La ciudad junto al r¨ªo de las desgracias
Buenos Aires fue fundada dos veces a orillas de un inmenso r¨ªo de aguas marrones, del color del desierto para Jorge Luis Borges e inm¨®viles para Eduardo Mallea. Quien lleg¨® primero fue el granadino Pedro de Mendoza, en 1536. Al parecer, clav¨® la cruz y la espada en la barranca donde ahora se alza el parque Lezama, pero a los pocos d¨ªas, desanimado por el hambre y la hostilidad del suelo, regres¨® a su nave mayor, agonizante de s¨ªfilis. El segundo fue el vizca¨ªno Juan de Garay, quien plant¨® un ¨¢rbol de justicia el 11 de junio de 1580 en el centro de la actual plaza de Mayo, luego de haber desbrozado el ¨¢spero terreno, limpi¨¢ndolo de pastizales y juncos.
Una extra?a sucesi¨®n de calamidades atorment¨® a los fundadores. A Mendoza se le sublev¨® dos veces la tripulaci¨®n; una de sus naves equivoc¨® el rumbo y fue a dar al Caribe, sus soldados perecieron de hambre y se entregaron a la antropofagia, y casi todos los fuertes que dej¨® en su derrotero fueron extinguidos por repentinos incendios. Tambi¨¦n Garay afront¨® motines de las guarniciones de tierra, pero el peor de los motines sucedi¨® en su cabeza. Un a?o despu¨¦s de la fundaci¨®n, se lanz¨® en busca de la ilusoria Ciudad de los C¨¦sares, a la que imaginaba en sue?os como una isla de gigantes custodiada por dragones y grifos, en cuyo centro se alzaba un templo de oro y carbunclo, que resplandec¨ªa aun en las tinieblas. Descendi¨® m¨¢s de cien leguas por la costa ventruda de Samboromb¨®n y el Atl¨¢ntico Sur sin encontrar rastros de lo que hab¨ªa imaginado. Al regresar, ya no sab¨ªa orientarse en la realidad y, para recuperar la raz¨®n, necesitaba buscarla en los sue?os. En marzo de 1583, mientras viajaba en un bergant¨ªn hacia Carcara?¨¢, se detuvo, ya de noche, en un entramado de arroyos y canales sin aparente salida. Decidi¨® acampar en tierra firme y quedarse a esperar la ma?ana con su tripulaci¨®n de cincuenta espa?oles. Nunca la vio llegar. Una avanzada de guerreros querand¨ªes lo atac¨® antes del amanecer y le desgarr¨® el sue?o a lanzazos.
A mediados del siglo XX, el esplendor de Buenos Aires cortaba el aliento. Parte de esa belleza todav¨ªa se conserva
Los turistas se detienen en los innumerables caf¨¦s de la avenida de Mayo y de la calle Corrientes
Es costumbre suprimir de la historia los hechos que contradicen las ideas oficiales sobre la grandeza del pa¨ªs
El tango, que hab¨ªa declinado en las d¨¦cadas de los setenta y ochenta, ha renacido entre los j¨®venes
A mediados del siglo XX, el esplendor de Buenos Aires cortaba el aliento. Parte de esa belleza todav¨ªa se conserva. Apenas el viajero alza la vista en las calles del centro, descubre palacios barrocos y c¨²pulas en forma de paraguas o melones, con miradores in¨²tiles que sirven de ornamento. La ciudad sigue siendo majestuosa a partir de las segundas y terceras plantas, pero sus ruinas son visibles a la altura del suelo, como si las riquezas del pasado hubieran quedado suspendidas en lo alto y se negaran a bajar o a desaparecer.
