SAL DE ATACAMA
Volcanes, g¨¦iseres y pueblos de adobe a trav¨¦s de una regi¨®n de minerales y desierto en el norte de Chile. El reino de los cactos y las llaretas, las vicu?as y las vizcachas. Un lugar para viajeros que huyen de los destinos m¨¢s trillados.
Estoy en Chacabuco, en la II Regi¨®n de Chile. Un poblado construido por una compa?¨ªa minera y luego abandonado. Antes de llegar aqu¨ª, tra¨ªdos desde el aeropuerto de Calama por Ochoa, nuestro gu¨ªa, hemos parado en un cementerio en mitad del desierto, un cementerio de pobres, de trabajadores de otra salitrera y de otros tiempos. Tierra y guijarros, el polvo y la sequedad, las cruces de madera gastada, las sepulturas de ni?os, nos hacen imaginar la extrema dureza de unas vidas olvidadas. Despu¨¦s del golpe de Pinochet, Chacabuco revivi¨®, si es que esa optimista palabra vale para referirse a su reconversi¨®n en campo de prisioneros. Y aunque en medio de esa desolaci¨®n con un aire a western -y, efectivamente, estamos muy al Oeste, aunque en Am¨¦rica del Sur- uno se pregunta, vencido de antemano, hacia d¨®nde podr¨ªan escapar, a¨²n hoy hay zonas minadas. El antiguo teatro convive con las torretas de vigilancia y el recuerdo de los presos de piel m¨¢s blanca largamente expuestos al sol para ser despellejados de una manera natural. El gu¨ªa del lugar es un antiguo prisionero: curioso destino el suyo. Nos sentamos un rato con ¨¦l, para ver si cuenta historias de aquella ¨¦poca. Pero prefiere hablar de otras cosas. Har¨ªa falta m¨¢s tiempo para que se confiara a nosotros, y nosotros no lo tenemos. El tiempo es el secreto de cualquier viaje. El tiempo es el secreto de la vida. Sospecho que el tiempo es el movimiento. Resulta evidente que no tengo ni idea de qu¨¦ es el tiempo. Quiz¨¢ sea todo lo que nos ocurre, y tambi¨¦n lo que no.
En ese lugar perdido en el enorme desierto de Atacama, rico en salitre y minerales, pobre en lo dem¨¢s, bajo un cielo azul y con unas monta?as viol¨¢ceas en el horizonte, rodeados de nada, no hablamos, pues, de la dictadura, de las torturas, de las condiciones de vida en un campo de concentraci¨®n. En un ¨¢rbol seco un preso tall¨® una imagen del dolor, un hombre cuyos brazos son los dos brazos del ¨¢rbol y cuyo cuerpo es el tronco y cuya cabeza ladeada es el inicio de un tercer brazo que alguien pod¨®. Pero no hablamos de eso. Hablamos, por ejemplo, del chupacabras, un monstruo de origen extraterrestre, seg¨²n algunos peri¨®dicos poco serios, que mata ganado y hombres. Algunos lo han visto, y aseguran que su aspecto es terror¨ªfico. Ninguno de los que hablamos del chupacabras creemos en su existencia, claro est¨¢. Y, sin embargo, hay gente que s¨ª lo hace. Me pregunto qu¨¦ es m¨¢s real, qu¨¦ existe m¨¢s, suponiendo que la existencia se pueda medir en t¨¦rminos de cantidad, si ese chupacabras que aterroriza a los lugare?os, o una lagartija en medio del desierto de Atacama, una lagartija que nadie haya visto. Sembrar tales dudas es el arma de la imaginaci¨®n en su eterna lucha con la realidad.
