Se alzan los velos en Kabul
Nafisa y cuatro de sus hijos han aceptado invitarme a su casa, pese a que el padre se ha marchado al centro de la ciudad. Ha sido a propuesta m¨ªa. Caminaban por la calle, en fila india. Khomayan, hijo de 18 a?os, el primero. Le segu¨ªan tres mujeres cubiertas con burkas azules, y una ni?a de 10 a?os, con un pa?uelo blanco a la cabeza, iba la ¨²ltima. Le ped¨ª al int¨¦rprete que se dirigiera al muchacho, para no herir susceptibilidades, y le preguntara si pod¨ªa hablar con las mujeres. Para muchos afganos es una ofensa que uno se dirija a las mujeres sin pedir permiso primero a los varones, aunque se trate de poco m¨¢s de un adolescente.
A trav¨¦s de la rejilla del burka, Nafisa respond¨ªa a mis preguntas mientras decenas de curiosos se iban apelotonando a nuestro alrededor. Pregunt¨¦ entonces si ser¨ªa posible que sigui¨¦ramos la conversaci¨®n en su casa, de forma distendida, sin estar rodeados por lo que ya era casi una multitud. Khomayan, ejerciendo de jefe de familia en ausencia del padre, respondi¨® afirmativamente.
'Est¨¢bamos ciegos, con los ojos vendados; ahora ya podemos ver', dice el tendero Daud, que asegura que est¨¢ vendiendo 150 televisores diarios
'Es maravilloso pensar que mis hijas van a poder volver al colegio. Ahora apenas saben leer y escribir, pero en el futuro no ser¨¢n unas ignorantes'
Nafisa y su marido eran profesores de manualidades en un orfanato regentado por una instituci¨®n ben¨¦fica hasta que llegaron los talibanes. Fueron despedidos de su trabajo y tuvieron que agarrarse a lo que pudieron para sobrevivir. 'Toda la familia teje alfombras', explica Nafisa. Desde el menor de los hijos, de ocho a?os, hasta el mayor, de 22, pasan todo el d¨ªa hilando en su propia casa. El producto de su trabajo lo venden a un almac¨¦n que les paga unos tres d¨®lares (500 pesetas) por metro tejido.
Nafisa y su familia estaban durmiendo cuando los talibanes se retiraron de Kabul. Como muchos otros habitantes de la ciudad, a la ma?ana siguiente no pod¨ªan dar cr¨¦dito a la noticia de que sus opresores se hab¨ªan marchado y las fuerzas de la Alianza del Norte estaban a punto de entrar en la capital afgana. 'Cuando nos levantamos se hab¨ªan ido, sentimos una felicidad inmensa'. Aun as¨ª, Nafisa y sus hijas pasaron tres d¨ªas sin atreverse a salir a la calle. Cuando las detuve en medio de una acera estaban dando su primer paseo.
'Ha sido terror¨ªfico', afirma Nafisa, al recordar el pasado reciente, mientras permanecemos sentados en el suelo, sobre una alfombra, entre las cuatro paredes desnudas de una de las tres habitaciones de su humilde vivienda. 'El m¨¢s m¨ªnimo delito estaba castigado con la penam¨¢s severa', a?ade, intentando explicar al extranjero el reinado del terror impuesto por el siniestro r¨¦gimen talib¨¢n. 'A m¨ª me detuvieron una vez en la calle y me dieron varios latigazos. Luego me llevaron a una comisar¨ªa y me cortaron el pelo porque dec¨ªan que lo llevaba muy largo', recuerda Khomayan, interviniendo en la conversaci¨®n.
A golpes de l¨¢tigo
Una de las se?ales m¨¢s evidentes estos d¨ªas en Kabul de la evaporaci¨®n del r¨¦gimen talib¨¢n es la desaparici¨®n de la temida y todopoderosa polic¨ªa religiosa, dependiente del Ministerio para la Promoci¨®n de la Virtud y la Prevenci¨®n del Vicio. Como puede atestiguar Khomayan por propia experiencia, la polic¨ªa religiosa ejerc¨ªa su poder de forma cruel y arbitraria, imponiendo a golpes de l¨¢tigo las nuevas normas de conducta, que parec¨ªan m¨¢s propias de una prisi¨®n que de una sociedad urbana. Pero es que los talibanes convirtieron Kabul y el resto del pa¨ªs en una gran c¨¢rcel regida por su ciego fanatismo.
