucci¨®n f¨ªsica.
Jos¨¦-Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.
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