La evoluci¨®n del abuelo de Darwin
Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido no haber pensado en ello!'. Esa fue la c¨¦lebre reacci¨®n del cient¨ªfico y reformador social brit¨¢nico Thomas Huxley cuando oy¨® por primera vez la idea de Charles Darwin. La frase, de una u otra forma, pronunciada o no en voz alta, se habr¨¢ repetido miles de veces desde entonces cada vez que un estudiante o un lector curioso haya descubierto la teor¨ªa de la evoluci¨®n por selecci¨®n natural en un libro de texto o en un reportaje de la prensa dominical. ?Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido no haber pensado en ello!
No quiero decir simplemente que cualquier idea brillante induzca en los dem¨¢s una comprensible envidia. Uno puede envidiar a Plat¨®n por su caverna, a Leibniz por el c¨¢lculo diferencial o a Schumann por cualquiera de sus lieder. Uno puede cocerse de resentimiento por no haber nacido con el talento de Leonardo da Vinci, J. W. von Goethe o Billy Wilder. Uno puede admirar a Cervantes hasta desearle todo lo peor. Pero nadie dice: ?Dios m¨ªo, qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido he sido por no haber ideado la Gioconda, el Fausto o El apartamento! ?C¨®mo he sido tan imb¨¦cil de no escribir El Quijote? La no muy larga historia de la ciencia est¨¢ tambi¨¦n repleta de buenas ideas, qu¨¦ duda cabe, pero nadie llega al bar a la hora del aperitivo y exclama: Por los clavos de Cristo, pero ?c¨®mo no se me ocurri¨® a m¨ª la ley de la gravitaci¨®n universal, o la tabla peri¨®dica de los elementos, o la ecuaci¨®n de onda de la mec¨¢nica cu¨¢ntica? Uno puede admirar todas esas cosas, y envidiar a los cr¨¢neos privilegiados que las concibieron por primera vez, s¨ª, pero nadie se flagela por no haber sido capaz de producirlas. Aceptamos que Newton, Mendel¨¦iev y Schr?dinger eran unos tipos geniales, pero tambi¨¦n suponemos que sudaron sangre para construir esas prodigiosas arquitecturas mentales, y no estamos por la labor de revivir sus torturas en nuestras carnes. Entonces, ?qu¨¦ fue lo que hizo palidecer de envidia a Thomas Huxley?
'Deconstruyendo a Darwin'
Javier Sampedro. Pr¨®logo del bi¨®logo Gin¨¦s Morata. Editorial Cr¨ªtica.
La gran aportaci¨®n de Darwin no es la idea de la evoluci¨®n de las especies. Noventa a?os antes, su abuelo Erasmus ya hab¨ªa formulado y voceado las l¨ªneas b¨¢sicas de esa teor¨ªa
La clave que Darwin necesitaba tan desesperadamente la encontr¨® en el 'Ensayo sobre el principio de la poblaci¨®n' de Malthus. La fuerza causal de la evoluci¨®n no era otra que la escasez de recursos
La gran aportaci¨®n de Charles Darwin al pensamiento occidental no es la idea de la evoluci¨®n, como parece creer casi todo el mundo. Esa gloria le corresponde muy probablemente a su mism¨ªsimo abuelo, el m¨¦dico, poeta y gourmet brit¨¢nico del siglo XVIII Erasmus Darwin. Noventa a?os antes de que lo hiciera su nieto, Erasmus Darwin ya hab¨ªa formulado y voceado las l¨ªneas b¨¢sicas de la teor¨ªa de la evoluci¨®n, una idea que no s¨®lo lleg¨® a o¨ªdos de su nieto Charles, sino que ha sobrevivido durante m¨¢s de dos siglos hasta nuestros gen¨®micos d¨ªas. La idea dice as¨ª: todos los seres vivos de este planeta, con toda su mareante diversidad, con todas sus asombrosas especializaciones, provienen de una o unas pocas formas muy simples y primordiales.
Pregunta para el Trivial
Un inciso. Quisiera proponer a los fabricantes del Trivial Pursuit una nueva pregunta para sus cartones: ?Qui¨¦n fue el primer lamarckista? Jean Baptiste de Lamarck, responder¨¢ el m¨¢s listo de la reuni¨®n con una sonrisa autosuficiente. Y perder¨¢ la jugada, porque el primer lamarckista fue Darwin (no Charles, sino su abuelo Erasmus). Lo que conocemos como lamarckismo, o herencia de los caracteres adquiridos, es la idea de que las transformaciones que un individuo logre durante su vida -cuellos estirados para alcanzar las hojas m¨¢s altas, extremidades aplanadas para remar mejor en el agua, dedos atrofiados por la falta de uso- se puede transmitir a la descendencia. Y, en efecto, fue Erasmus Darwin el primero en proponer ese mecanismo como una fuerza causal de la evoluci¨®n biol¨®gica. Digo 'como una fuerza causal de la evoluci¨®n biol¨®gica' porque la herencia de los caracteres adquiridos era una especie de mito o superstici¨®n de andar por casa por lo menos desde la Ilustraci¨®n, y posiblemente desde la noche de los tiempos. Pero fue el abuelo Erasmus el primero en tom¨¢rsela en serio y ponerla por escrito en un libro de zoolog¨ªa. El naturalista franc¨¦s Jean Baptiste de Lamarck propuso tambi¨¦n el lamarckismo como un mecanismo evolutivo, desde luego, pero lo hizo 10 a?os m¨¢s tarde que Erasmus Darwin. No es que esto importe mucho, toda vez que el lamarckismo ha resultado ser una teor¨ªa err¨®nea, pero es de justicia darle a la familia Darwin lo que le corresponde en la historia del pensamiento evolucionista. El mismo Charles, por cierto, fue evolucionando desde el darwinismo (que ¨¦l mismo -esta vez s¨ª- hab¨ªa inventado) hacia unas formas de lamarckismo muy embarazosas para sus posteriores bi¨®grafos. Pero vayamos por partes.