'Es maravilloso pensar que mis hijas van a poder volver al colegio. Ahora apenas saben leer y escribir. Pero en el futuro no ser¨¢n unas ignorantes', comenta con alivio Nafisa. Una de las primeras decisiones anunciadas por las nuevas autoridades de Kabul, por la Alianza del Norte, es el levantamiento de la prohibici¨®n de que las ni?as vayan a la escuela. Las hijas de Nafisa, que dentro de casa no ocultan su rostro, se muestran excitadas al hablar de la posibilidad de ir al colegio. La mayor de las presentes tiene 16 a?os, se llama Fazela y asegura que quiere ser maestra. Ya casi ni se acuerda de c¨®mo era la escuela a la que acud¨ªa de ni?a. 'Y podr¨¢n trabajar fuera de casa', a?ade Nafisa. Otra de las prohibiciones impuestas a la mujer por los mis¨®ginos del turbante negro era precisamente la de trabajar.
Kabul est¨¢ en ebullici¨®n. Todo el mundo habla en las calles de la huida de los talibanes y la llegada de la Alianza del Norte. Todo el mundo significa, en t¨¦rminos afganos, los hombres. Pese a la ca¨ªda del r¨¦gimen talib¨¢n, son pocas las mujeres que se ven por la calle, y muchas menos las que se atreven a salir sin el burka. Se podr¨ªan contar con los dedos de una mano.
'Cuando pase un tiempo y veamos que la situaci¨®n ha cambiado realmente y es segura, entonces nos quitaremos el burka', me ha comentado un rato antes Nafisa. 'Aunque vestiremos a la manera tradicional isl¨¢mica'. Para Nafisa esa vestimenta correcta, a la luz del islam, significa ir tocadas con un pa?uelo a la cabeza como el que lleva en p¨²blico su hija menor.
En la calle Istiqlal, en una verja junto al bombardeado edificio de Ariana, las l¨ªneas a¨¦reas afganas, varios puestos callejeros exhiben p¨®steres de todo tipo; los que m¨¢s llaman la atenci¨®n y los preferidos por los clientes son los de j¨®venes muchachas. Entre ellos destaca el de Rani Mukarjee, una actriz de cine india muy popular en Afganist¨¢n, aunque hac¨ªa a?os que su rostro, como el de cualquier ser viviente, no pod¨ªa exhibirse en p¨²blico. Pero hay tambi¨¦n afiches de j¨®venes parejas, de ni?os y ni?as rubios y de animales de compa?¨ªa, como cachorros de perros y gatos.
En una imagen que resume muchas de las contradicciones en la capital afgana, una mujer cubierta con el burka se detiene a observar los p¨®steres de un Arnold Schwarzenegger exhibiendo mus-culatura mientras sujeta un arma, y de un Sylvester Stallone con el torso descubierto y empu?ando los guantes de boxeo. Le pregunto a la mujer si ha comprado algo y me asegura que no ha encontrado lo que busca. 'Pero la gente es ahora libre de comprar lo que quiera', a?ade con satisfacci¨®n.
Observar fotograf¨ªas
Tambi¨¦n hay fotos en formato tarjeta postal. El due?o del puesto callejero explica que ha tenido todo el material guardado durante los ¨²ltimos a?os en su casa, a la espera de poder ponerlos a la venta. Ahora lo ha hecho y no faltan clientes ni gente que se detenga simplemente por el gusto de observar las fotograf¨ªas, la mayor¨ªa de escasa calidad.
No lejos de la calle Istiqlal se encuentra la calle Nadir Pastun. En apenas el centenar de metros que tienen de recorrido se suceden los comercios de productos electr¨®nicos. Hoy es una de las calles m¨¢s concurridas de Kabul y hay un revuelo enorme. En los escaparates han comenzado a aparecer, como por arte de magia, televisores, radiocasetes, videojuegos y antenas parab¨®licas.
En el interior de la Farooq Ishar Zay Store, su propietario, Mohamed Daud, me recibe efusivamente y me invita a un t¨¦. Se le ve euf¨®rico y despliega una actividad y una energ¨ªa que resultan agotadoras. 'Est¨¢bamos ciegos, con los ojos vendados; ahora ya podemos ver', me dice con satisfacci¨®n. Para Daud esa vuelta a la luz tiene mucho que ver con la prosperidad de su negocio. Asegura que est¨¢ vendiendo 150 televisores diarios y pone en marcha el que tiene sobre el mostrador, conectado a una antena parab¨®lica, y sintoniza un canal musical de la India.
