Superdepor, megadepor, gigadepor
El Deportivo de A Coru?a est¨¢ multiplicando el valor de su leyenda en una escalada imparable. Por la desdicha de aquel penalti fallado ante el Valencia parec¨ªa destinado a convertirse en un eterno campe¨®n sin corona o, a¨²n peor, en una patente de la calamidad. Probablemente acabar¨ªa convirti¨¦ndose en un honrado subalterno de quien siempre dir¨ªamos Perdi¨® su oportunidad porque no consigui¨® darse cuenta de que hab¨ªa llegado al lugar exacto en el momento justo. Superada la depresi¨®n, dej¨® pasar las horas, se limpi¨® la cara de barro, se olvid¨® de Djukic, Gonz¨¢lez y Bebeto y enfil¨® de nuevo la vista hacia la cabeza de la tabla; no como se contempla un muro, sino como se mira un pelda?o. Le midi¨® la altura para ponerle la bota encima.
Dicho y hecho: renunci¨® a la gloria virtual del eterno aspirante y tampoco acept¨® transformarse en un campe¨®n de temporada; es decir, en uno de esos voluntariosos advenedizos que se atreven a ganar el t¨ªtulo una sola vez. Renov¨® el contrato a Irureta, reagrup¨® sus fuerzas, se afirm¨® en su propio estilo y esper¨® resultados. Ahora es sencillamente uno de los mejores equipos del mundo.
Su rendimiento es la suma de varios secretos. El primero se esconde en la cara de Augusto C¨¦sar Lendoiro, una esfinge gallega que a ratos nos parece la madre priora y a ratos Nicol¨¢s Maquiavelo. Bajo la sonrisa helada de un jugador de p¨®quer tiene una barbilla de acero: le metes un gol por la escuadra y se te queda mirando como si le hubieras obsequiado con una yema de Santa Teresa. No hay que darle vueltas: su misterio es esa forma de tenacidad que acostumbramos a llamar paciencia.
El segundo se llama, precisamente, Javier Irureta. En los viejos tiempos, cuando le reconoc¨ªamos como fino centrocampista, valor¨¢bamos en ¨¦l cierta capacidad para el sigilo que le permit¨ªa hacerse pasar por un acompa?ante cuando en realidad estaba tramando alguna diagonal venenosa. Muy convencido de que ahorro y econom¨ªa son la mejor loter¨ªa, se identific¨® r¨¢pidamente con la filosof¨ªa impasible de su jefe: eligi¨® un sistema de juego con tres pedales, acelerador, embrague y freno; pidi¨® jugadores, y recibi¨® una representaci¨®n de las Naciones Unidas.
Luego se compr¨® una dentadura de porcelana y dos toneladas de chicle. Pronto se hizo evidente que por sus venas corr¨ªa un r¨ªo de tila: colgado del canto de la marquesina del banquillo, vio pasar las victorias y las derrotas con un estoicismo conmovedor. Se entren¨® tanto para mantener la calma que empez¨® mascando y termin¨® rumiando.
El tercer misterio del Megadepor es un secreto a voces: a diferencia de algunos colegas desorientados, su entrenador tiene una sola cosa. Tiene un plan.
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