Erasmus Darwin era un de¨ªsta: cre¨ªa que Dios hab¨ªa creado el mundo y sus leyes naturales, pero que luego se hab¨ªa retirado para no volver a intervenir jam¨¢s. Su nieto Charles, a quien le toc¨® vivir en una Inglaterra m¨¢s reaccionaria que la de su abuelo, parti¨® de cimientos mucho menos f¨¦rtiles para el pensamiento cient¨ªfico. En diciembre de 1831, cuando se embarc¨® como naturalista en el H. M. S. Beagle rumbo a Patagonia, Tierra de Fuego, Chile y Per¨², Charles era un jovencito previctoriano de 22 a?os, reci¨¦n licenciado en Teolog¨ªa por la Universidad de Cambridge y convencido de la exactitud del relato de la creaci¨®n expuesto en el G¨¦nesis. Darwin no s¨®lo cre¨ªa firmemente, como todos sus profesores de Cambridge, que cada especie animal y vegetal hab¨ªa sido creada separadamente por Dios, y que no cambiaba jam¨¢s, sino que contaba entre sus libros de cabecera con la Teolog¨ªa natural del reverendo brit¨¢nico William Paley. 'Casi podr¨ªa haberlo recitado de memoria', escribi¨® Darwin mucho despu¨¦s en su autobiograf¨ªa. Paley presentaba en ese libro una meticulosa demostraci¨®n del llamado 'argumento teol¨®gico del dise?o': los seres vivos muestran tal cantidad de signos evidentes de haber sido dise?ados (para las funciones que deben cumplir) que la mera enumeraci¨®n de esos signos es el m¨¢s s¨®lido argumento que puede aducirse en favor de la existencia de Dios. Un Dios que, obviamente, habr¨ªa creado cada especie en un acto separado y magn¨ªfico.
Las observaciones cruciales que despejaron la mente de Darwin de todas esas brumas teol¨®gicas tuvieron lugar en 1835, durante el cuarto a?o de la traves¨ªa del Beagle. Aquel a?o, durante sus escalas en las Gal¨¢pagos, Darwin observ¨® que unos p¨¢jaros llamados pinzones eran similares en todo el archipi¨¦lago y en el continente, pero tambi¨¦n repar¨® en que cada isla albergaba s¨®lo una variedad caracter¨ªstica de esa especie, pese a que todas ocupaban unos h¨¢bitats muy similares. ?Para qu¨¦ demonios se hab¨ªa molestado el Creador en dise?ar una variedad ligeramente distinta de pinz¨®n para cada isla, si con una hubiera dado m¨¢s que de sobra para todo el archipi¨¦lago? ?Es que el Creador iba a resultar ahora ser un chapucero o un gamberro? Unos meses despu¨¦s de haber recolectado espec¨ªmenes de pinzones de tres de las islas, y todav¨ªa a bordo del Beagle, Darwin escribi¨® en su diario de viaje:
'Cuando me fijo en esas islas , todas a la vista unas de otras y habitadas por nada m¨¢s que un parco repertorio de animales, moradas por esos p¨¢jaros que s¨®lo difieren un poco en estructura y que ocupan el mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que son variedades (...) Si hay la m¨¢s m¨ªnima base para estos comentarios, merecer¨¢ la pena examinar la zoolog¨ªa del archipi¨¦lago: porque tales hechos socavan la estabilidad de las especies'.
La conversi¨®n
El Beagle no fondear¨ªa en el puerto ingl¨¦s de Falmouth hasta tres meses despu¨¦s, poniendo fin a una traves¨ªa de cinco a?os. Pero es obvio que Darwin, a sus 27 a?os y todav¨ªa a bordo del buque, estaba ya en avanzados tr¨¢mites de convertirse al evolucionismo so?ado por su abuelo y otros pensadores, una idea her¨¦tica que ning¨²n cient¨ªfico se hab¨ªa tomado en serio nunca, pero que ahora asaltaba al joven Charles con la luz cegadora de una revelaci¨®n. La anotaci¨®n en el diario es de julio de 1836.
En octubre de ese mismo a?o, nada m¨¢s tocar puerto en Falmouth y reintegrarse a la sociedad brit¨¢nica, Darwin puso en orden los numerosos espec¨ª-menes que hab¨ªa recogido laboriosamente durante los cinco a?os de traves¨ªa y los envi¨® a varios especialistas para que le ayudaran a clasificarlos. Uno de ellos, el ornit¨®logo John Gould, se dio cuenta de que las distintas variedades de pinzones recogidas por Darwin en tres de las islas Gal¨¢pagos eran, en realidad, tres especies distintas, aunque similares. Si Darwin ya hab¨ªa reparado durante el viaje en que la supuesta especie ¨²nica de pinzones que poblaba el archipi¨¦lago parec¨ªa no ser estable, el dictamen de Gould vino a revelarle que el aislamiento geogr¨¢fico pod¨ªa, de hecho, dividir a la especie original, llegada del continente, en al menos tres especies diferentes. Eso ya era el colmo. En la primavera de 1837, Darwin ya hab¨ªa extrapolado esas evidencias a la totalidad de la naturaleza, y estaba plenamente convencido de que los seres vivos no hab¨ªan sido creados como los vemos ahora, sino que se hab¨ªan diversificado desde un origen com¨²n a trav¨¦s de peque?os cambios acumulados gradualmente durante centenares o miles de millones de a?os.