'Si agarro a alg¨²n talib¨¢n lo ahogo con mis propias manos', prosigue Daud. Toda su mercanc¨ªa ha sido tra¨ªda de contrabando desde Pakist¨¢n. Lo ha estado haciendo durante a?os y vendiendo los aparatos, fundamentalmente de m¨²sica, en la clandestinidad. Varios de sus alijos cayeron en manos talibanes y fueron inmediatamente destruidos. Ahora su negocio vuelve a florecer.
Entre las muchas negaciones a cualquier atisbo de vida impuestas por los talibanes estaba la de escuchar m¨²sica. La m¨²sica fue prohibida en la radio, en las calles, en las bodas. Ahora Mohib, un joven de 23 a?os, pasea calle arriba y abajo con un radiocasete bajo el brazo. Luce orgulloso su rostro reci¨¦n rasurado. Por fin ha podido desafiar la obligaci¨®n de dejarse crecer la barba impuesta por los talibanes. La m¨²sica, estridente para mi gusto, sale a borbotones por el altavoz del aparato.
'Estamos muy contentos, ahora somos como cualquier ser humano', me cuenta Mohib mientras le pido que baje el volumen de su radiocasete para que nuestra conversaci¨®n no sea un di¨¢logo de sordos. De nuevo la gente se agrupa a nuestro alrededor. La expectaci¨®n es enorme cada vez que aparece un extranjero y se pone a preguntar, tomar nota y recoger la conversaci¨®n en una grabadora. Son tambi¨¦n muchos a?os en los que apenas ha habido extranjeros en Kabul, y los pocos que hab¨ªa ten¨ªan muy limitados los movimientos. Adem¨¢s, siempre estaba la amenaza de ser v¨ªctimas de la pol¨ªcia religiosa si se hablaba con los afganos sin una autorizaci¨®n previa. Hablar con las mujeres estaba estrictamente prohibido.
El bazar central de Kabul es uno de los lugares m¨¢s bulliciosos de la ciudad. Los tenderetes exhiben distintas variedades de frutas y verduras, de frutos secos y golosinas, en medio de un continuo revolotear de moscas. En los comercios se puede encontrar pr¨¢cticamente de todo, incluso productos occidentales, como Coca-Cola, Pepsi-Cola o Nescaf¨¦. No hay desabastecimiento ni lo ha habido, seg¨²n cuenta la gente, durante los ¨²ltimos tiempos. Pero la mayor¨ªa de la poblaci¨®n apenas puede comprar esos productos. No ya los occidentales, cuyo precio es prohibitivo, sino la propia producci¨®n local. Uno de los grandes desaf¨ªos a los que tendr¨¢n que hacer frente las nuevas autoridades de Kabul es intentar que la situaci¨®n econ¨®mica deje de condenar a miles de familias al hambre, a una vida al borde de la supervivencia.
El fil¨¢ntropo Yajeb
A las puertas de un almac¨¦n textil, un centenar de mujeres, todas imbuidas en sus burkas, aguardan pacientemente. Vienen por la ma?ana y se marchan por la noche desde hace cuatro d¨ªas, a la espera de que aparezca Haji Yajeb, el propietario. Yajeb ejerce de fil¨¢ntropo repartiendo comida entre los pobres. Las mujeres reciben una especie de cartilla de racionamiento que les da derecho a una raci¨®n de un kilo de arroz mezclado con algo de carne.
La primera mujer a la que me dirijo se llama Sohaila, tiene 35 a?os y es viuda. Como en el caso de la mayor¨ªa de las viudas, su situaci¨®n es dram¨¢tica. Prohibido el trabajo de la mujer, las viudas tienen que hacer aut¨¦nticos malabarismos para sobrevivir y mantener a sus hijos. En un pa¨ªs donde el principal oficio en los ¨²ltimos 20 a?os ha sido el de las armas, el n¨²mero de viudas es sobrecogedor. 'Los talibanes nos condenaron a morir poco a poco. Espero que el futuro Gobierno pueda alimentarnos', dice Sohaila sin demasiada convicci¨®n. O quiz¨¢ es que resulta dif¨ªcil calibrar el peso y el tono de las palabras cuando salen a trav¨¦s de la rejilla del burka y no se puede ver la mirada de quien nos habla.
Poco a poco se va formando un corro a nuestro alrededor y el revuelo va en aumento. Las mujeres creen que reparto alg¨²n tipo de ayuda. Comienza una dura pugna por acercarse a m¨ª y desde detr¨¢s empiezan a empujar. En unos minutos la situaci¨®n se ha vuelto ca¨®tica y el int¨¦rprete me saca casi en volandas. La desesperaci¨®n de esas mujeres puede adivinarse en sus fren¨¦ticos movimientos, por m¨¢s que sea imposible ver sus rostros.
