La llanura y el pasado
Ahora no hay casi trenes en la Argentina, pero en la adolescencia, cuando yo viajaba desde San Miguel de Tucum¨¢n -mi ciudad natal- a Buenos Aires, cruzando las llanuras vac¨ªas de Santiago del Estero, pude abarcar y entender el pa¨ªs con una precisi¨®n y plenitud que las traves¨ªas en autom¨®vil me negaron a?os m¨¢s tarde.
En los desiertos argentinos de fines del siglo XIX, a la orilla del polvo, los pueblos crec¨ªan al paso del tren como s¨²bitos oasis. A veces los alcanzaba el viento de la prosperidad y los caser¨ªos se iban abriendo en abanico a los dos lados de la v¨ªa. Al caer la tarde, las muchachas caminaban por los andenes en busca de novios, y los forasteros se quedaban en los hoteles de las estaciones para concertar sus negocios. En el tren llegaban los peri¨®dicos, las telas de ¨²ltima moda, los abalorios de un mundo que s¨®lo aparec¨ªa en el teatro y despu¨¦s en el cine. El tren era la aventura, la ¨²ltima sombra del conocimiento, la certeza de que el mundo estaba movi¨¦ndose al otro lado del horizonte.
En los desiertos argentinos de fines del siglo XIX, los pueblos crec¨ªan al paso del tren como s¨²bitos oasis
El pasado colonial a¨²n sobrevive en las dos o tres manzanas contiguas a la plaza mayor de C¨®rdoba
Rosario tiene una mitolog¨ªa a¨²n m¨¢s misteriosa. Como ciudad portuaria, es m¨¢s pasional
En el tren llegaban los peri¨®dicos, las telas de moda, los abalorios de un mundo que s¨®lo aparec¨ªa en el teatro
En un rinc¨®n de las sierras de C¨®rdoba tuve la imagen cabal de lo que ha llegado a ser la Argentina sin trenes. A la entrada de San Esteban, un pueblo de casas con galer¨ªas celestes y calles con nombres de poetas, la estaci¨®n abandonada languidec¨ªa entre las malezas. Vi la herrumbre sobre las filigranas de la boleter¨ªa, el musgo sobre los bancos de la sala de espera, los hilos de humedad cayendo sobre el and¨¦n vac¨ªo. Los cinco mil habitantes de hace una d¨¦cada se han reducido a ochocientos. S¨®lo quedan mujeres uncidas a un telar que les da de comer a duras penas y unos pocos chicos que, al salir de la escuela, se sientan en las veredas a ver c¨®mo pasa el sol.
La primera vez que viaj¨¦ en tren fue al final de la infancia, desde Tucum¨¢n a Santa Fe. Cada vez que el tren se deten¨ªa en una estaci¨®n, aun en medio de la noche, y el guarda anunciaba el nombre del lugar entre ta?idos de campana y fogonazos de queroseno, los viajeros nos asom¨¢bamos a las ventanillas para desentra?ar la vida que respiraba en la oscuridad, m¨¢s all¨¢ de los grandes troncos tumbados junto a la v¨ªa y de los tanques de agua que alimentaban la caldera. Los nombres de las aldeas nos hac¨ªan imaginar historias de cabalgatas, partos a medianoche, lechuzas agoreras, cr¨ªmenes en los cementerios. Despu¨¦s, a bordo del Estrella del Norte o del Tucumano, en los vagones pullman o en las literas de los camarotes, aprend¨ª todo lo que s¨¦ sobre reumatismos, piedras en la ves¨ªcula, loros, langostas, campesinos que abandonan a la familia sin una palabra de advertencia ni de queja, embarazos a los doce a?os, llantos por amores que no regresan.