Pero esa convicci¨®n no le bastaba. Charles Darwin no pod¨ªa dar por buena su teor¨ªa sin un mecanismo causal que explicara por qu¨¦ las especies cambiaban hasta transformarse en otra cosa, hasta escindirse en dos o m¨¢s especies distintas, hasta generar desde un origen simple y primitivo la sofocante variedad de seres vivos que pueblan en la actualidad cada rinc¨®n de nuestro planeta. (...)
Conservadurismo religioso
Ese mecanismo no se le ocurri¨® hasta septiembre de 1838, un a?o y medio despu¨¦s de haberse convencido por completo de que la evoluci¨®n era un hecho. ?Qu¨¦ ocurri¨® en ese lapso de tiempo? Darwin estaba al tanto de los mecanismos evolucionistas propuestos por su abuelo Erasmus y por el franc¨¦s Lamarck. Y sab¨ªa que esas ideas hab¨ªan sido aplastadas sin piedad no s¨®lo por el conservadurismo religioso, sino tambi¨¦n por la ortodoxia cient¨ªfica de la ¨¦poca. En palabras del historiador Philip Appleman:
'[Darwin] conoc¨ªa la amarga experiencia de Lamarck, que hab¨ªa tratado de desafiar la opini¨®n convencional con una hip¨®tesis evolucionista poco convincente, y hab¨ªa sido atacado y ridiculizado sistem¨¢ticamente por la pr¨¢ctica totalidad del establishment cient¨ªfico. Otros cient¨ªficos, fil¨®sofos y escritores, incluido el propio abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, hab¨ªan especulado tambi¨¦n sobre la transmutaci¨®n [evoluci¨®n] de las especies, pero, al igual que el de Lamarck, su trabajo tampoco fue tomado en serio; era demasiado hipot¨¦tico o demasiado superficial para amenazar en cualquier forma grave a la creencia cient¨ªfica y religiosa en la estabilidad de las especies'. (Appleman, 2000).
Uno de los principales argumentos de la ciencia convencional contra las ideas evolutivas de cualquier tipo era que ¨¦stas no pod¨ªan explicar satisfactoriamente las evidentes, y espectaculares, adaptaciones de los seres vivos a su ambiente. Si hubiera sido cierto que las especies eran cambiantes, ?c¨®mo podr¨ªa entenderse que cada una hubiera desarrollado unas estructuras tan complejas y tan ¨²tiles, tan optimizadas, tan obviamente dise?adas por Dios para funcionar en el entorno en que viv¨ªan? Ese era, en esencia, el argumento del reverendo Paley, que tan bien conoc¨ªa el joven Charles.
Darwin, sin embargo, estaba muy familiarizado con las chocantes transformaciones que los agricultores y los mejoradores hab¨ªan logrado con las plantas de cultivo y los animales dom¨¦sticos. Y tambi¨¦n sab¨ªa cu¨¢l era el truco: ninguna fuerza o tendencia intr¨ªnseca llevaba a las espigas a hacerse mayores y m¨¢s compactas a lo largo de las generaciones. Era el agricultor el que eleg¨ªa las mejores espigas en cada generaci¨®n y las usaba para sembrar la siguiente cosecha. En eso consist¨ªa la selecci¨®n. ?No habr¨ªa alguna forma de que eso mismo ocurriera en la naturaleza, sin ninguna mano que guiara el proceso?
Como se ve, todos los ingredientes estaban ya flotando en la cabeza de Darwin: las especies cambiaban; lo hac¨ªan gradualmente, hasta escindirse en dos o m¨¢s especies nuevas; el resultado era un incremento de adaptaci¨®n al entorno; ninguna fuerza intr¨ªnseca las llevaba a ello; en cada generaci¨®n, algo deb¨ªa seleccionar a ciertos individuos y descartar a todos los dem¨¢s. ?Qu¨¦ era ese algo? ?Qu¨¦ fuerza causal pod¨ªa completar el esquema? ?Qu¨¦ pod¨ªa hacer las veces del agricultor que selecciona las semillas en cada generaci¨®n?