En el recorrido por las calles de la capital afgana la presencia de los hombres de la Alianza es patente. Fuertemente armados, los muyahidines recorren las avenidas o vigilan las principales intersecciones. Pero esa presencia no parece molestar a la poblaci¨®n, aunque sea un signo inquietante de cara a la instauraci¨®n de un futuro r¨¦gimen democr¨¢tico.
Fuera turbantes negros
Resulta sorprendente la rapidez con la que ha desaparecido de Kabul cualquier signo visible de los talibanes. El ¨²nico rastro son los letreros a las puertas de algunos ministerios, en los que se lee 'Emirato Isl¨¢mico de Afganist¨¢n', el nombre dado al pa¨ªs por el r¨¦gimen talib¨¢n. Nadie a quien se pregunte en la calle dice la m¨¢s m¨ªnima palabra positiva hacia ellos. Es seguro que algunos de los habitantes de la capital simpatizaban con ellos. Pero ahora lo ocultan o se ocultan ellos mismos. Ya no hay turbantes negros en las calles de Kabul, su se?a de identidad.
Los s¨ªmbolos del cambio en Kabul son a¨²n escasos en muchos aspectos, como en lo relativo a las mujeres. Pero se trata quiz¨¢ de un error de percepci¨®n a los ojos de un occidental. Lo que para un europeo puede parecer un detalle nimio se convierte en un mundo con relaci¨®n a lo vivido hasta ahora por la poblaci¨®n afgana. Uno s¨®lo acierta a comprender la magnitud de ese cambio cuando logra hacerse a la idea del terror impuesto por los talibanes.
En la plaza Ariana sigue en pie el poste de tr¨¢fico del que los talibanes colgaron al ex presidente Mohamed Najibul¨¢ al d¨ªa siguiente de ocupar Kabul, tras sacarlo de su refugio en unas instalaciones de la ONU y torturarlo salvajemente. El ex presidente del r¨¦gimen prosovi¨¦tico no era muy popular entre sus conciudadanos y pocos hubieran llorado su muerte. Pero la brutalidad y el ensa?amiento con que los talibanes ajusticiaron a Najibul¨¢ hizo entender a muchos que el nuevo r¨¦gimen no iba a mostrar misericordia hacia nadie. Afganist¨¢n era entonces un pa¨ªs abandonado a su suerte por la comunidad internacional.
'Espero que esta vez el mundo nos ayude', me dice Nafisa mientras apuramos el ¨²ltimo sorbo de t¨¦. 'Cuando los comunistas cayeron todo el mundo nos abandon¨® y a nadie le import¨® nuestra suerte. Creo que podemos tener un futuro en paz, pero nos tienen que ayudar'. Insalah ('Dios lo quiera') a?ade, utilizando la expresi¨®n habitual en el mundo isl¨¢mico. Insalah. Es la ¨²nica respuesta que puedo ofrecerle.Nafisa y cuatro de sus hijos han aceptado invitarme a su casa, pese a que el padre se ha marchado al centro de la ciudad. Ha sido a propuesta m¨ªa. Caminaban por la calle, en fila india. Khomayan, hijo de 18 a?os, el primero. Le segu¨ªan tres mujeres cubiertas con burkas azules, y una ni?a de 10 a?os, con un pa?uelo blanco a la cabeza, iba la ¨²ltima. Le ped¨ª al int¨¦rprete que se dirigiera al muchacho, para no herir susceptibilidades, y le preguntara si pod¨ªa hablar con las mujeres. Para muchos afganos es una ofensa que uno se dirija a las mujeres sin pedir permiso primero a los varones, aunque se trate de poco m¨¢s de un adolescente.
A trav¨¦s de la rejilla del burka, Nafisa respond¨ªa a mis preguntas mientras decenas de curiosos se iban apelotonando a nuestro alrededor. Pregunt¨¦ entonces si ser¨ªa posible que sigui¨¦ramos la conversaci¨®n en su casa, de forma distendida, sin estar rodeados por lo que ya era casi una multitud. Khomayan, ejerciendo de jefe de familia en ausencia del padre, respondi¨® afirmativamente.
Nafisa y su marido eran profesores de manualidades en un orfanato regentado por una instituci¨®n ben¨¦fica hasta que llegaron los talibanes. Fueron despedidos de su trabajo y tuvieron que agarrarse a lo que pudieron para sobrevivir. 'Toda la familia teje alfombras', explica Nafisa. Desde el menor de los hijos, de ocho a?os, hasta el mayor, de 22, pasan todo el d¨ªa hilando en su propia casa. El producto de su trabajo lo venden a un almac¨¦n que les paga unos tres d¨®lares (500 pesetas) por metro tejido.
