Colchoneros
Nuestro personaje pasea inquieto por la ermita del santo: hace un siglo, no consigui¨® entenderse con la gente -lo cont¨® Jardiel Poncela-, y ahora le cuesta aceptar lo ocurrido. "Uno no crea Guant¨¢namo para que se le escapen los presos", repite mientras echa migas a las palomas.
Nadie nace ense?ado, y en su primera visita a la capital de Espa?a le hubiera convenido asomarse al boquete abierto junto al chalet del escultor Sebasti¨¢n Miranda, en los alrededores de la Ciudad Universitaria, para ser menos c¨¢ndido y adoptar precauciones. Porque en ese foso del estadio rojiblanco del Metropolitano, en una terraza pr¨®xima a los vestuarios, se tend¨ªa la ropa de los futbolistas.
?No es para ponerse en guardia? ?C¨®mo confiar en una instituci¨®n deportiva que mezcla la prosa de la vida con la epopeya del gol? En aquel tiempo, el ni?o de ese equipo no se llamaba Fernando Torres, sino Enrique Collar, que, con Joaqu¨ªn Peir¨®, el galgo, formaba en la banda izquierda de la delantera el ala infernal. ?Tampoco inquiet¨® a nuestro personaje esta alusi¨®n?
Pues si no fuera aviso suficiente, deber¨ªa haber o¨ªdo el murmullo que, ya avanzado el partido y su minuciosa serie de injusticias, se propagaba en aquel estadio hasta constituir el mayor grito de rabia que jam¨¢s se escuch¨® en Madrid: era una apelaci¨®n al defensa Jorge Bernardo Griffa Monferoni para que abandonara su cacicazgo en el ¨¢rea propia -donde daba m¨¢s cera que un cirio- y penetrase con su trotecillo matal¨®n en territorio rival a cobrarse, como poco, la vida del adversario.
"Griffa, mata", gritaban aquellos pose¨ªdos. Y tan airado clamor sobrevivi¨® a la jubilaci¨®n del defensa y a la muerte de los que lo profer¨ªan. ?No lo recuerda nuestro personaje? ?Tampoco repar¨® en esa hilera de penitentes que en la tarde de los domingos, al terminar el f¨²tbol, sub¨ªa desde el campo del Metropolitano hacia el G¨®lgota de Cuatro Caminos convirtiendo la avenida de la Reina Victoria en la senda de los elefantes? Esos frustrados espectadores merec¨ªan algo m¨¢s que la indiferencia de las alturas donde nuestro personaje reside. Porque desapareci¨® ese estadio, y aunque la sufrida hueste cambi¨® de itinerario -pues desde el Manzanares se dirige ahora al metro de Pir¨¢mides por la calle de Alejandro Dumas-, no ha remitido su insatisfacci¨®n ni su sed de venganza.
?No hubiera sido m¨¢s pol¨ªtico escuchar sus quejas? As¨ª se alivian los pobres, y estos despechados acumulaban numerosos agravios: perdieron la Copa de Europa a falta de medio minuto; los ¨¢rbitros les quitaron m¨¢s ligas que un banquero a una vedette; les elimin¨® el Basconia de la Copa del General¨ªsimo; trocaron su estadio por otro edificado en una autopista y sobre un r¨ªo; su dimitido presidente pis¨® la c¨¢rcel; el club est¨¢ intervenido judicialmente; descendi¨® a Segunda Divisi¨®n... Total, que si un colch¨®n toma consistencia a fuerza de palos, con raz¨®n se les llama colchoneros.
Pero nuestro personaje, en vez de ocuparse de estos desfavorecidos y organizarles una colecta, como cabe exigir al cristiano, miraba al norte de la capital. All¨ª hab¨ªa encontrado un equipo que era una sucursal del cielo y le daba triunfos y torretas y camisetas y recalificaciones... Quiz¨¢ pensando en los ultras de aquel equipo nuestro personaje proclam¨® que s¨®lo los violentos arrebatar¨ªan la gloria. Por eso, ni pod¨ªa imaginar que a espaldas de do?a Concha Espina, en esa pradera del Manzanares donde Isidro se gan¨® la santidad haciendo trabajar a los bueyes, la turba de colchoneros iba a irse sin un mal modo del infierno al que fue condenado.
Y esa osad¨ªa preocupa a nuestro personaje: ?no estableci¨® que quien entra ah¨ª pierde la esperanza de salir? Sus manos se cierran en formidable palmada que deja sin pan a las palomas de la ermita. "Guant¨¢namo", admite, "un infierno como Dios manda". Y sospecha que esta afici¨®n iconoclasta, tras burlarse del dogma y escapar de donde nadie se fuga, ha comprendido que no necesita jugadores ni estadios ni competiciones -ni siquiera el f¨²tbol- para alimentar lo que ella llama su sentimiento.
Y si se bastan a s¨ª mismos, deduce nuestro personaje, ?no ser¨¢n como Dios? Un calambre de angustia le sacude. Sin vacilar se pone en marcha, por el paseo de la Virgen del Puerto entra en el estadio del Atl¨¦tico de Madrid y resignadamente se hace socio colchonero.
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