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Reportaje:HISTORIAS DE LA ARGENTINA / 1 | LECTURA

Un pa¨ªs ca¨ªdo del mapa

Los argentinos est¨¢n indecisos sobre cu¨¢l es su lugar en el mundo. Pocas veces sent¨ª como en un reciente viaje a Buenos Aires que el pa¨ªs estaba en ninguna parte: ni en el continente al que pertenece por razones de geograf¨ªa y de cultura, ni tampoco en la Europa a la que cre¨ªa pertenecer por razones de destino. Quiz¨¢ la mejor forma de acercarse a la Argentina es contando sus historias.

Los argentinos est¨¢n indecisos sobre cu¨¢l es su lugar en el mundo. Pocas veces sent¨ª como en un reciente viaje a Buenos Aires que el pa¨ªs estaba en ninguna parte: ni en el continente al que pertenece por razones de geograf¨ªa y de cultura, ni tampoco en la Europa a la que cre¨ªa pertenecer por razones de destino. Quiz¨¢ la mejor forma de acercarse a la Argentina es contando sus historias.
Mucha de la infelicidad argentina nace de una lecci¨®n que la realidad siempre contradice
?D¨®nde est¨¢ la Argentina? ?En qu¨¦ conf¨ªn del mundo, centro del atlas, techo del universo?

LA FRASE

?D¨®nde est¨¢ la Argentina? ?En qu¨¦ conf¨ªn del mundo, centro del atlas, techo del universo?

LA FRASE

Mucha de la infelicidad argentina nace de una lecci¨®n que la realidad siempre contradice
M¨¢s informaci¨®n
Historias de la Argentina
La ciudad junto al r¨ªo de las desgracias
La llanura y el pasado
Donde nada es lo que parece

Si por azar me preguntan qu¨¦ cosas del pasado son las que m¨¢s recuerdo, contesto con una involuntaria paradoja: "Lo que m¨¢s recuerdo es lo que no he visto". As¨ª como he tratado de incorporar a mi memoria lo que no s¨¦, escribo siempre sobre lo que no conozco, para aprender y, de paso, para aprenderme. Aunque he nacido en el coraz¨®n de la Argentina y he vivido casi toda la vida all¨ª, cada vez que la visito, cinco a seis veces por a?o, la entiendo menos. O bien est¨¢ en el extremo de la inmadurez como la vio Witold Gombrowicz -quien qued¨® anclado en Buenos Aires desde la tarde misma en que estall¨® la Segunda Guerra hasta un mediod¨ªa de veintid¨®s a?os despu¨¦s-, o bien en el extremo de la irealidad como lo describi¨® Ortega y Gasset en la s¨¦ptima serie de El espectador. La mejor manera de acercarse a la Argentina es narr¨¢ndola como lo hicieron Antoine de Saint-Exup¨¦ry, Paul Morand, Rafael Alberti y el propio Gombrowicz en la primera mitad del siglo XX, y Bruce Chatwin, V. S. Naipaul, Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n y Carlos Fuentes en la segunda mitad.

Narrar la Argentina es convertir en cristales su presente movedizo y su pasado, que parece cada vez m¨¢s ilusorio. Es sorprender en una imagen el v¨¦rtigo de su humor y, quiz¨¢s as¨ª, saber de qu¨¦ est¨¢ hecho ese humor. Nada describe mejor a la Argentina que sus historias, atravesadas por los paisajes lunares y glaciares de la Patagonia, por los laberintos de las llanuras centrales -a las que Domingo F. Sarmiento llam¨®, en su cl¨¢sico Facundo, "traves¨ªa" y "desierto", que son otros dos nombres de la nada-, y por las selvas y monta?as del noroeste donde nac¨ª, y donde todav¨ªa siguen gobernando los dictadores prehist¨®ricos, aunque ahora ungidos por el voto de las mayor¨ªas.

?D¨®nde est¨¢ la Argentina? ?En qu¨¦ conf¨ªn del mundo, centro del atlas, techo del universo? ?La Argentina es una potencia o una impotencia, un destino o un desatino, el cuello del tercer mundo o el rabo del primero?

Cuando he declarado que nac¨ª en la Argentina, me han preguntado m¨¢s de una vez, en Francia o en Estados Unidos, d¨®nde est¨¢ eso, en qu¨¦ punto del mapa. Algunos estudiantes de escuela preparatoria, en el Medio Oeste, me han sorprendido se?alando: "Ah, ya s¨¦: Argentina es la capital de Guatemala". O la de R¨ªo de Janeiro. O una provincia de Australia. Para casi todos ellos, se trataba de un paraje tropical, de intolerable calor, en el que abundan las bananas y los mulatos.