Nafisa y su familia estaban durmiendo cuando los talibanes se retiraron de Kabul. Como muchos otros habitantes de la ciudad, a la ma?ana siguiente no pod¨ªan dar cr¨¦dito a la noticia de que sus opresores se hab¨ªan marchado y las fuerzas de la Alianza del Norte estaban a punto de entrar en la capital afgana. 'Cuando nos levantamos se hab¨ªan ido, sentimos una felicidad inmensa'. Aun as¨ª, Nafisa y sus hijas pasaron tres d¨ªas sin atreverse a salir a la calle. Cuando las detuve en medio de una acera estaban dando su primer paseo.
'Ha sido terror¨ªfico', afirma Nafisa, al recordar el pasado reciente, mientras permanecemos sentados en el suelo, sobre una alfombra, entre las cuatro paredes desnudas de una de las tres habitaciones de su humilde vivienda. 'El m¨¢s m¨ªnimo delito estaba castigado con la penam¨¢s severa', a?ade, intentando explicar al extranjero el reinado del terror impuesto por el siniestro r¨¦gimen talib¨¢n. 'A m¨ª me detuvieron una vez en la calle y me dieron varios latigazos. Luego me llevaron a una comisar¨ªa y me cortaron el pelo porque dec¨ªan que lo llevaba muy largo', recuerda Khomayan, interviniendo en la conversaci¨®n.
A golpes de l¨¢tigo
Una de las se?ales m¨¢s evidentes estos d¨ªas en Kabul de la evaporaci¨®n del r¨¦gimen talib¨¢n es la desaparici¨®n de la temida y todopoderosa polic¨ªa religiosa, dependiente del Ministerio para la Promoci¨®n de la Virtud y la Prevenci¨®n del Vicio. Como puede atestiguar Khomayan por propia experiencia, la polic¨ªa religiosa ejerc¨ªa su poder de forma cruel y arbitraria, imponiendo a golpes de l¨¢tigo las nuevas normas de conducta, que parec¨ªan m¨¢s propias de una prisi¨®n que de una sociedad urbana. Pero es que los talibanes convirtieron Kabul y el resto del pa¨ªs en una gran c¨¢rcel regida por su ciego fanatismo.
'Es maravilloso pensar que mis hijas van a poder volver al colegio. Ahora apenas saben leer y escribir. Pero en el futuro no ser¨¢n unas ignorantes', comenta con alivio Nafisa. Una de las primeras decisiones anunciadas por las nuevas autoridades de Kabul, por la Alianza del Norte, es el levantamiento de la prohibici¨®n de que las ni?as vayan a la escuela. Las hijas de Nafisa, que dentro de casa no ocultan su rostro, se muestran excitadas al hablar de la posibilidad de ir al colegio. La mayor de las presentes tiene 16 a?os, se llama Fazela y asegura que quiere ser maestra. Ya casi ni se acuerda de c¨®mo era la escuela a la que acud¨ªa de ni?a. 'Y podr¨¢n trabajar fuera de casa', a?ade Nafisa. Otra de las prohibiciones impuestas a la mujer por los mis¨®ginos del turbante negro era precisamente la de trabajar.
Kabul est¨¢ en ebullici¨®n. Todo el mundo habla en las calles de la huida de los talibanes y la llegada de la Alianza del Norte. Todo el mundo significa, en t¨¦rminos afganos, los hombres. Pese a la ca¨ªda del r¨¦gimen talib¨¢n, son pocas las mujeres que se ven por la calle, y muchas menos las que se atreven a salir sin el burka. Se podr¨ªan contar con los dedos de una mano.
'Cuando pase un tiempo y veamos que la situaci¨®n ha cambiado realmente y es segura, entonces nos quitaremos el burka', me ha comentado un rato antes Nafisa. 'Aunque vestiremos a la manera tradicional isl¨¢mica'. Para Nafisa esa vestimenta correcta, a la luz del islam, significa ir tocadas con un pa?uelo a la cabeza como el que lleva en p¨²blico su hija menor.