Fue Rafael Garranzo -hasta hace poco, director del centro cultural de la AECI en Santiago de Chile- quien me puso en la pista de Chacabuco, y quien me recomend¨® viajar al desierto de Atacama. Nos hospedamos en San Pedro, y desde all¨ª realizamos las excursiones a lugares de tanto renombre como los g¨¦iseres del Tat¨ªo o el Valle de la Luna. En uno de esos trayectos, el gu¨ªa nos habla de un zorro que, en cuanto divisa su todoterreno, acude a la carrera, pues ¨¦l siempre le da un poco de pan. Cuando ya desesper¨¢bamos de que el zorro apareciera, surgi¨® a lo lejos un punto pardo, que se fue agrandando, hasta convertirse en un hambriento zorro gris y anaranjado que al aproximarse tanto perd¨ªa el atractivo de lo salvaje. Ese zorro del desierto me trae a la cabeza a Rommel, y tambi¨¦n a Saint-Exup¨¦ry, al Principito. Y me hace pensar que somos, con los animales salvajes, como caprichosos donjuanes, como mujeres fatales. Si los conseguimos, dejamos de quererlos. Deseamos acercarnos lo m¨¢s posible, para observarlos. Nos quejamos si se esconden, si nos reh¨²yen, si se alejan 10 pasos cuando nosotros damos dos. Pero, si vienen a comer a nuestra mano, empezamos a despreciarlos... Maldigo a las vicu?as, que s¨®lo gracias a los prism¨¢ticos son algo m¨¢s que una mancha en la lejan¨ªa, pero que si nos permitieran tocarlas, como las llamas, me gustar¨ªan menos. Las vizcachas son, quiz¨¢, un t¨¦rmino medio. Junto a los g¨¦iseres del Tat¨ªo, recuperada Mayte de un ligero desvanecimiento producido por la altitud (4.300 metros), cuando el sol ha empezado a calentar y los chorros de vapor han dejado de ascender al cielo, las vizcachas comienzan su actividad en el roquedal pr¨®ximo. S¨®lo gracias a la pericia del gu¨ªa las veo, unos roedores algo parecidos a los conejos. Muy lentamente, me consigo acercar a un ejemplar hasta unos 10 metros. Pero son asustadizas, y la vizcacha huye saltando entre las rocas. As¨ª me gusta.
G¨¦iseres al amanecer Los g¨¦iseres del Tat¨ªo, un espect¨¢culo impresionante, est¨¢n a unos cien kil¨®metros de San Pedro. El agua sulfurosa en ebullici¨®n, las fumarolas. De un cr¨¢ter sale a borbotones agua te?ida de azul, verde, amarillo, y mirarla es como disfrutar de unos fuegos artificiales en miniatura. Hay que subir al amanecer, y hace mucho fr¨ªo. Las pilas de mi c¨¢mara se congelan, y en presencia de tanta belleza me enoja no poder sacar fotograf¨ªas (t¨ªpico enfado tan comprensible como tonto: siempre habr¨¢ un libro con im¨¢genes mucho mejores que las nuestras). Pero esa belleza est¨¢ producida por diablos que parecen blasfemar bajo la tierra, bullir de rabia: sal de Atacama, te dicen. El se?or Ochoa nos advierte de que hay que tener cuidado, y nos cuenta que ¨¦l ha visto a un turista israelita pisar donde no deb¨ªa: el terreno cedi¨®, y el hombre, escaldado, ped¨ªa a gritos a sus salvadores que le mataran. En el peque?o Valle de la Luna no existe el peligro de accidentes tan horribles. Simplemente, hay que procurar ir a una hora no muy concurrida, pues los turistas somos capaces de estropear cualquier paisaje, incluso ¨¦ste, espectral, so?ado, de rocas erosionadas por el viento y la arena, de dunas, de terreno salino enemigo de cualquier vida animal o vegetal. Me llevo un trozo de sal de una mina abandonada. Se me ocurre que, de regreso en Madrid, ser¨ªa hermoso pulverizarlo y hacer una cena con sal de Atacama, con el sabor del desierto, del Valle de la Luna, con el recuerdo de los flamencos de la reserva nacional del inmenso salar de Atacama y de los lagos como espejos entre monta?as heladas en los que pescaron los incas. Pero mi idea no convence a nadie. En una estanter¨ªa, ese trozo de sal mineral que no he utilizado a¨²n para cocinar me est¨¢ diciendo lo contrario que los esp¨ªritus malignos del Tat¨ªo: vuelve a Atacama.
Mart¨ªn Casariego C¨®rdoba (Madrid, 1962) es autor de La primavera corta, el largo invierno (Espasa Calpe). En septiembre aparecer¨¢ en Muchnik el libro de relatos Campos enteros llenos de flores.
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