Cr¨®nica de un adi¨®s
El pasado 5 de junio mor¨ªa en los alrededores de Madrid el m¨²sico y pintor Carlos Garc¨ªa Berlanga. Ten¨ªa 42 a?os y hab¨ªa sido uno de los m¨¢s brillantes compositores del pop madrile?o. En este art¨ªculo, el realizador cinematogr¨¢fico, su gran amigo y compa?ero de placeres y fatigas, le rinde un homenaje p¨®stumo, y con ¨¦l, a un tiempo y a unas gentes que sacudieron lo establecido.
Ha sido uno de los entierros m¨¢s tristes que recuerdo. Supongo que es lo normal, pero tambi¨¦n lo es que la vida irrumpa imponiendo su humana comicidad, incluso en los momentos m¨¢s tr¨¢gicos.
Carlos fue uno de los mayores talentos naturales que yo haya conocido
No hubo ning¨²n detalle berlanguiano (en esta ocasi¨®n el adjetivo se refiere al padre) en el entierro de Carlos Berlanga.
Vi por ¨²ltima vez a Carlos hace dos meses y medio, en el estreno de Hable con ella. Ninguno de los dos pod¨ªa suponer que semanas despu¨¦s nos encontrar¨ªamos en una de las localizaciones de la pel¨ªcula, la cl¨ªnica Montepr¨ªncipe, y que ¨¦ste ser¨ªa nuestro ¨²ltimo encuentro. Para la pel¨ªcula cambi¨¦ el nombre de la cl¨ªnica, la rebautic¨¦ como cl¨ªnica El Bosque, el cine, al fin y al cabo es representaci¨®n, aunque a veces posee un car¨¢cter premonitorio sobrecogedor. En una de las habitaciones donde la bailarina y la torera de mi pel¨ªcula yac¨ªan inertes, en un viaje interior que para una de ellas ser¨ªa el definitivo, hab¨ªa pasado Carlos sus ¨²ltimos d¨ªas, seguidos de sus respectivas noches.
La tarde del entierro el cielo estaba muy oscuro y enseguida se puso a llover con violencia tropical mantenida. ?Por qu¨¦ llueve tanto en los entierros? A trav¨¦s de la lluvia, yo reconoc¨ªa, con un desagrado exento de nostalgia, el lugar donde hab¨ªa vivido seis semanas rodando. Le coment¨¦ a mi hermano que si el rodaje hubiera sido este verano tendr¨ªamos que haber cambiado de localizaci¨®n. No hubiera soportado volver al lugar donde Carlos hab¨ªa muerto y mucho menos para rodar una pel¨ªcula donde hab¨ªa dos mujeres en coma.
Alrededor de la puerta abierta de la diminuta capilla del Montepr¨ªncipe me encontr¨¦ con parte de los conocidos que, como yo, hab¨ªan venido a despedirse de Carlos. Todos soport¨¢bamos la fuerte lluvia, unos con paraguas y otros a pelo. Yo sab¨ªa que ten¨ªamos un paraguas en el coche, pero un absurdo prejuicio me hac¨ªa dudar si utilizarlo o no. El paraguas ten¨ªa tantos colores como, digamos, gajos en su semic¨ªrculo. Los pocos paraguas que vi eran todos negros. A nuestro lado estaba Sigfrido Mart¨ªn Begu¨¦, exquisito pintor (en cuyo coche, veinte a?os antes -Carlos, Bernardo, Fabio y yo-, hab¨ªamos vivido los trayectos m¨¢s divertidos de la noche madrile?a) y charlat¨¢n incontenible. Le coment¨¦ a mi hermano mi susceptibilidad con el color, no quer¨ªa llamar la atenci¨®n. Sigfrido coment¨®, con su frivolidad caracter¨ªstica, aunque se le notaba muy tocado, 'mejor, as¨ª le das a esto una nota de color'.
Mientras mi hermano llegaba repar¨¦ en el rostro de Olvido, protegida por Mario Vaquerizo que a su vez proteg¨ªa su matrimonio con un paraguas. Nunca hab¨ªa visto a Olvido tan p¨¢lida. Ocultaba sus ojos detr¨¢s de grandes gafas oscuras y llevaba los labios pintados del mismo color que su pelo, naranja rojizo. El dolor proporcionaba a su rostro una dureza de mujer salida de un relato de serie negra que nunca hab¨ªa visto en Olvido.
Mi hermano volvi¨® con el paraguas multicolor. Cuando lo abrimos a m¨ª se me deb¨ªa notar la timidez, porque me cruc¨¦ con los ojos de Leopoldo Alas, que estaba en el otro extremo, al lado de Olvido, y Leopoldo me sonri¨® levemente, como si me estuviera leyendo el pensamiento.