En la calle Istiqlal, en una verja junto al bombardeado edificio de Ariana, las l¨ªneas a¨¦reas afganas, varios puestos callejeros exhiben p¨®steres de todo tipo; los que m¨¢s llaman la atenci¨®n y los preferidos por los clientes son los de j¨®venes muchachas. Entre ellos destaca el de Rani Mukarjee, una actriz de cine india muy popular en Afganist¨¢n, aunque hac¨ªa a?os que su rostro, como el de cualquier ser viviente, no pod¨ªa exhibirse en p¨²blico. Pero hay tambi¨¦n afiches de j¨®venes parejas, de ni?os y ni?as rubios y de animales de compa?¨ªa, como cachorros de perros y gatos.
En una imagen que resume muchas de las contradicciones en la capital afgana, una mujer cubierta con el burka se detiene a observar los p¨®steres de un Arnold Schwarzenegger exhibiendo mus-culatura mientras sujeta un arma, y de un Sylvester Stallone con el torso descubierto y empu?ando los guantes de boxeo. Le pregunto a la mujer si ha comprado algo y me asegura que no ha encontrado lo que busca. 'Pero la gente es ahora libre de comprar lo que quiera', a?ade con satisfacci¨®n.
Observar fotograf¨ªas
Tambi¨¦n hay fotos en formato tarjeta postal. El due?o del puesto callejero explica que ha tenido todo el material guardado durante los ¨²ltimos a?os en su casa, a la espera de poder ponerlos a la venta. Ahora lo ha hecho y no faltan clientes ni gente que se detenga simplemente por el gusto de observar las fotograf¨ªas, la mayor¨ªa de escasa calidad.
No lejos de la calle Istiqlal se encuentra la calle Nadir Pastun. En apenas el centenar de metros que tienen de recorrido se suceden los comercios de productos electr¨®nicos. Hoy es una de las calles m¨¢s concurridas de Kabul y hay un revuelo enorme. En los escaparates han comenzado a aparecer, como por arte de magia, televisores, radiocasetes, videojuegos y antenas parab¨®licas.
En el interior de la Farooq Ishar Zay Store, su propietario, Mohamed Daud, me recibe efusivamente y me invita a un t¨¦. Se le ve euf¨®rico y despliega una actividad y una energ¨ªa que resultan agotadoras. 'Est¨¢bamos ciegos, con los ojos vendados; ahora ya podemos ver', me dice con satisfacci¨®n. Para Daud esa vuelta a la luz tiene mucho que ver con la prosperidad de su negocio. Asegura que est¨¢ vendiendo 150 televisores diarios y pone en marcha el que tiene sobre el mostrador, conectado a una antena parab¨®lica, y sintoniza un canal musical de la India.
'Si agarro a alg¨²n talib¨¢n lo ahogo con mis propias manos', prosigue Daud. Toda su mercanc¨ªa ha sido tra¨ªda de contrabando desde Pakist¨¢n. Lo ha estado haciendo durante a?os y vendiendo los aparatos, fundamentalmente de m¨²sica, en la clandestinidad. Varios de sus alijos cayeron en manos talibanes y fueron inmediatamente destruidos. Ahora su negocio vuelve a florecer.
Entre las muchas negaciones a cualquier atisbo de vida impuestas por los talibanes estaba la de escuchar m¨²sica. La m¨²sica fue prohibida en la radio, en las calles, en las bodas. Ahora Mohib, un joven de 23 a?os, pasea calle arriba y abajo con un radiocasete bajo el brazo. Luce orgulloso su rostro reci¨¦n rasurado. Por fin ha podido desafiar la obligaci¨®n de dejarse crecer la barba impuesta por los talibanes. La m¨²sica, estridente para mi gusto, sale a borbotones por el altavoz del aparato.
'Estamos muy contentos, ahora somos como cualquier ser humano', me cuenta Mohib mientras le pido que baje el volumen de su radiocasete para que nuestra conversaci¨®n no sea un di¨¢logo de sordos. De nuevo la gente se agrupa a nuestro alrededor. La expectaci¨®n es enorme cada vez que aparece un extranjero y se pone a preguntar, tomar nota y recoger la conversaci¨®n en una grabadora. Son tambi¨¦n muchos a?os en los que apenas ha habido extranjeros en Kabul, y los pocos que hab¨ªa ten¨ªan muy limitados los movimientos. Adem¨¢s, siempre estaba la amenaza de ser v¨ªctimas de la pol¨ªcia religiosa si se hablaba con los afganos sin una autorizaci¨®n previa. Hablar con las mujeres estaba estrictamente prohibido.
