Colombia y el futuro
Dos im¨¢genes: una en la televisi¨®n, se emite un v¨ªdeo de las FARC, Fernando Ar¨¢ujo secuestrado desde hace un a?o y siete meses aparece rodeado de guerrilleros, todos a cara descubierta, entre ellos varias mujeres. Impresionante sensaci¨®n de impunidad de la guerrilla. Otra en la calle: Bogot¨¢ una ma?ana de un d¨ªa festivo, miles de personas pasean en bicicleta por una de las calzadas de la autov¨ªa que conduce al aeropuerto convertida en espacio libre para cicloturismo. Nadie dir¨ªa que llega a una ciudad en guerra. ?sta es la realidad de Colombia: la violencia y el esfuerzo permanente de sus ciudadanos para vivir con normalidad. Los colombianos se han acostumbrado a la guerra, como si de un fatalismo se tratara, como si el mundo fuera as¨ª, y esta actitud dictada por la necesidad de sobrevivir puede ser catastr¨®fica para avanzar. Es m¨¢s, el gran problema de Colombia, como ha se?alado Daniel P¨¦caut, es que 'la violencia aparece como una especie de personaje portador de la responsabilidad del sufrimiento' como si desbordara a sus propios protagonistas. Un fatalismo tremendamente negativo a la hora de abordar las responsabilidades concretas de cada cual.
El nuevo presidente, ?lvaro Uribe ha apuntado con acierto su objetivo: la reconstrucci¨®n del Estado. Pero habr¨¢ que explicar muy bien a la ciudadan¨ªa que ¨¦ste es un proceso lento y costoso, y que no se pueden tomar atajos que acaben de destruir la precaria legitimidad de las instituciones. Uribe llega en plena ofensiva de la guerrilla (bien es verdad que ¨¦sta siempre saluda los cambios de gobierno con una intensificaci¨®n de la violencia) y hereda la enorme confusi¨®n resultante del err¨¢tico mandato de Pastrana. El presidente saliente empez¨® con una negociaci¨®n entreguista con la guerrilla que, como ha dicho Jorge Orlando Melo, s¨®lo ha servido para incrementar la intensidad del conflicto, para reducir la capacidad del Estado en el ejercicio del monopolio de la justicia y de las armas, para aumentar sustancialmente la impunidad, para alimentar la desconfianza de la ciudadan¨ªa con el Estado y para que una proporci¨®n creciente de la poblaci¨®n mire con simpat¨ªa la formaci¨®n de grupos privados en la lucha contra la guerrilla. Y ha acabado desplaz¨¢ndose al extremo contrario: con un discurso tan agresivo como falto de claridad estrat¨¦gica.
La gran paradoja de Colombia es que siendo uno de los pocos pa¨ªses latinoamericanos que apenas ha conocido el golpismo y en el que la jerarqu¨ªa militar se ha sometido casi siempre al poder civil, la violencia ha sido el sustrato permanente de su vida pol¨ªtica, especialmente desde el enfrentamiento entre los dos grandes partidos en los a?os cincuenta. El bipartidismo, la confrontaci¨®n entre dos Colombias, la conservadora y la liberal, la cat¨®lica y la laica, que se agudizar¨¢ a medida que los liberales se acerquen a la hegemon¨ªa y la Iglesia y los sectores m¨¢s tradicionales se sientan amenazados, habr¨ªa hecho de la violencia una natural prolongaci¨®n de la pol¨ªtica de confrontaci¨®n entre dos bloques.
Hoy, ni conservadores ni liberales son partidos con implantaci¨®n social fuerte. Sus burocracias, cada vez m¨¢s ineficientes, se limitan a administrar las prebendas parlamentarias. Colombia est¨¢ m¨¢s que nunca en una fase de liderazgos personales. De Antanas Mockus a ?lvaro Uribe, los triunfadores en la pol¨ªtica colombiana son disidentes de sus partidos, que han labrado sus ¨¦xitos y sus campa?as al margen de la organizaci¨®n. Los canales de representaci¨®n pol¨ªtica son m¨¢s bien precarios, lo que explica la volatilidad del voto y las proporciones de la abstenci¨®n. Entre la guerrilla estalinista y el laicismo liberal no ha cuajado nunca un partido de corte socialdem¨®crata capaz de representar a amplios sectores de la cultura de izquierdas, una cultura todav¨ªa muy condicionada por la mitolog¨ªa de la guerrilla de los sesenta, que tuvo aqu¨ª en el espa?ol Camilo Torres su particular Guevara. El M-19, la guerrilla que abandon¨® las armas en tiempos del presidente Barco, pudo ocupar esta senda. Pero el ¨¦xito electoral que le dieron los ciudadanos en agradecimiento por abandonar las armas y por el asesinato de su candidato presidencial y de muchos de sus dirigentes, fue muy ef¨ªmero.
Los partidos no articulan pol¨ªticamente el pa¨ªs. El Estado no controla plenamente el territorio. Las instituciones existen: la justicia, la polic¨ªa y el ej¨¦rcito hacen su trabajo, pero los territorios opacos son muy grandes, la presi¨®n del dinero del narcotr¨¢fico y de la guerrilla es enorme, y las l¨ªneas de separaci¨®n con los paramilitares son muy imprecisas. Y, sin embargo, pese a todo, Colombia sigue creciendo -poco, en torno al 0,9 por ciento-, lo que no es nada desde?able visto lo que ocurre en el entorno. Y la actividad contin¨²a en unas ciudades que se sienten a la vez rodeadas e infiltradas por los distintos actores de la violencia, pero que se empe?an en tratar de hacer vida normal. Y en mejorar sus condiciones. Un dato aportado por el alcalde de Bogot¨¢: en 9 a?os, el n¨²mero de asesinatos en la capital (ocho millones de habitantes) ha pasado de 4.450 a poco m¨¢s de 2.000.