Todos los muelles estaban tensados y s¨®lo necesitaban una mota de polvo para saltar por los aires al un¨ªsono. Y la clave vino de la lectura casual del Ensayo sobre el principio de la poblaci¨®n del reverendo Thomas Malthus. All¨ª se se?alaba que la poblaci¨®n humana siempre tiende a crecer m¨¢s deprisa que los recursos y los alimentos. Pero entonces... ?Cristo! ?sa era la clave que Darwin necesitaba tan desesperadamente. La fuerza causal de la evoluci¨®n -el agricultor que seleccionaba las semillas- no era otra que la escasez. Si los seres vivos ten¨ªan una gran capacidad de reproducirse, pero los recursos eran limitados, s¨®lo las variantes m¨¢s aptas de cada generaci¨®n (las m¨¢s adaptadas a las necesidades impuestas por su medio) sobrevivir¨ªan lo suficiente como para reproducirse y transmitir sus cualidades a la siguiente generaci¨®n. La repetici¨®n de este proceso ciego una generaci¨®n tras otra durante miles o millones de a?os provocar¨ªa inevitablemente que las especies fueran cambiando y haci¨¦ndose m¨¢s aptas para vivir en su medio. La mera escasez de recursos hac¨ªa las veces del agricultor que selecciona las espigas. M¨¢s a¨²n: las fascinantes adaptaciones de los seres vivos a su particular entorno, sus estructuras y especializaciones tan funcionales y ¨®ptimas, tan obviamente dise?adas por un Ser inteligente, como cre¨ªa haber demostrado el reverendo Paley, quedaban explicadas de un plumazo sin intervenci¨®n divina alguna, ya que el cambio gradual de las especies, generaci¨®n tras generaci¨®n, no consist¨ªa en una deriva err¨¢tica, sino que estaba guiado por las exigencias del entorno, y deb¨ªa conducir por tanto, inevitablemente, a optimizar la adaptaci¨®n a ese entorno. La principal cr¨ªtica de la ortodoxia cient¨ªfica a Lamarck y los otros evolucionistas predarwinianos hab¨ªa quedado desactivada para los restos.
Ahora s¨ª: ¨¦sta es la teor¨ªa de la evoluci¨®n por selecci¨®n natural, la gran aportaci¨®n de Darwin al pensamiento occidental. ?sa es la idea que hizo exclamar a Thomas Huxley: '?Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido no haber pensado en ello!'. Y ahora vemos el porqu¨¦ de la reacci¨®n de Huxley. Jam¨¢s una idea tan simple, tan evidente, jam¨¢s una de esas ideas que se le pueden ocurrir a cualquiera, hab¨ªa explicado una realidad tan amplia, compleja y trascendente como... ?la totalidad de la biolog¨ªa del planeta Tierra! Y acabando de paso con una superstici¨®n tan antigua como la propia humanidad: la de creer que Dios existe. Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido que, durante los 100.000 a?os que la especie humana llevaba en el mundo, a nadie se le hubiera ocurrido esa trivialidad. Huxley, la verdad, ten¨ªa todas las razones para morirse de envidia.
Darwin dio con la teor¨ªa de la selecci¨®n natural el 28 de septiembre de 1838. Hab¨ªan pasado dos a?os y dos meses desde la anotaci¨®n crucial en su diario sobre los pinzones, todav¨ªa a bordo del Beagle. Y un a?o y medio desde que, ya en tierra, se convenci¨® por completo de que la evoluci¨®n era un hecho. A¨²n habr¨ªan de pasar otros 21 a?os hasta que se decidiera a publicarla en el libro que fund¨® la biolog¨ªa moderna, El origen de las especies. Durante esos 21 a?os, Darwin fue posiblemente el ¨²nico ser humano que se hab¨ªa asomado al oscuro abismo de la verdad. No falta quien piensa que su salud se resinti¨® por ello.
Lo natural es, siempre hab¨ªa sido, pensar que los seres vivos han sido dise?ados por un ser inteligente. Todo el mundo, tambi¨¦n el mundo cient¨ªfico, hab¨ªa dado por descontada esa obviedad hasta que Darwin formul¨® una alternativa cre¨ªble y cient¨ªficamente coherente: la selecci¨®n natural. Desde Darwin sabemos que cualquier cosa -bueno, cualquier cosa de una cierta complejidad- que sea capaz de sacar copias de s¨ª misma, de manera levemente inexacta, no tiene m¨¢s remedio que irse haciendo lentamente m¨¢s eficaz a lo largo de las generaciones, de modo ciego y est¨²pido. La raz¨®n es que, como las copias son inexactas, todos los individuos son ligeramente diferentes, y siempre habr¨¢ uno que, por pura casualidad, se las apa?e un poquito mejor -nada espectacular, cualquier ¨ªnfima mejora puede valer- y logre hacer m¨¢s copias de s¨ª mismo que todos los dem¨¢s. En un mundo de recursos limitados, y con el paso del tiempo, los descendientes de aquel individuo levemente mejorado, que son muy parecidos a ¨¦l, ser¨¢n mayoritarios en la poblaci¨®n, y, por tanto, la poblaci¨®n habr¨¢ cambiado y ahora se las apa?ar¨¢ un poquito mejor que unas generaciones antes. Y cuidado con la palabra mejor: el darwinismo s¨®lo nos permite utilizarla en un sentido local, pasajero, oportunista, carente de finalidad. En el darwinismo no hay objetivos: las cosas pasan y se acab¨®.
Invenciones espectaculares
La repetici¨®n ciega y mec¨¢nica de este proceso durante millones o decenas de millones de a?os, nos sigue diciendo Darwin, conduce a menudo a invenciones espectaculares, ¨®rganos tan complejos, exquisitos y eficaces como el ojo del ¨¢guila, o como el cerebro humano, tan complejos, exquisitos y eficaces que parecen dise?ados por un ser inteligente. Por un ser muy inteligente, si hemos de ser exactos. Darwin hab¨ªa descubierto por fin una alternativa cre¨ªble al creacionismo, a la perogrullada que todo el mundo hab¨ªa dado por sentada hasta entonces, y que formulaba -o mejor, que ni formulaba por obvio- que las cosas de dise?o inteligente, como los relojes y los seres vivos, ten¨ªan forzosamente que haber sido dise?adas por una inteligencia, como un relojero o un dios. Fue la teor¨ªa de la selecci¨®n natural la que refut¨® el famoso argumento teol¨®gico del dise?o, tan p¨ªa y meticulosamente ensamblado por el reverendo Paley. Si quieren loar a la persona que mat¨® a Dios no busquen en el entorno de Nietzsche. Pidan la lista de tripulantes del H. M. S. Beagle. (...)
Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido no haber pensado en ello!'. Esa fue la c¨¦lebre reacci¨®n del cient¨ªfico y reformador social brit¨¢nico Thomas Huxley cuando oy¨® por primera vez la idea de Charles Darwin. La frase, de una u otra forma, pronunciada o no en voz alta, se habr¨¢ repetido miles de veces desde entonces cada vez que un estudiante o un lector curioso haya descubierto la teor¨ªa de la evoluci¨®n por selecci¨®n natural en un libro de texto o en un reportaje de la prensa dominical. ?Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido no haber pensado en ello!
No quiero decir simplemente que cualquier idea brillante induzca en los dem¨¢s una comprensible envidia. Uno puede envidiar a Plat¨®n por su caverna, a Leibniz por el c¨¢lculo diferencial o a Schumann por cualquiera de sus lieder. Uno puede cocerse de resentimiento por no haber nacido con el talento de Leonardo da Vinci, J. W. von Goethe o Billy Wilder. Uno puede admirar a Cervantes hasta desearle todo lo peor. Pero nadie dice: ?Dios m¨ªo, qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido he sido por no haber ideado la Gioconda, el Fausto o El apartamento! ?C¨®mo he sido tan imb¨¦cil de no escribir El Quijote? La no muy larga historia de la ciencia est¨¢ tambi¨¦n repleta de buenas ideas, qu¨¦ duda cabe, pero nadie llega al bar a la hora del aperitivo y exclama: Por los clavos de Cristo, pero ?c¨®mo no se me ocurri¨® a m¨ª la ley de la gravitaci¨®n universal, o la tabla peri¨®dica de los elementos, o la ecuaci¨®n de onda de la mec¨¢nica cu¨¢ntica? Uno puede admirar todas esas cosas, y envidiar a los cr¨¢neos privilegiados que las concibieron por primera vez, s¨ª, pero nadie se flagela por no haber sido capaz de producirlas. Aceptamos que Newton, Mendel¨¦iev y Schr?dinger eran unos tipos geniales, pero tambi¨¦n suponemos que sudaron sangre para construir esas prodigiosas arquitecturas mentales, y no estamos por la labor de revivir sus torturas en nuestras carnes. Entonces, ?qu¨¦ fue lo que hizo palidecer de envidia a Thomas Huxley?
La gran aportaci¨®n de Charles Darwin al pensamiento occidental no es la idea de la evoluci¨®n, como parece creer casi todo el mundo. Esa gloria le corresponde muy probablemente a su mism¨ªsimo abuelo, el m¨¦dico, poeta y gourmet brit¨¢nico del siglo XVIII Erasmus Darwin. Noventa a?os antes de que lo hiciera su nieto, Erasmus Darwin ya hab¨ªa formulado y voceado las l¨ªneas b¨¢sicas de la teor¨ªa de la evoluci¨®n, una idea que no s¨®lo lleg¨® a o¨ªdos de su nieto Charles, sino que ha sobrevivido durante m¨¢s de dos siglos hasta nuestros gen¨®micos d¨ªas. La idea dice as¨ª: todos los seres vivos de este planeta, con toda su mareante diversidad, con todas sus asombrosas especializaciones, provienen de una o unas pocas formas muy simples y primordiales.
Pregunta para el Trivial
Un inciso. Quisiera proponer a los fabricantes del Trivial Pursuit una nueva pregunta para sus cartones: ?Qui¨¦n fue el primer lamarckista? Jean Baptiste de Lamarck, responder¨¢ el m¨¢s listo de la reuni¨®n con una sonrisa autosuficiente. Y perder¨¢ la jugada, porque el primer lamarckista fue Darwin (no Charles, sino su abuelo Erasmus). Lo que conocemos como lamarckismo, o herencia de los caracteres adquiridos, es la idea de que las transformaciones que un individuo logre durante su vida -cuellos estirados para alcanzar las hojas m¨¢s altas, extremidades aplanadas para remar mejor en el agua, dedos atrofiados por la falta de uso- se puede transmitir a la descendencia. Y, en efecto, fue Erasmus Darwin el primero en proponer ese mecanismo como una fuerza causal de la evoluci¨®n biol¨®gica. Digo 'como una fuerza causal de la evoluci¨®n biol¨®gica' porque la herencia de los caracteres adquiridos era una especie de mito o superstici¨®n de andar por casa por lo menos desde la Ilustraci¨®n, y posiblemente desde la noche de los tiempos. Pero fue el abuelo Erasmus el primero en tom¨¢rsela en serio y ponerla por escrito en un libro de zoolog¨ªa. El naturalista franc¨¦s Jean Baptiste de Lamarck propuso tambi¨¦n el lamarckismo como un mecanismo evolutivo, desde luego, pero lo hizo 10 a?os m¨¢s tarde que Erasmus Darwin. No es que esto importe mucho, toda vez que el lamarckismo ha resultado ser una teor¨ªa err¨®nea, pero es de justicia darle a la familia Darwin lo que le corresponde en la historia del pensamiento evolucionista. El mismo Charles, por cierto, fue evolucionando desde el darwinismo (que ¨¦l mismo -esta vez s¨ª- hab¨ªa inventado) hacia unas formas de lamarckismo muy embarazosas para sus posteriores bi¨®grafos. Pero vayamos por partes.