En la primavera boreal de 1971 entrevist¨¦ en Par¨ªs al pr¨ªncipe heredero de la Patagonia, un reino de fantas¨ªa que existi¨® fugazmente a mediados del siglo XIX y que se ha perpetuado a trav¨¦s de una corte de opereta. Antes de visitarlo, fui preguntando al azar, en las vecindades de la Avenue de l'Op¨¦ra -donde el pretendiente ten¨ªa su despacho-, sobre la Patagonia, la pampa, Buenos Aires o cualquier punto de la geograf¨ªa vinculado con ese residuo decr¨¦pito de un pasado que tambi¨¦n era franc¨¦s. Recib¨ª las respuestas m¨¢s extravagantes. S¨®lo un estudiante de liceo -otra vez- me recit¨® con soltura: "Mais, oui. Je sais. Las pampas argentinas se extienden desde el grado 34 al 40 de latitud austral. La palabra pampa proviene del araucano y significa llanura de hierbas". ?D¨®nde has aprendido eso?, quise saber. "En Los hijos del capit¨¢n Grant, de Julio Verne", me dijo. No estaba mal, pero la referencia ten¨ªa un siglo de retraso y pertenec¨ªa a un escritor que jam¨¢s hab¨ªa pisado esas tierras.

Apogeo y ca¨ªda

Hacia 1928, la Argentina era superior a Francia en n¨²mero de autom¨®viles y a Jap¨®n en l¨ªneas de tel¨¦fonos. Catorce a?os m¨¢s tarde, el economista Colin Clark vaticin¨® que, despu¨¦s de la guerra, el poder¨ªo industrial argentino ser¨ªa el cuarto del mundo.

Ya en 1942, sin embargo, el pa¨ªs caminaba por un rumbo equivocado y llegar¨ªa el momento -un momento que iba a durar d¨¦cadas- en que ni siquiera los argentinos sabr¨ªan en qu¨¦ lugar del mundo estaban. Todo empez¨®, tal vez, con un discurso que el m¨¢ximo poeta nacional, Leopoldo Lugones, pronunci¨® en 1924 para celebrar el centenario de la batalla de Ayacucho. Dos a?os antes, los camisas negras del onerevole Benito Mussolini hab¨ªan marchado sobre Roma y el fascismo corporativo dominaba el futuro. Lugones, a tono con aquellos tiempos, declam¨® con voz de oro que los militares eran "los ¨²ltimos arist¨®cratas del esp¨ªritu" y que, espada en mano, deber¨ªan ejercer su "derecho de mejores", con la ley o sin ella, emprendiendo cruzadas purificadoras para imponer el "orden nuevo". A los militares argentinos les encantaron esos dislates y seis a?os despu¨¦s acabaron con la democracia e iniciaron la era autoritaria, que durar¨ªa m¨¢s de medio siglo.

A mediados de los a?os sesenta, uno de esos militares de caricatura, el general Juan Carlos Ongan¨ªa, pretendi¨® convertir a la Argentina en un modesto Reich de cien a?os. Se ve¨ªa a s¨ª mismo cabalgando en la montura de ese Reich, con el sable en alto. Mientras tanto, sus ac¨®litos profetizaban la inminencia de una tercera guerra en la que ellos asumir¨ªan el liderazgo de Am¨¦rica Latina. No hubo tercera guerra, como se sabe, y el espejismo del liderazgo los hizo malgastar el magro presupuesto nacional en armamentos inservibles.

Una d¨¦cada m¨¢s tarde, el cabo de polic¨ªa Jos¨¦ L¨®pez Rega -mayordomo y astr¨®logo de Juan Per¨®n- quiso construir la Argentina Potencia con las emboscadas asesinas de una organizaci¨®n llamada Triple A: Alianza Anticomunista Argentina. Luego, los comandantes de la dictadura se empe?aron en ganar la misma inexistente guerra mundial robando ni?os y asaltando casas. El mal que aquejaba a la Argentina no era ya la extensi¨®n o el desierto como se dice en el primer cap¨ªtulo de Facundo. Era el delirio de grandeza floreciendo en un mar de pobres. El pen¨²ltimo de los dictadores, Leopoldo F. Galtieri, embriag¨® al pa¨ªs entero con la ilusi¨®n de que estaba derrotando en el Atl¨¢ntico Sur a las mayores fuerzas navales del planeta. El primer presidente de la democracia, Ra¨²l Alfons¨ªn, so?¨® con erigir una Nueva Jerusal¨¦n en Viedma, la ciudad m¨¢s ventosa de ese abismo de vientos que es la Patagonia. M¨¢s inefable a¨²n, Carlos Menem se ofreci¨® para mediar en las guerras del Cercano Oriente y en asociar la Argentina a todas las aventuras b¨¦licas de Estados Unidos, con el cual manten¨ªa relaciones carnales.