Una vez protegido de la lluvia, mi aprensi¨®n dio paso a la conciencia de algo parad¨®jico y amargo. En ocasiones como ¨¦sta, odio que el cine se parezca a la vida, o al contrario. Acababa de recordar que el paraguas multicolor era el mismo que llevaba Cecilia Roth en Todo sobre mi madre cuando ve¨ªa c¨®mo atropellaban a su hijo delante de sus narices, en una noche en que tambi¨¦n llov¨ªa. El mismo paraguas, la lluvia y la muerte de un hijo. Busqu¨¦ con la mirada a Mar¨ªa Jes¨²s, la madre de Carlos. Estaba dentro de la capilla. Ni en ese momento ni m¨¢s tarde tuve suficiente valor para acercarme a ella. Uno puede hacer una pel¨ªcula sobre una madre que pierde a un hijo, pero fui incapaz, no se me ocurr¨ªa una sola palabra de consuelo, nada que estuviera a la altura del dolor de Mar¨ªa Jes¨²s por la p¨¦rdida de su hijo Carlos.
Carlos fue uno de los mayores talentos naturales que yo haya conocido. No s¨®lo para la m¨²sica, tambi¨¦n pose¨ªa unas dotes incre¨ªbles para escribir, pintar y dise?ar. Fue un compa?ero maravilloso en unos a?os maravillosos. Nuestra relaci¨®n estuvo llena de humor y de referencias. Compart¨ªamos a Jobim, a Burt Bacharach, a Miguel Mihura, a Josele Rom¨¢n, Mar¨ªa Luisa Ponte, Stanley Donen y La Codorniz.
Despu¨¦s de la capilla de Montepr¨ªncipe nos trasladamos al cementerio de Pozuelo, siempre acompa?ados por la lluvia y un mont¨®n de c¨¢maras tan molestas, m¨¢s molestas, que el peor aguacero. Cuando el ata¨²d desaparec¨ªa dentro de la tumba, todas las c¨¢maras estaban grab¨¢ndolo. Estuve a punto de decirles que no pod¨ªan hacer eso, pero me contuve. No soporto que las c¨¢maras de distintas televisiones nos acompa?en hasta la eternidad y vean c¨®mo cruzamos esa puerta. Pero yo no era qui¨¦n para prohibirlo, al fin y al cabo all¨ª estaba su padre, el gran director, y sus tres hermanos. Aclaro que Carlos no era el hijo peque?o, hay otro Berlanguita m¨¢s joven, se llama Fernando y tambi¨¦n estaba all¨ª.
En el momento del entierro propiamente dicho, coincid¨ª al lado de Fabio. Ten¨ªa buen aspecto y la pureza e ingenuidad que siempre fueron sus se?as de identidad. Me cont¨®, mientras me mostraba una medalla de una Virgen que le colgaba del cuello, que hab¨ªa venido a visitar a Carlos uno de los tres d¨ªas que estuvo en coma. Le puso la medalla en las manos y, seg¨²n Fabio, Carlos la acarici¨® y movi¨® los dedos como para asegurarse qu¨¦ tipo de objeto era. Le pregunt¨¦ c¨®mo se llamaba la Virgen, me dijo que 'Milagrosa' y que se la hab¨ªa comprado en Par¨ªs. Supongo que alud¨ªa a algo que yo desconoc¨ªa. En estos ¨²ltimos 22 a?os todos hemos cambiado mucho. El amor por Carlos, sin embargo, era el mismo: para Blanca S¨¢nchez, con quien vivi¨® y trabaj¨® durante a?os, probablemente la mujer m¨¢s generosa con ¨¦l, adem¨¢s de Olvido. Paloma Chamorro, valedora, fan, ¨ªntima y polic¨ªa en los ¨²ltimos a?os cuando Carlos olvidaba que viv¨ªa bajo la f¨¦rrea dictadura de su h¨ªgado. Sigfrido, Fabio, Ana Curra, Miguel Bos¨¦... No vino Nacho Canut, aterrorizado, supongo, de exhibir su dolor en p¨²blico. Carlos tambi¨¦n era muy t¨ªmido, como Nacho y Olvido y Fabio y yo mismo. Aquellos maravillosos a?os, que se han dado en llamar 'la movida', estaban formados por gente descarada, atrevida, fr¨ªvola e iconoclasta, pero terriblemente t¨ªmida.
A pocos metros estaba Luis G. Berlanga, el padre, impresionantemente sereno desde su atalaya de octogenario. Ana Curra me dijo que comparti¨® el coche con ¨¦l desde Montepr¨ªncipe hasta el cementerio de Pozuelo. Y que Luis le hab¨ªa dicho que se pod¨ªa hacer de todo, disfrutar de todo, ir contra todo, menos contra la biolog¨ªa.
Pero para respetar la biolog¨ªa hay que ser realista, incluso muy realista, y Carlos nunca se llev¨® bien con la realidad. Eso hizo que su arte fuera tan exquisito, tan rico y tan peculiar, y su vida tan corta.
Al acercarme a saludar a Luis, no pude decirle nada, le di un medio abrazo en se?al de condolencia. ?l me agradeci¨® que estuviera all¨ª y me dijo que pasara un d¨ªa por su casa. Ten¨ªamos que hablar. De Carlos, supongo. Esperar¨¦. Me queda mucha tristeza por destilar hasta reunir el valor suficiente de volver a la casa familiar de Carlos Berlanga. Carlitos.
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