Los trenes son como los paisajes de las novelas. Hace dos meses, cuando pas¨¦ por la estaci¨®n de Rosario Norte y advert¨ª que todo segu¨ªa igual a lo que era hace treinta a?os, tuve la tentaci¨®n de bajar del autom¨®vil donde me llevaban para saber si el pasado estaba en el mismo sitio donde lo dej¨¦: el hotel de paso con los pasajeros que llevaban, agitados, sus valijas de cuero; el restaurante de enfrente con sus barriles de cerveza fresca; las muchachas que asomaban la cabeza tras las cortinas de las casas para observar la cara de los viajeros, siempre con un gato en los brazos. No lo hice, porque tuve miedo de que me acometiera la misma desilusi¨®n de muerte que sent¨ª en Can Caralleu, el arrabal de Barcelona que est¨¢ en los altos de Sarri¨¢, donde regres¨¦ a buscar los amigos gitanos que hab¨ªa dejado veinticinco a?os antes y me dijeron que todos hab¨ªan muerto, o se hab¨ªan marchado.
Las dos ciudades mayores
El pasado colonial argentino a¨²n sobrevive en las dos o tres manzanas contiguas a la plaza mayor de la ciudad de C¨®rdoba, donde casi todas las iglesias tienen tres siglos. Hay pocos sitios tan vitales en la Argentina, con sus caf¨¦s donde los estudiantes libran tempestuosas batallas intelectuales, sus teatros neocl¨¢sicos y la ca?ada que la divide en dos. A las sierras cercanas se mudaron pintores y novelistas, y cerca de una aldea llamada La Falda, Manuel de Falla compuso El amor brujo, con unas manos que el anatomista espa?ol Pedro Ara embalsam¨® en adem¨¢n de tocar las teclas de la eternidad.
La atm¨®sfera seca y pura del valle de Punilla -donde est¨¢n La Falda, Cosqu¨ªn, La Cumbre-, que atrajo a tantos enfermos a comienzos del siglo XX, fue escenario de todas las novelas rioplatenses con personajes tuberculosos, desde el an¨®nimo y seductor enfermo de Los adioses, de Juan Carlos Onetti, hasta el irresistible Juan Carlos Etchepare de Boquitas pintadas, la segunda obra de Manuel Puig.
Trescientos kil¨®metros al sureste, Rosario tiene una mitolog¨ªa a¨²n m¨¢s misteriosa que la de C¨®rdoba. Como ciudad portuaria, es menos conservadora, m¨¢s pasional. Cien a?os atr¨¢s, la dominaba una madama de burdel, Madame Saf¨®, en cuya casa -que a¨²n est¨¢ en pie- pueden admirarse frescos er¨®ticos de pintores desconocidos en todas las habitaciones, veladas por una luz que sigue siendo rosa, y cama con arc¨¢ngeles y querubines dotados de sexo. Hacia la segunda mitad del siglo XX, Rosario fue sometida por una pasi¨®n menos inocente, la del f¨²tbol, y por las bandadas de escritores y humoristas que se reun¨ªan en El Cairo, un caf¨¦ ahora difunto.
El erotismo se alza sobre la ciudad con tanta fuerza como la implacable humedad del r¨ªo: se lo advierte, reprimido, en los transe¨²ntes que van y vienen por las calles del centro, vedadas a los autom¨®viles, y en las estatuas enloquecidas que rodean el monumento a la bandera, esculpidas por una tucumana escandalosa que se llam¨® Lola Mora.
Las enfermedades de la patria y las del sexo atraviesan la historia de las llanuras centrales. Hay una que tiene el aliento de una tragedia griega y que vale la pena recuperar.
A comienzos del siglo XX, casi todos los burdeles de C¨®rdoba y Rosario depend¨ªan de una sociedad de rufianes jud¨ªos conocida como la Zwi Migdal. Sus enviados viajaban por las aldeas m¨ªseras de Polonia, Besarabia y Ucrania en busca de muchachas tambi¨¦n jud¨ªas a las que iban seduciendo con falsas promesas de matrimonio. Despu¨¦s de una iniciaci¨®n salvaje, las v¨ªctimas eran confinadas en prost¨ªbulos donde trabajaban catorce a diecis¨¦is horas por d¨ªa, hasta que sus cuerpos se volv¨ªan escombros.