La presencia de los desplazados, los que huyen de los territorios controlados por la guerrilla o por los paramilitares, que llegan por millares cada mes a las grandes ciudades, adem¨¢s de ser un recordatorio permanente de la guerra es un problema social que desborda la capacidad de las administraciones y fomenta una aut¨¦ntica cultura de la marginaci¨®n. Los a?os del narcotr¨¢fico, de la lucha entre el cartel de Medell¨ªn y el de Cal¨ª, en que Pablo Escobar hac¨ªa y deshac¨ªa a la vista de todo el mundo y el sicario, al servicio de los se?ores de la droga, lleg¨® a ser entre los j¨®venes un modelo social, fueron nefastos. Es cierto, como dice, el periodista Pablo Laserna, que ' la doble moral colombiana no ha querido aceptar que parte del boom econ¨®mico hasta el 95 fue debido al narcotr¨¢fico' y que mucha gente de las propias ¨¦lites dirigentes se benefici¨® de ello. Dicen los expertos que el negocio de la droga lleg¨® a representar el 6 por ciento del PIB colombiano. Fueron a?os en que corri¨® mucho dinero del narcotr¨¢fico, que lo contamin¨® absolutamente todo -desde las instituciones hasta mucha gente joven- y sirvi¨® para multiplicar los actores de la violencia. Hoy, el narcotr¨¢fico se ha vuelto discreto y clandestino. Sigue siendo de tr¨¢fico y de financiaci¨®n m¨¢s que de cultivo, pero ¨¦ste ha aumentado, especialmente en las zonas controladas por la guerrilla, de 25.000 hect¨¢reas de cultivo a unas 120.000. Curioso balance de las fumiga
ciones de droga impuestas por los Estados Unidos que s¨®lo sirven para que la guerrilla y los paras ganen apoyos y para que el n¨²mero de desplazados aumente porque no se puede quitar de golpe el medio de subsistencia a quienes no tienen otros recursos.
La detenci¨®n de Escobar y compa?¨ªa dej¨® a miles de sicarios sin empleo, que se han organizado en bandas de extorsi¨®n, y el dinero del narcotr¨¢fico sigue alimentando a todos los grupos de la violencia: la guerrilla, los paramilitares, los milicianos y los bandoleros, que luchan entre s¨ª por el control de barrios y territorios, en un pa¨ªs en que la vida vale poco, en que en algunas comunas de ciudades como Medell¨ªn o Cali los ni?os a los doce a?os ya cogen la pistola y saben que pueden morir pronto.
Abundan entre las ¨¦lites colombianas los que piensan que ser¨ªa fundamental la legalizaci¨®n de la droga, porque debilitar¨ªa enormemente a paramilitares y guerrilleros. Pero saben de su impotencia para imponer a Estados Unidos y a la comunidad internacional una decisi¨®n de este tipo. Aunque no pueden evitar cierta sensaci¨®n de que Colombia sirve a los estadounidenses de chivo expiatorio. Una pregunta es recurrente: el tr¨¢fico de la droga colombiana va en buena parte a Estados Unidos, ?han o¨ªdo ustedes hablar de alguna detenci¨®n de narcotraficantes americanos?
Con la mara?a de la violencia que hace que los frentes del conflicto sean a menudo confusos, la primera tarea del gobernante deber¨ªa ser fortalecer el Estado y ponerlo en condiciones de afrontar un verdadero proceso de paz. Lo dice Jorge Orlando Melo: 'Si queremos la paz, debemos pensar a largo plazo, reforzar la legitimidad del sistema pol¨ªtico y social y tener la paciencia necesaria para soportar muchos a?os de conflicto, mientras se abren y se desarrollan las v¨ªas de negociaci¨®n, sin prisas, pero tambi¨¦n sin descanso'. El riesgo es que Uribe quiera ir demasiado deprisa y descarrile pronto como Pastrana. Muchos se preguntan: ?qu¨¦ Uribe ser¨¢ presidente: el liberal formado en Harvard o el autoritario gobernador de Antioquia, al que se acusa de tolerancia con las paramilitares?
Al salir de Colombia, despu¨¦s de ver el poder del dinero mafioso, las bolsas de marginaci¨®n, las tremendas desigualdades, los barrios cerrados y protegidos en los que viven los que tienen recursos, el negocio de la seguridad y del chantaje en manos de sicarios y paramilitares y la incapacidad del Estado para mantener el monopolio de la violencia y de la justicia, una pregunta se impone, por poco que uno piense en ciertos barrios y zonas de las grandes ciudades europeas: ?estaremos yendo todos, sin querer darnos cuenta, hacia el modelo Colombia? ?Ser¨¢ Colombia un ensayo de las sociedades fragmentadas, privatizadas y con Estados d¨¦biles que est¨¢ generando una globalizaci¨®n que escapa al control de la pol¨ªtica? Porque, finalmente, Colombia tiene un gran d¨¦ficit de pol¨ªtica: falta el espacio com¨²n necesario para la pol¨ªtica democr¨¢tica, entre la lucha individual por la supervivencia, que asume la violencia como un destino, y las fabulaciones que adornan la extorsi¨®n y el chantaje de los actores de la violencia.
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