El tango, que hab¨ªa declinado en las d¨¦cadas de los setenta y ochenta, ha renacido entre los j¨®venes. Hay milongas todos los d¨ªas en el vasto galp¨®n del Parakultural, o en La Catedral, La Viruta, El Beso o el Torquato Tasso. El ritual cambia al comp¨¢s de los d¨ªas. En algunos lugares se baila los mi¨¦rcoles de una a tres de la madrugada; en otros, los viernes de once a cuatro. La telara?a de los nombres a?ade confusi¨®n a la liturgia. Algunos aficionados se citan, por ejemplo, en el Parakultural, pero lo llaman Sociedad Hel¨¦nica. Si alguien se aventura all¨ª, descubre que ¨¦se es tan s¨®lo el nombre del edificio, situado en una calle que para algunos era Canning y para otros Scalabrini Ortiz.
A veces se oyen tr¨ªos de aficionados en el t¨²nel subterr¨¢neo que se abre como un delta bajo el obelisco de la plaza de la Rep¨²blica, en el cruce de la avenida del Nueve de Julio con la calle Corrientes. El lugar es inadecuado, porque los sonidos se arrastran seis o siete metros y se apagan de s¨²bito. A la entrada de uno de los t¨²neles hay una hilera de butacas con apoyapi¨¦s para los escasos paseantes que se lustran los zapatos, y bancos min¨²sculos para quienes los sirven. Alrededor abundan los afiches de equipos de f¨²tbol y conejitas de Playboy. Dos de los desv¨ªos conducen a quioscos y baratillos de ropa militar, diarios y revistas usados, plantillas y cordones de zapatos, perfumes de fabricaci¨®n casera, estampillas, bolsos y billeteras, reproducciones industriales del Guernica y de la Paloma de Picasso, paraguas, medias. M¨¢s all¨¢, cerca de otras salidas, hay puestos de emparedados y salchichas verdosas, cerrajer¨ªas y hasta un correo.
Los turistas frecuentan el Museo Nacional de Bellas Artes, en el que est¨¢n las grandes obras de C¨¢ndido L¨®pez -el soldado que pint¨® con su mano izquierda las alucinantes escenas de la Guerra de la Triple Alianza, a fines del siglo XIX-, y las prostitutas y mendigos creados por Antonio Berni. O bien visitan el Centro Cultural Recoleta, que exhibe arte contempor¨¢neo y experimental. O se detienen en los innumerables caf¨¦s de la avenida de Mayo y de la calle Corrientes, en los que nadie retira los pocillos hasta que el cliente no se pone de pie, a la inversa de lo que sucede en Nueva York o Par¨ªs. En pocos lugares se puede escribir novelas con tanta tenacidad como en ¨¦sos, donde nadie interrumpe, salvo los mendigos. Todo alrededor parece muy real, tal vez demasiado real, y cuando uno se sienta en ellos es dif¨ªcil entender por qu¨¦ los argentinos prefieren escribir historias fant¨¢sticas o inveros¨ªmiles sobre civilizaciones perdidas o clones humanos u hologramas en islas desiertas cuando la realidad est¨¢ viva y uno la siente quemarse, y quemar, y lastimar la piel de la gente.
De los innumerables palacios que sobrevivieron al pasado, el que prefiero es el que se conoce como Palacio de Aguas, en la avenida de C¨®rdoba entre Riobamba y Ayacucho, cuya construcci¨®n se complet¨® en 1894. Su estructura barroca fue imaginada por arquitectos belgas, noruegos e ingleses. El dise?o exterior es obra de Olaf Boye, un amigo de Ibsen que se reun¨ªa todas las tardes con ¨¦l a jugar al ajedrez en el Gran Caf¨¦ de Cristian¨ªa.
A Boye le hab¨ªan encomendado que revistiera los canales, tanques y sifones que deb¨ªan abastecer de agua a Buenos Aires con mosaicos calc¨¢reos, cari¨¢tides de hierro fundido, placas de m¨¢rmol, coronas de terracota, puertas y ventanas labradas con pliegues esmaltados. La funci¨®n del edificio era ocultar lo que hab¨ªa dentro -t¨²neles de agua-, disimularlo, cubrirlo de volutas hasta que desapareciera, pero tambi¨¦n la visi¨®n del afuera era tan inveros¨ªmil que los habitantes de la ciudad terminaron por pasar de largo ante el palacio sin recordar que sigue existiendo.