Violeta Miller fue una de esas mujeres. La misma noche en que lleg¨® a Rosario, fue rematada con un lote de otras seis chiquillas. Durante cinco a?os saci¨® a estibadores y oficinistas que le hablaban en lenguas ininteligibles. En ese lapso logr¨® ahorrar, centavo a centavo, el dinero de las propinas, y pudo, mediante un ardid, comprarse a s¨ª misma por un tercio de lo que hab¨ªa pagado el rufi¨¢n que la explotaba.
Viaj¨® en trenes de carga hacia el noroeste de la Argentina. Se quedaba pocos meses en alg¨²n pueblo tedioso, trabajando como criada o dependiente de almac¨¦n y, cuando tem¨ªa que le descubrieran el rastro, hu¨ªa hacia otro pueblo. En la traves¨ªa aprendi¨® el alfabeto y el catecismo de la religi¨®n cat¨®lica. Al final del tercer invierno desembarc¨® en Catamarca. All¨ª se sinti¨® a salvo y decidi¨® quedarse.
Una dama de respeto
Al cumplir setenta a?os, decidi¨® morir como una dama de respeto en la ciudad donde s¨®lo hab¨ªa sido una puta desdichada. En uno de sus raros viajes a Rosario, compr¨® un terreno en el barrio de Fisherton y encomend¨® a un renombrado estudio de arquitectos que construyera all¨ª una casa id¨¦ntica a las que hab¨ªa envidiado en el Lodz de su adolescencia, con un comedor para catorce invitados y un dormitorio con vestuarios de pared a pared.
La soledad, sin embargo, la desvelaba. Dos mujeres se turnaban para limpiar la casa, pero las dos le robaron cortes de seda y trataron de violar la caja donde guardaba las joyas. En 1975 se o¨ªan tiroteos casi todas las noches, y la televisi¨®n hablaba de ataques guerrilleros a los cuarteles. Sinti¨® alivio cuando supo que los militares se hab¨ªan hecho cargo del gobierno y que estaban capturando, apresando y fusilando a todos los que se les opon¨ªan. Poco dur¨® su calma. A fines del oto?o de 1978 sufri¨® dos ca¨ªdas al salir del ba?o y la acometieron unos invencibles ataques de asma. El m¨¦dico le exigi¨® que depusiera sus desconfianzas y contratara a una enfermera.
Entrevist¨® a quince postulantes que le desagradaron. La ¨²ltima, que lleg¨® cuando ya perd¨ªa las esperanzas, super¨® en cambio su imaginaci¨®n: era diligente, callada, y parec¨ªa ansiosa por servir. Llevaba cartas de presentaci¨®n imbatibles, escritas por un capit¨¢n que expresaba su "gratitud y admiraci¨®n por la portadora, quien cuid¨® con devoci¨®n de mi madre durante cuatro a?os, hasta su fallecimiento", y por un coronel que le deb¨ªa la recuperaci¨®n de su esposa.
Margarita Langman ten¨ªa adem¨¢s la ventaja de su fe: era jud¨ªa y observaba el s¨¢bado con piedad. Pasaba horas en la cocina leyendo o en su cuarto. Parec¨ªa inmune al tedio. Por la televisi¨®n y por la radio transmit¨ªan sin cesar advertencias del Gobierno que justificaban las aprensiones de Margarita por lo que pasaba en la calle y acentuaban la desconfianza de la anciana por los infiltrados y los desconocidos: "?Sabe d¨®nde est¨¢ su hijo a esta hora y qu¨¦ est¨¢ haciendo? ?Conoce bien a la persona que est¨¢ llamando a su puerta? ?Est¨¢ seguro de que a su mesa no est¨¢ sent¨¢ndose un enemigo de la patria?".