Erasmus Darwin era un de¨ªsta: cre¨ªa que Dios hab¨ªa creado el mundo y sus leyes naturales, pero que luego se hab¨ªa retirado para no volver a intervenir jam¨¢s. Su nieto Charles, a quien le toc¨® vivir en una Inglaterra m¨¢s reaccionaria que la de su abuelo, parti¨® de cimientos mucho menos f¨¦rtiles para el pensamiento cient¨ªfico. En diciembre de 1831, cuando se embarc¨® como naturalista en el H. M. S. Beagle rumbo a Patagonia, Tierra de Fuego, Chile y Per¨², Charles era un jovencito previctoriano de 22 a?os, reci¨¦n licenciado en Teolog¨ªa por la Universidad de Cambridge y convencido de la exactitud del relato de la creaci¨®n expuesto en el G¨¦nesis. Darwin no s¨®lo cre¨ªa firmemente, como todos sus profesores de Cambridge, que cada especie animal y vegetal hab¨ªa sido creada separadamente por Dios, y que no cambiaba jam¨¢s, sino que contaba entre sus libros de cabecera con la Teolog¨ªa natural del reverendo brit¨¢nico William Paley. 'Casi podr¨ªa haberlo recitado de memoria', escribi¨® Darwin mucho despu¨¦s en su autobiograf¨ªa. Paley presentaba en ese libro una meticulosa demostraci¨®n del llamado 'argumento teol¨®gico del dise?o': los seres vivos muestran tal cantidad de signos evidentes de haber sido dise?ados (para las funciones que deben cumplir) que la mera enumeraci¨®n de esos signos es el m¨¢s s¨®lido argumento que puede aducirse en favor de la existencia de Dios. Un Dios que, obviamente, habr¨ªa creado cada especie en un acto separado y magn¨ªfico.
Las observaciones cruciales que despejaron la mente de Darwin de todas esas brumas teol¨®gicas tuvieron lugar en 1835, durante el cuarto a?o de la traves¨ªa del Beagle. Aquel a?o, durante sus escalas en las Gal¨¢pagos, Darwin observ¨® que unos p¨¢jaros llamados pinzones eran similares en todo el archipi¨¦lago y en el continente, pero tambi¨¦n repar¨® en que cada isla albergaba s¨®lo una variedad caracter¨ªstica de esa especie, pese a que todas ocupaban unos h¨¢bitats muy similares. ?Para qu¨¦ demonios se hab¨ªa molestado el Creador en dise?ar una variedad ligeramente distinta de pinz¨®n para cada isla, si con una hubiera dado m¨¢s que de sobra para todo el archipi¨¦lago? ?Es que el Creador iba a resultar ahora ser un chapucero o un gamberro? Unos meses despu¨¦s de haber recolectado espec¨ªmenes de pinzones de tres de las islas, y todav¨ªa a bordo del Beagle, Darwin escribi¨® en su diario de viaje:
'Cuando me fijo en esas islas , todas a la vista unas de otras y habitadas por nada m¨¢s que un parco repertorio de animales, moradas por esos p¨¢jaros que s¨®lo difieren un poco en estructura y que ocupan el mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que son variedades (...) Si hay la m¨¢s m¨ªnima base para estos comentarios, merecer¨¢ la pena examinar la zoolog¨ªa del archipi¨¦lago: porque tales hechos socavan la estabilidad de las especies'.
La conversi¨®n
El Beagle no fondear¨ªa en el puerto ingl¨¦s de Falmouth hasta tres meses despu¨¦s, poniendo fin a una traves¨ªa de cinco a?os. Pero es obvio que Darwin, a sus 27 a?os y todav¨ªa a bordo del buque, estaba ya en avanzados tr¨¢mites de convertirse al evolucionismo so?ado por su abuelo y otros pensadores, una idea her¨¦tica que ning¨²n cient¨ªfico se hab¨ªa tomado en serio nunca, pero que ahora asaltaba al joven Charles con la luz cegadora de una revelaci¨®n. La anotaci¨®n en el diario es de julio de 1836.
En octubre de ese mismo a?o, nada m¨¢s tocar puerto en Falmouth y reintegrarse a la sociedad brit¨¢nica, Darwin puso en orden los numerosos espec¨ª-menes que hab¨ªa recogido laboriosamente durante los cinco a?os de traves¨ªa y los envi¨® a varios especialistas para que le ayudaran a clasificarlos. Uno de ellos, el ornit¨®logo John Gould, se dio cuenta de que las distintas variedades de pinzones recogidas por Darwin en tres de las islas Gal¨¢pagos eran, en realidad, tres especies distintas, aunque similares. Si Darwin ya hab¨ªa reparado durante el viaje en que la supuesta especie ¨²nica de pinzones que poblaba el archipi¨¦lago parec¨ªa no ser estable, el dictamen de Gould vino a revelarle que el aislamiento geogr¨¢fico pod¨ªa, de hecho, dividir a la especie original, llegada del continente, en al menos tres especies diferentes. Eso ya era el colmo. En la primavera de 1837, Darwin ya hab¨ªa extrapolado esas evidencias a la totalidad de la naturaleza, y estaba plenamente convencido de que los seres vivos no hab¨ªan sido creados como los vemos ahora, sino que se hab¨ªan diversificado desde un origen com¨²n a trav¨¦s de peque?os cambios acumulados gradualmente durante centenares o miles de millones de a?os.