En el piso alto, sobre la calle de Riobamba, la empresa de Aguas tiene un peque?o museo que exhibe algunos de los dibujos de Boye, as¨ª como los eyectores originales de cloro, las v¨¢lvulas, tramos de ca?er¨ªas, artefactos sanitarios de fines del siglo XIX y maquetas de los proyectos edilicios. Pero lo que importa ver son las galer¨ªas interiores, que superan las escenograf¨ªas m¨¢s delirantes de Metr¨®polis, la pel¨ªcula de Fritz Lang. Gargantas de cer¨¢mica, dinteles, persianas diminutas, v¨¢lvulas, todo el recinto da la impresi¨®n de ser el nido de un animal monstruoso.
Felicitas desaparece
Boye construy¨® cuatro tanques de reserva, y s¨®lo el de la esquina suroeste qued¨® inconcluso y, por lo tanto, in¨²til. Despu¨¦s de estudiar los planos del palacio, el coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig eligi¨® ese recinto para ocultar la momia de Evita Per¨®n en 1955, luego de quit¨¢rsela al embalsamador Pedro Ara. Un impetuoso incendio en las casas vecinas se lo impidi¨® cuando le faltaba poco para lograr su prop¨®sito. Cincuenta y seis a?os antes se hab¨ªa consumado all¨ª tambi¨¦n un crimen tan atroz que todav¨ªa se habla de ¨¦l en Buenos Aires, donde abundan los cr¨ªmenes sin castigo.
La desaparici¨®n de Felicitas Alc¨¢ntara sucedi¨® el ¨²ltimo mediod¨ªa de 1899. Acababa de cumplir catorce a?os y su belleza era famosa desde antes de la adolescencia. Alta, de modales perezosos, ten¨ªa unos ojos tornasolados y at¨®nitos que envenenaban al instante con un amor inevitable. La hab¨ªan pedido muchas veces en matrimonio, pero sus padres consideraban que era digna s¨®lo de un pr¨ªncipe europeo. A fines del siglo XIX no llegaban pr¨ªncipes a Buenos Aires. Faltaban a¨²n veinticinco a?os para que aparecieran Umberto de Saboya, Eduardo de Windsor y el maharaj¨¢ de Kapurtala. Los Alc¨¢ntara viv¨ªan, por lo tanto, en una voluntaria reclusi¨®n. Su residencia borb¨®nica, situada en San Isidro, a orillas del r¨ªo de la Plata, estaba ornada, como el Palacio de Aguas, por cuatro torres revestidas de pizarra y carey. Eran tan ostentosas que en los d¨ªas claros se las pod¨ªa distinguir desde las costas del Uruguay.
El 31 de diciembre, poco despu¨¦s de la una de la tarde, Felicitas y sus cuatro hermanas menores se refrescaban en las aguas amarillas del r¨ªo con unos vestidos tal vez demasiado ligeros, pero explicables por el calor atroz. Las institutrices de la familia las vigilaban en franc¨¦s. Eran demasiadas y no conoc¨ªan las costumbres del pa¨ªs. Para entretenerse, escrib¨ªan cartas a sus familias o se contaban infortunios de amor mientras las ni?as desaparec¨ªan de la vista, en los juncales de la playa. Desde los fogones de la casa llegaba el olor de los lechones y pavos que estaban as¨¢ndose para la comida de medianoche. En el cielo sin nubes volaban los p¨¢jaros en r¨¢fagas desordenadas, acometi¨¦ndose a picotazos. Una de las institutrices coment¨® como al pasar que, en el pueblo gasc¨®n de donde proven¨ªa, no hab¨ªa presagio peor que la furia de los p¨¢jaros.