El bazar central de Kabul es uno de los lugares m¨¢s bulliciosos de la ciudad. Los tenderetes exhiben distintas variedades de frutas y verduras, de frutos secos y golosinas, en medio de un continuo revolotear de moscas. En los comercios se puede encontrar pr¨¢cticamente de todo, incluso productos occidentales, como Coca-Cola, Pepsi-Cola o Nescaf¨¦. No hay desabastecimiento ni lo ha habido, seg¨²n cuenta la gente, durante los ¨²ltimos tiempos. Pero la mayor¨ªa de la poblaci¨®n apenas puede comprar esos productos. No ya los occidentales, cuyo precio es prohibitivo, sino la propia producci¨®n local. Uno de los grandes desaf¨ªos a los que tendr¨¢n que hacer frente las nuevas autoridades de Kabul es intentar que la situaci¨®n econ¨®mica deje de condenar a miles de familias al hambre, a una vida al borde de la supervivencia.
El fil¨¢ntropo Yajeb
A las puertas de un almac¨¦n textil, un centenar de mujeres, todas imbuidas en sus burkas, aguardan pacientemente. Vienen por la ma?ana y se marchan por la noche desde hace cuatro d¨ªas, a la espera de que aparezca Haji Yajeb, el propietario. Yajeb ejerce de fil¨¢ntropo repartiendo comida entre los pobres. Las mujeres reciben una especie de cartilla de racionamiento que les da derecho a una raci¨®n de un kilo de arroz mezclado con algo de carne.
La primera mujer a la que me dirijo se llama Sohaila, tiene 35 a?os y es viuda. Como en el caso de la mayor¨ªa de las viudas, su situaci¨®n es dram¨¢tica. Prohibido el trabajo de la mujer, las viudas tienen que hacer aut¨¦nticos malabarismos para sobrevivir y mantener a sus hijos. En un pa¨ªs donde el principal oficio en los ¨²ltimos 20 a?os ha sido el de las armas, el n¨²mero de viudas es sobrecogedor. 'Los talibanes nos condenaron a morir poco a poco. Espero que el futuro Gobierno pueda alimentarnos', dice Sohaila sin demasiada convicci¨®n. O quiz¨¢ es que resulta dif¨ªcil calibrar el peso y el tono de las palabras cuando salen a trav¨¦s de la rejilla del burka y no se puede ver la mirada de quien nos habla.
Poco a poco se va formando un corro a nuestro alrededor y el revuelo va en aumento. Las mujeres creen que reparto alg¨²n tipo de ayuda. Comienza una dura pugna por acercarse a m¨ª y desde detr¨¢s empiezan a empujar. En unos minutos la situaci¨®n se ha vuelto ca¨®tica y el int¨¦rprete me saca casi en volandas. La desesperaci¨®n de esas mujeres puede adivinarse en sus fren¨¦ticos movimientos, por m¨¢s que sea imposible ver sus rostros.
En el recorrido por las calles de la capital afgana la presencia de los hombres de la Alianza es patente. Fuertemente armados, los muyahidines recorren las avenidas o vigilan las principales intersecciones. Pero esa presencia no parece molestar a la poblaci¨®n, aunque sea un signo inquietante de cara a la instauraci¨®n de un futuro r¨¦gimen democr¨¢tico.
Fuera turbantes negros
Resulta sorprendente la rapidez con la que ha desaparecido de Kabul cualquier signo visible de los talibanes. El ¨²nico rastro son los letreros a las puertas de algunos ministerios, en los que se lee 'Emirato Isl¨¢mico de Afganist¨¢n', el nombre dado al pa¨ªs por el r¨¦gimen talib¨¢n. Nadie a quien se pregunte en la calle dice la m¨¢s m¨ªnima palabra positiva hacia ellos. Es seguro que algunos de los habitantes de la capital simpatizaban con ellos. Pero ahora lo ocultan o se ocultan ellos mismos. Ya no hay turbantes negros en las calles de Kabul, su se?a de identidad.
Los s¨ªmbolos del cambio en Kabul son a¨²n escasos en muchos aspectos, como en lo relativo a las mujeres. Pero se trata quiz¨¢ de un error de percepci¨®n a los ojos de un occidental. Lo que para un europeo puede parecer un detalle nimio se convierte en un mundo con relaci¨®n a lo vivido hasta ahora por la poblaci¨®n afgana. Uno s¨®lo acierta a comprender la magnitud de ese cambio cuando logra hacerse a la idea del terror impuesto por los talibanes.