Pero esa convicci¨®n no le bastaba. Charles Darwin no pod¨ªa dar por buena su teor¨ªa sin un mecanismo causal que explicara por qu¨¦ las especies cambiaban hasta transformarse en otra cosa, hasta escindirse en dos o m¨¢s especies distintas, hasta generar desde un origen simple y primitivo la sofocante variedad de seres vivos que pueblan en la actualidad cada rinc¨®n de nuestro planeta. (...)
Conservadurismo religioso
Ese mecanismo no se le ocurri¨® hasta septiembre de 1838, un a?o y medio despu¨¦s de haberse convencido por completo de que la evoluci¨®n era un hecho. ?Qu¨¦ ocurri¨® en ese lapso de tiempo? Darwin estaba al tanto de los mecanismos evolucionistas propuestos por su abuelo Erasmus y por el franc¨¦s Lamarck. Y sab¨ªa que esas ideas hab¨ªan sido aplastadas sin piedad no s¨®lo por el conservadurismo religioso, sino tambi¨¦n por la ortodoxia cient¨ªfica de la ¨¦poca. En palabras del historiador Philip Appleman:
'[Darwin] conoc¨ªa la amarga experiencia de Lamarck, que hab¨ªa tratado de desafiar la opini¨®n convencional con una hip¨®tesis evolucionista poco convincente, y hab¨ªa sido atacado y ridiculizado sistem¨¢ticamente por la pr¨¢ctica totalidad del establishment cient¨ªfico. Otros cient¨ªficos, fil¨®sofos y escritores, incluido el propio abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, hab¨ªan especulado tambi¨¦n sobre la transmutaci¨®n [evoluci¨®n] de las especies, pero, al igual que el de Lamarck, su trabajo tampoco fue tomado en serio; era demasiado hipot¨¦tico o demasiado superficial para amenazar en cualquier forma grave a la creencia cient¨ªfica y religiosa en la estabilidad de las especies'. (Appleman, 2000).
Uno de los principales argumentos de la ciencia convencional contra las ideas evolutivas de cualquier tipo era que ¨¦stas no pod¨ªan explicar satisfactoriamente las evidentes, y espectaculares, adaptaciones de los seres vivos a su ambiente. Si hubiera sido cierto que las especies eran cambiantes, ?c¨®mo podr¨ªa entenderse que cada una hubiera desarrollado unas estructuras tan complejas y tan ¨²tiles, tan optimizadas, tan obviamente dise?adas por Dios para funcionar en el entorno en que viv¨ªan? Ese era, en esencia, el argumento del reverendo Paley, que tan bien conoc¨ªa el joven Charles.
Darwin, sin embargo, estaba muy familiarizado con las chocantes transformaciones que los agricultores y los mejoradores hab¨ªan logrado con las plantas de cultivo y los animales dom¨¦sticos. Y tambi¨¦n sab¨ªa cu¨¢l era el truco: ninguna fuerza o tendencia intr¨ªnseca llevaba a las espigas a hacerse mayores y m¨¢s compactas a lo largo de las generaciones. Era el agricultor el que eleg¨ªa las mejores espigas en cada generaci¨®n y las usaba para sembrar la siguiente cosecha. En eso consist¨ªa la selecci¨®n. ?No habr¨ªa alguna forma de que eso mismo ocurriera en la naturaleza, sin ninguna mano que guiara el proceso?
Como se ve, todos los ingredientes estaban ya flotando en la cabeza de Darwin: las especies cambiaban; lo hac¨ªan gradualmente, hasta escindirse en dos o m¨¢s especies nuevas; el resultado era un incremento de adaptaci¨®n al entorno; ninguna fuerza intr¨ªnseca las llevaba a ello; en cada generaci¨®n, algo deb¨ªa seleccionar a ciertos individuos y descartar a todos los dem¨¢s. ?Qu¨¦ era ese algo? ?Qu¨¦ fuerza causal pod¨ªa completar el esquema? ?Qu¨¦ pod¨ªa hacer las veces del agricultor que selecciona las semillas en cada generaci¨®n?
Todos los muelles estaban tensados y s¨®lo necesitaban una mota de polvo para saltar por los aires al un¨ªsono. Y la clave vino de la lectura casual del Ensayo sobre el principio de la poblaci¨®n del reverendo Thomas Malthus. All¨ª se se?alaba que la poblaci¨®n humana siempre tiende a crecer m¨¢s deprisa que los recursos y los alimentos. Pero entonces... ?Cristo! ?sa era la clave que Darwin necesitaba tan desesperadamente. La fuerza causal de la evoluci¨®n -el agricultor que seleccionaba las semillas- no era otra que la escasez. Si los seres vivos ten¨ªan una gran capacidad de reproducirse, pero los recursos eran limitados, s¨®lo las variantes m¨¢s aptas de cada generaci¨®n (las m¨¢s adaptadas a las necesidades impuestas por su medio) sobrevivir¨ªan lo suficiente como para reproducirse y transmitir sus cualidades a la siguiente generaci¨®n. La repetici¨®n de este proceso ciego una generaci¨®n tras otra durante miles o millones de a?os provocar¨ªa inevitablemente que las especies fueran cambiando y haci¨¦ndose m¨¢s aptas para vivir en su medio. La mera escasez de recursos hac¨ªa las veces del agricultor que selecciona las espigas. M¨¢s a¨²n: las fascinantes adaptaciones de los seres vivos a su particular entorno, sus estructuras y especializaciones tan funcionales y ¨®ptimas, tan obviamente dise?adas por un Ser inteligente, como cre¨ªa haber demostrado el reverendo Paley, quedaban explicadas de un plumazo sin intervenci¨®n divina alguna, ya que el cambio gradual de las especies, generaci¨®n tras generaci¨®n, no consist¨ªa en una deriva err¨¢tica, sino que estaba guiado por las exigencias del entorno, y deb¨ªa conducir por tanto, inevitablemente, a optimizar la adaptaci¨®n a ese entorno. La principal cr¨ªtica de la ortodoxia cient¨ªfica a Lamarck y los otros evolucionistas predarwinianos hab¨ªa quedado desactivada para los restos.