A la una y media las ni?as deb¨ªan recogerse para dormir la siesta. Cuando las llamaron, Felicitas no apareci¨®. Se avistaban algunos veleros en el horizonte y bandadas de mariposas sobre las aguas tiesas y calcinadas. Durante largo rato las institutrices buscaron en vano. No tem¨ªan que se hubiera ahogado, porque era una nadadora resistente que conoc¨ªa a la perfecci¨®n las tretas del r¨ªo. Pasaron botes con frutas y hortalizas que volv¨ªan de los mercados y, desde la orilla, las desesperadas mujeres les preguntaron a gritos si hab¨ªan visto a una joven distra¨ªda intern¨¢ndose aguas adentro. Nadie les hizo caso. Todos estaban celebrando el a?o nuevo desde temprano y remaban borrachos. As¨ª pasaron tres cuartos de hora.
El cuerpo de la adolescente fue descubierto una ma?ana de abril de 1901, cuando el sereno del Palacio de Aguas se present¨® a limpiar la vivienda asignada para su familia en el ala suroeste del palacio. La ni?a estaba cubierta por una ligera t¨²nica de hierbas del r¨ªo y ten¨ªa la boca llena de guijarros redondos que, al caer al suelo, se convirtieron en polvo. Contra lo que hab¨ªan especulado las autoridades, segu¨ªa tan inmaculada como el d¨ªa en que vino al mundo. Sus ojos bell¨ªsimos estaban congelados en una expresi¨®n de asombro, y la ¨²nica se?al de maltrato era un oscuro surco alrededor del cuello dejado por la cuerda de guitarra que hab¨ªa servido para estrangularla. Junto al cad¨¢ver estaban los restos de la fogata que debi¨® de encender el asesino y un pa?uelo de hilo fin¨ªsimo y color ya indefinido en el que a¨²n se pod¨ªan leer las iniciales RLF. La noticia alter¨® profundamente al jefe de la polic¨ªa, porque aquellas iniciales eran las suyas y se daba por seguro que el pa?uelo pertenec¨ªa al culpable.
Existir demasiado
Poco despu¨¦s del hallazgo del cuerpo de Felicitas, los Alc¨¢ntara vendieron sus posesiones y se expatriaron a Francia. A fines de 1915, el presidente de la Rep¨²blica en persona orden¨® que las habitaciones malditas fueran clausuradas, lacradas y borradas de los inventarios municipales, por lo que en todos los planos del palacio posteriores a esa fecha aparece un vac¨ªo desparejo que sigue atribuy¨¦ndose a un defecto de construcci¨®n. En la Argentina existe la costumbre, ya secular, de suprimir de la historia todos los hechos que contradicen las ideas oficiales sobre la grandeza del pa¨ªs. No hay h¨¦roes impuros ni guerras perdidas. Los libros can¨®nicos del siglo XIX se enorgullecen de que los negros hayan desaparecido de Buenos Aires, sin tomar en cuenta que, aun en los registros de 1840, una cuarta parte de la poblaci¨®n se declaraba negra o mulata. Con intenci¨®n similar, Borges escribi¨® en 1972 que la gente se acordaba de Evita s¨®lo porque los diarios comet¨ªan la estupidez de seguirla nombrando. Es comprensible entonces que, si bien la esquina suroeste del Palacio de Aguas se pod¨ªa ver desde la calle, la gente dijera que ese lugar no exist¨ªa.
Cada vez que veo las fotos de la ni?a Alc¨¢ntara en los anuarios de hojas quebradizas que a¨²n sobreviven en la Biblioteca Nacional pienso que ella y Evita convocaron las mismas resistencias, una por su belleza, la otra por su poder. En la ni?a, la belleza era intolerable porque le daba poder; en Evita, el poder era intolerable porque le daba conocimiento. La existencia de ambas fue tan excesiva que, como los hechos inconvenientes de la historia, se quedaron sin un lugar verdadero. S¨®lo en las novelas pudieron encontrar el lugar que les correspond¨ªa, como les ha sucedido siempre en la Argentina a las personas que tienen la arrogancia de existir demasiado.
Ma?ana: Fervores de Buenos Aires (3).
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