Mucha de la infelicidad argentina nace de una lecci¨®n que la realidad siempre contradice. En las escuela se ense?a que el pa¨ªs es invencible, europeo, bien educado, predestinado a la grandeza, pero cuando los estudiantes salen a la realidad se dan de cabeza contra la peque?ez. Adem¨¢s, est¨¢ lejos de todo, y la gravedad de la tierra se siente all¨ª m¨¢s que en ninguna parte.

Hasta Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez sinti¨® el peso del fin del mundo cuando viaj¨® a Buenos Aires en 1967 para el lanzamiento de Cien a?os de soledad. En el hotel de la calle de la Libertad, donde viv¨ªa, se despertaba ahogado en medio de la noche. "No puedo m¨¢s", dec¨ªa. "El atlas me pesa demasiado sobre las espaldas". La fama de Garc¨ªa M¨¢rquez crec¨ªa entonces de manera visible, sensorial: se la pod¨ªa tocar, oler, estaba en el aire. Pero ¨¦l parec¨ªa desasosegado. "Esta ciudad est¨¢ demasiado lejos. Llegas, y es como si ya no tuvieras mundo donde escapar". No volvi¨® jam¨¢s. En marzo de 1990 viaj¨® a Santiago de Chile para celebrar el regreso de la democracia. Un amigo lo invit¨® a cruzar la cordillera de los Andes y pasar un par de d¨ªas en Buenos Aires, donde hab¨ªa nacido su celebridad. "No, gracias", dijo. "Tolero muy bien M¨¦xico, a pesar de la contaminaci¨®n y de la altura. Pero en Buenos Aires, donde el aire es limpio, me asfixio".

El exilio y el reino

Partir es contagioso en la Argentina. Cuando el pa¨ªs empez¨® a derrumbarse, en 1995, y las promesas de Menem se revelaron como lo que eran, abalorios de colores, veinte mil a treinta mil j¨®venes universitarios, cada a?o, abandonaron las llanuras enfermas de vac¨ªo. Antes del amanecer, se los ve¨ªa montar guardia a la puerta de los consulados de Italia, Espa?a, Canad¨¢, Australia y Estados Unidos a la espera de visas cada vez m¨¢s esquivas. "Yo me voy por desesperaci¨®n", me dijo a fines de los noventa una investigadora de biolog¨ªa molecular. "Aqu¨ª ya no hay nada que hacer". Su marido, un ingeniero de prote¨ªnas, repet¨ªa, cabizbajo: "Aqu¨ª no hay lugar para nosotros". Parec¨ªan paradojas sin sentido. En el desierto interminable y sin ilusiones, ya no hab¨ªa lugar; la nada estaba repleta.

Algunos se iban porque les faltaba lugar; otros, porque tem¨ªan que no les quedara tiempo. Miles de ellos se declaran ahora arrepentidos y quieren volver, encandilados por las luces de un Gobierno, el de N¨¦stor Kirchner, que se esmera en limpiar los focos de corrupci¨®n y en llevar a la c¨¢rcel a los evasores de impuestos y a los violadores de los derechos humanos. Entonces, sin embargo, hace apenas un a?o y medio, el futuro parec¨ªa muerto. Para encontrar el futuro, la mayor¨ªa se lanzaba a la caza de su pasado.

Los nietos de italianos y los hijos de espa?oles redescubr¨ªan sus or¨ªgenes. No regresaban triunfales a las aldeas del pasado como en los filmes de Elia Kazan o en las novelas de Mario Puzo. Part¨ªan en estado de fracaso, para cerrar el c¨ªrculo de la miseria: los abuelos se hab¨ªan ido con las manos vac¨ªas; los nietos volv¨ªan tambi¨¦n as¨ª, yermos.

Seg¨²n el Diccionario de Autoridades, exiliarse significa saltar hacia fuera. Desde los or¨ªgenes de la naci¨®n, los argentinos est¨¢n saltando hacia fuera, y¨¦ndose, lo cual significa que el adentro es inh¨®spito, hostil o, por lo menos, que hay en el adentro algo que repele. Una de sus pocas se?ales de identidad es precisamente esa incomodidad ante la patria, el perpetuo regresar y marcharse que les desordena la vida.