Ahora s¨ª: ¨¦sta es la teor¨ªa de la evoluci¨®n por selecci¨®n natural, la gran aportaci¨®n de Darwin al pensamiento occidental. ?sa es la idea que hizo exclamar a Thomas Huxley: '?Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido no haber pensado en ello!'. Y ahora vemos el porqu¨¦ de la reacci¨®n de Huxley. Jam¨¢s una idea tan simple, tan evidente, jam¨¢s una de esas ideas que se le pueden ocurrir a cualquiera, hab¨ªa explicado una realidad tan amplia, compleja y trascendente como... ?la totalidad de la biolog¨ªa del planeta Tierra! Y acabando de paso con una superstici¨®n tan antigua como la propia humanidad: la de creer que Dios existe. Qu¨¦ incre¨ªblemente est¨²pido que, durante los 100.000 a?os que la especie humana llevaba en el mundo, a nadie se le hubiera ocurrido esa trivialidad. Huxley, la verdad, ten¨ªa todas las razones para morirse de envidia.
Darwin dio con la teor¨ªa de la selecci¨®n natural el 28 de septiembre de 1838. Hab¨ªan pasado dos a?os y dos meses desde la anotaci¨®n crucial en su diario sobre los pinzones, todav¨ªa a bordo del Beagle. Y un a?o y medio desde que, ya en tierra, se convenci¨® por completo de que la evoluci¨®n era un hecho. A¨²n habr¨ªan de pasar otros 21 a?os hasta que se decidiera a publicarla en el libro que fund¨® la biolog¨ªa moderna, El origen de las especies. Durante esos 21 a?os, Darwin fue posiblemente el ¨²nico ser humano que se hab¨ªa asomado al oscuro abismo de la verdad. No falta quien piensa que su salud se resinti¨® por ello.
Lo natural es, siempre hab¨ªa sido, pensar que los seres vivos han sido dise?ados por un ser inteligente. Todo el mundo, tambi¨¦n el mundo cient¨ªfico, hab¨ªa dado por descontada esa obviedad hasta que Darwin formul¨® una alternativa cre¨ªble y cient¨ªficamente coherente: la selecci¨®n natural. Desde Darwin sabemos que cualquier cosa -bueno, cualquier cosa de una cierta complejidad- que sea capaz de sacar copias de s¨ª misma, de manera levemente inexacta, no tiene m¨¢s remedio que irse haciendo lentamente m¨¢s eficaz a lo largo de las generaciones, de modo ciego y est¨²pido. La raz¨®n es que, como las copias son inexactas, todos los individuos son ligeramente diferentes, y siempre habr¨¢ uno que, por pura casualidad, se las apa?e un poquito mejor -nada espectacular, cualquier ¨ªnfima mejora puede valer- y logre hacer m¨¢s copias de s¨ª mismo que todos los dem¨¢s. En un mundo de recursos limitados, y con el paso del tiempo, los descendientes de aquel individuo levemente mejorado, que son muy parecidos a ¨¦l, ser¨¢n mayoritarios en la poblaci¨®n, y, por tanto, la poblaci¨®n habr¨¢ cambiado y ahora se las apa?ar¨¢ un poquito mejor que unas generaciones antes. Y cuidado con la palabra mejor: el darwinismo s¨®lo nos permite utilizarla en un sentido local, pasajero, oportunista, carente de finalidad. En el darwinismo no hay objetivos: las cosas pasan y se acab¨®.
Invenciones espectaculares
La repetici¨®n ciega y mec¨¢nica de este proceso durante millones o decenas de millones de a?os, nos sigue diciendo Darwin, conduce a menudo a invenciones espectaculares, ¨®rganos tan complejos, exquisitos y eficaces como el ojo del ¨¢guila, o como el cerebro humano, tan complejos, exquisitos y eficaces que parecen dise?ados por un ser inteligente. Por un ser muy inteligente, si hemos de ser exactos. Darwin hab¨ªa descubierto por fin una alternativa cre¨ªble al creacionismo, a la perogrullada que todo el mundo hab¨ªa dado por sentada hasta entonces, y que formulaba -o mejor, que ni formulaba por obvio- que las cosas de dise?o inteligente, como los relojes y los seres vivos, ten¨ªan forzosamente que haber sido dise?adas por una inteligencia, como un relojero o un dios. Fue la teor¨ªa de la selecci¨®n natural la que refut¨® el famoso argumento teol¨®gico del dise?o, tan p¨ªa y meticulosamente ensamblado por el reverendo Paley. Si quieren loar a la persona que mat¨® a Dios no busquen en el entorno de Nietzsche. Pidan la lista de tripulantes del H. M. S. Beagle. (...)
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