En la plaza Ariana sigue en pie el poste de tr¨¢fico del que los talibanes colgaron al ex presidente Mohamed Najibul¨¢ al d¨ªa siguiente de ocupar Kabul, tras sacarlo de su refugio en unas instalaciones de la ONU y torturarlo salvajemente. El ex presidente del r¨¦gimen prosovi¨¦tico no era muy popular entre sus conciudadanos y pocos hubieran llorado su muerte. Pero la brutalidad y el ensa?amiento con que los talibanes ajusticiaron a Najibul¨¢ hizo entender a muchos que el nuevo r¨¦gimen no iba a mostrar misericordia hacia nadie. Afganist¨¢n era entonces un pa¨ªs abandonado a su suerte por la comunidad internacional.
'Espero que esta vez el mundo nos ayude', me dice Nafisa mientras apuramos el ¨²ltimo sorbo de t¨¦. 'Cuando los comunistas cayeron todo el mundo nos abandon¨® y a nadie le import¨® nuestra suerte. Creo que podemos tener un futuro en paz, pero nos tienen que ayudar'. Insalah ('Dios lo quiera') a?ade, utilizando la expresi¨®n habitual en el mundo isl¨¢mico. Insalah. Es la ¨²nica respuesta que puedo ofrecerle.
![Una madre y su hija pasean por Kabul con los velos de los <i>burkas</i> alzados tras la ca¨ªda de los talibanes.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/IOWLXC6TFHJLOD4R7NXJTNXIHA.jpg?auth=67171290c844ffe65c82481f439d359838192cccaac7da2f7b41ea79fb6e86ee&width=414)
FRAN SEVILLA
Madrile?o de 41 a?os. Licenciado por la facultad de Ciencias de la Informaci¨®n de la Complutense de Madrid, est¨¢ vinculado a Radio Nacional de Espa?a desde 1988. Premio Cirilo Rodr¨ªguez el a?o pasado, desde que se inicio en el periodismo ha viajado por Am¨¦rica central, donde cubri¨® los conflictos en Nicaragua y Guatemala. Durante cinco a?os fue enviado especial en las guerras de los Balcanes y, desde 1996, es el corresponsal de RNE en Jerusal¨¦n, ciudad de la que ha partido para cubrir la guerra de Afganist¨¢n.
Kabul sin los talibanes
LA CONFIRMACI?N de que los talibanes hab¨ªan huido de Kabul lleg¨® a las doce de la ma?ana. La radio emiti¨® vers¨ªculos del Cor¨¢n, y posteriormente una locutora ley¨® un comunicado en el que se afirmaba que la capital hab¨ªa sido 'liberada'. A continuaci¨®n se empezaron a emitir canciones tradicionales afganas de cantantes exiliados. La primera mujer que habl¨® por la radio fue Yamila Muyahid. Yamila tiene 33 a?os y se afana ahora en los destartalados estudios de Radio Afganist¨¢n porque salgan adelante las emisiones. Hace seis a?os, Yamila era una famosa locutora, pero la llegada de los talibanes la oblig¨® a encerrarse en su casa. 'A¨²n no me lo puedo creer, estoy verdaderamente feliz', afirma. Una frase repetida casi de manera cl¨®nica por la mayor¨ªa de los kabul¨ªes cuando se les pregunta c¨®mo se sienten. Yamila es de las pocas mujeres que se niegan a ponerse el burka al salir a la calle. Aunque es un decir. Un coche va a recogerla a su casa y la lleva de vuelta. La emisora apenas cuenta con medios, pero al menos ha recuperado su antiguo nombre. Los talibanes la hab¨ªan rebautizado como La Voz de la Ley Isl¨¢mica, y lo ¨²nico que emit¨ªan eran consignas religiosas y discursos del mul¨¢ Omar y su cohorte de fan¨¢ticos estudiantes. Varias j¨®venes trabajan ya en la emisora. Todas est¨¢n orgullosas de esa labor, pero todas se ponen el burka cuando salen del trabajo hacia sus casas. El nuevo director de Radio Afganist¨¢n, Abdulsafih, me recibe en su despacho para explicarme que est¨¢n haciendo todo lo que pueden por salir al aire. Pero cuando le pido que me d¨¦ m¨¢s detalles de cu¨¢les son sus planes, qu¨¦ mensajes quieren transmitir a la poblaci¨®n, qu¨¦ tipo de programas van a preparar, Abdulsafih se muestra receloso. No tiene la frescura de Yamila o de otros trabajadores de Radio Afganist¨¢n. Es evidente que es un hombre del aparato de la Alianza del Norte, y me suelta un discurso sobre programas pol¨ªticos y nuevo futuro del Gobierno que me suena a manida proclama. Espero que los hombres como Abdulsafih no acaben aguando la fiesta que vive la poblaci¨®n de Kabul.
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