Jos¨¦ de San Mart¨ªn, por ejemplo, el h¨¦roe m¨¢ximo de la argentinidad, permaneci¨® en el suelo natal menos de un cuarto de la vida: diecis¨¦is a?os sobre setenta y dos; u once a?os sobre setenta y dos si se descuentan los que consagr¨® a la campa?a libertadora en Chile y Per¨². Cada vez que intent¨® volver, lo alejaron con uno u otro pretexto del puerto de Buenos Aires. "No baje usted de su nave", le escrib¨ªan. "No gaste usted su tiempo en esta tierra de discordia". Hay cientos de ejemplos semejantes. Hacia 1951, Julio Cort¨¢zar sinti¨® que lo expulsaba el peronismo y emigr¨® a Par¨ªs, de donde jam¨¢s regres¨®. En 1955 fue Per¨®n el que parti¨®, expulsado por sus antiguos camaradas de armas. Veinte a?os despu¨¦s, Jos¨¦ L¨®pez Rega, el adivino delirante, dictaba ¨®rdenes cotidianas de expulsi¨®n a diputados, actores, periodistas y cantantes sospechosos de profesar el "judeo-marxismo". Jorge Luis Borges, que hab¨ªa sobrevivido a todos esos desaires de la suerte, se dej¨® vencer por un incomprensible movimiento del alma, y meses antes de morir tambi¨¦n ¨¦l parti¨®. En incontables poemas y cartas hab¨ªa deslizado la misma letan¨ªa: "Me enterrar¨¢n en Buenos Aires, donde he nacido". Pero, cuando sinti¨® en su cuerpo el aguij¨®n de un c¨¢ncer irremediable, se fue a Ginebra sin despedirse de nadie.

La Argentina fue fundada por ficciones que se desentend¨ªan de la realidad o simplemente la desde?aban. La m¨¢s persistente de esas ficciones fue suponer que el pa¨ªs es una Atl¨¢ntida desprendida de Europa, sin v¨ªnculos reales con Am¨¦rica Latina. Los letrados que fundaron la naci¨®n a mediados del siglo XIX la imaginaban sin mulatos ni mestizos y, por supuesto, sin indios y negros. Los atroces ¨ªndices de pobreza, que avanzaron al galope durante los gobiernos de Menem y Fernando de la R¨²a y que alcanzan ahora a dos tercios de la poblaci¨®n, hizo que el pa¨ªs recuperara la sensatez geogr¨¢fica.

Alguna gente sigue creyendo, sin embargo, que la grandeza argentina es invencible. Hace apenas un mes, en la esquina de Tacuar¨ª con la avenida de Mayo, a mitad de camino entre el palacio presidencial -la Casa Rosada- y el Congreso, un lector de mis art¨ªculos period¨ªsticos me pregunt¨®, con visible encono, por qu¨¦ yo dec¨ªa que muchos europeos y norteamericanos ni siquiera saben d¨®nde est¨¢ la Argentina. "Lo lamento", respond¨ª, "pero ¨¦sa es la verdad". "Qu¨¦ ignorantes", dijo. "El mundo tendr¨ªa que aprender mucho de la Argentina".

Tal vez el mundo sepa muy poco de la Argentina, pero los argentinos, a su vez, todav¨ªa est¨¢n indecisos sobre cu¨¢l es su lugar en el mundo. Hace poco, cuando regres¨¦ a Buenos Aires de un viaje por Colombia, Venezuela y Brasil, el ch¨®fer del taxi que tom¨¦ en el aeropuerto me pregunt¨®: "?Y qu¨¦ tal? ?C¨®mo andan las cosas por all¨¢, por Am¨¦rica Latina?". Pocas veces sent¨ª como en ese momento que el pa¨ªs estaba en ninguna parte: ni en el continente al que pertenece por razones de geograf¨ªa y de cultura, ni tampoco en la Europa a la que cre¨ªa pertenecer por razones de destino. Dif¨ªcil ser¨¢ contar historias de una realidad que sigue suspendida del aire.

Tr¨¢fico intenso en la avenida Corrientes de Buenos Aires. Al fondo, el Obelisco, monumento emblem¨¢tico de la ciudad.
Tr¨¢fico intenso en la avenida Corrientes de Buenos Aires. Al fondo, el Obelisco, monumento emblem¨¢tico de la ciudad.
Imagen de la catedral de Buenos Aires, situada en un extremo de la plaza de Mayo.
Imagen de la catedral de Buenos Aires, situada en un extremo de la plaza de Mayo.COVER

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