Una ma?ana, cuando la enfermera sali¨® al mercado para las compras quincenales, Violeta decidi¨® espiar su cuarto. Investigar con disimulo el bolso de las otras putitas de la Migdal le hab¨ªa permitido salvarse a tiempo de robos y calumnias. Vio una valija en lo alto del ropero, lejos de su alcance, y con ayuda de una escalera y unas ganz¨²as pudo abrirla. Descubri¨® hojas en blanco, con escudos militares y membretes del general tal o del teniente coronel cual. Tambi¨¦n hab¨ªa c¨¦dulas y pasaportes con la foto de Margarita, te?ida y con otras identidades: Catalina Godel, Sara Bruski, Alicia Malamud. Sin vacilar, llam¨® por tel¨¦fono al comando del Segundo Cuerpo del Ej¨¦rcito y la delat¨®. "?Langman? Es un elemento muy peligroso", le dijeron al otro lado de la l¨ªnea. "Ahora mismo vamos para Fisherton. Si llega antes que nosotros, ret¨¦ngala, distr¨¢igala. M¨¢s vale que no se le escape, ?eh? M¨¢s vale que no se le escape".
Las dos mujeres ten¨ªan biograf¨ªas afines. Tanto Margarita como Violeta hab¨ªan sido jud¨ªas sometidas a servidumbre, y cada una de ellas, a su manera, hab¨ªa burlado a los amos: una, compr¨¢ndose a s¨ª misma; la otra, fug¨¢ndose del campo de concentraci¨®n de La Perla, donde la hab¨ªan recluido. Si hubieran confiado m¨¢s la una en la otra, cont¨¢ndose qui¨¦nes eran y todo lo que hab¨ªan sufrido, tal vez nada les habr¨ªa pasado. Pero ambas estaban educadas en el disimulo y el recelo, y as¨ª, separadas, Violeta fue vencida por el temor y la mezquindad y s¨®lo Margarita pudo defender su dignidad hasta el fin.
La tarde en que iba a morir, la enfermera regres¨® del mercado casi al mismo tiempo que Violeta terminaba de hablar con los verdugos. Al colgar el tel¨¦fono y volverse hacia ella, sus miradas se cruzaron y Margarita fue tocada por un rel¨¢mpago de comprensi¨®n.Todo sucedi¨® en un soplo. La enfermera pas¨® junto a Violeta como si ya no existiera y alcanz¨® la puerta de calle. Corri¨® por las calles empedradas, se refugi¨® en el porche de una casa y all¨ª le dieron caza los verdugos.
Violeta Miller fue retenida durante dos semanas en los cuarteles del Segundo Cuerpo de Ej¨¦rcito. En los interrogatorios desenterraron su pasado. Cada sesi¨®n de preguntas duraba dos a tres horas, pero ella no ten¨ªa ya conciencia del tiempo. S¨®lo le pesaban los recuerdos, que aparec¨ªan sin que los quisiera. Dorm¨ªa en una celda de dos metros por dos, h¨²meda y sin ventanas, sobre una cama de cemento. Contrajo una hepatitis viral, se le agrav¨® la antigua osteoporosis y, cuando la pusieron en la calle, a comienzos de 1979, apenas pod¨ªa moverse. Tuvo que resignarse a contratar enfermeras que la trataban con el rigor de las madamas del burdel. Nada la abati¨® tanto, sin embargo, como los des¨®rdenes que encontr¨® al volver a Fisherton. Su casa hab¨ªa sido despojada de casi todo: la mesa del comedor para catorce invitados, las s¨¢banas de encaje, el televisor. Hasta la caja fuerte donde guardaba las joyas hab¨ªa sido arrancada de cuajo. Los ¨²nicos objetos intactos eran una novela de Cort¨¢zar que Margarita hab¨ªa dejado a medio leer y el costurero vac¨ªo, en la cocina. El techo estaba perforado en dos puntos centrales de la biblioteca, y el agua de muchas lluvias ca¨ªa sin clemencia sobre los libros en piltrafas.
Ma?ana: Donde nada es lo que parece (5).
? Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez / EL PA?S.
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