Donde nada es lo que parece
En el ombligo del pa¨ªs desierto est¨¢ la ciudad de Tucum¨¢n, donde los argentinos declararon en 1816 su independencia del poder espa?ol. Hace poco m¨¢s de un siglo, algunas refinadas familias francesas se afincaron all¨ª, se aliaron con la aristocracia provincial y erigieron un imperio de az¨²car. A la vera de los ingenios brotaron mansiones que copiaban la geometr¨ªa de Versalles, con techos de pizarra en pronunciado declive, para facilitar la ca¨ªda de la nieve.
Las mansiones eran sofocantes y no serv¨ªan para vivir, porque la temperatura media de Tucum¨¢n, de septiembre a marzo, es de 35 grados y jam¨¢s ha nevado, salvo en los cerros lejanos. Los s¨¢bados por la noche las grandes familias daban all¨ª sus fiestas, pero durante la semana s¨®lo los sirvientes iban y ven¨ªan por los cuartos in¨²tiles, donde los muebles dorm¨ªan bajo pesados lienzos. En torno de los palacios, los cortadores de la ca?a de az¨²car se mor¨ªan de hambre. Llegaban a Tucum¨¢n en carros desvencijados, desde aldeas prehist¨®ricas que agonizaban en las selvas de Paraguay y de Bolivia, y luego de limpiar la maleza de las varas de ca?a regresaban a sus muladares, con algunos pesos de m¨¢s y algunos hijos de menos. Por desd¨¦n o por compasi¨®n se les llamaba "los golondrinas".
Los lujos de anta?o se han esfumado hace tiempo de Tucum¨¢n
Bussi, el ex dictador y torturador, ya fue elegido gobernador y, ahora, intendente de San Miguel por 17 votos
En 1966, la artificial riqueza de los ingenios se volvi¨® astillas. Juan Carlos Ongan¨ªa, el dictador militar de la ¨¦poca, orden¨® a casi todos que cerraran sus puertas. Los "golondrinas" llegaron, como siempre, pero la ca?a se pudr¨ªa en los campos y los caminos estaban silenciosos y vac¨ªos como en el primer d¨ªa del mundo.
Cierta ma?ana, en agosto, la temperatura subi¨® a 47 grados, y al sur de la ciudad cay¨® una lluvia de p¨¢jaros insolados. Los "golondrinas", que hab¨ªan atravesado m¨¢s de cien leguas para tropezar con aquel desierto sin trabajo, condujeron sus carros hasta la plaza principal de Tucum¨¢n, faenaron las mulas de tiro y encendieron fogatas para asarlas. En torno de la plaza se alzaban las mansiones urbanas de las grandes familias. Inc¨®modas tanto por el humo de las fogatas como por la exhibici¨®n de miseria de los forasteros, las matronas de la aristocracia suplicaron al gobernador militar que pusiera orden. Una brigada especial de la polic¨ªa y veinte carros de bomberos limpiaron la plaza con fren¨¦ticos chorros de agua y mandobles a la cabeza. Qued¨® un tendal de "golondrinas" heridos; dos chiquillos que a¨²n no caminaban murieron pisoteados. El jefe de la brigada especial era un comisario apodado El Malevo.
Los lujos de anta?o se han esfumado hace tiempo de Tucum¨¢n. Los jardines laber¨ªnticos y las mansiones versallescas sucumbieron a la humedad y a las ebulliciones tropicales de la naturaleza. El ¨²ltimo de los palacios fue comprado por una madama de burdel, que administra a medio centenar de pupilas indias, todas te?idas de rubio. En las incontables habitaciones montan guardia siempre un par de perros embalsamados. La madama, que ha criado centenares, todos de razas impuras, dice que su mayor placer es o¨ªrlos ladrar al un¨ªsono cuando se va a dormir, en la madrugada. En todos los parajes del norte argentino hay dos o tres perros por habitante. Algunos, rechonchos y sin sombra de pelo, se usan para calentar los pies de las se?oras en el invierno.
Una extraordinaria pel¨ªcula argentina de 2001, La ci¨¦naga, dirigida por Lucrecia Martel, resume esa atm¨®sfera deca¨ªda mejor que todas las palabras: a orillas de una piscina vac¨ªa, una familia de clase alta, sin dinero y sin nada que hacer, discute interminablemente sobre sus vidas in¨²tiles, mientras los perros les corretean entre las piernas y ladran, ladran enloquecidos.
La madama de burdel se ufana de conocer mejor que nadie los secretos de la provincia. "Yo desde aqu¨ª arreglo matrimonios, quito y pongo diputados, consigo pr¨¦stamos de los bancos y decido el nombre de los reci¨¦n nacidos. La gente conf¨ªa en m¨ª, porque mi discreci¨®n es legendaria", dice, acariciando los brazos de un trono estilo Luis XV que sobrevivi¨® a los tiempos dorados. "Este sill¨®n ha sido siempre un confesionario".
Polic¨ªas rebeldes
El Malevo se deja caer todas las noches por el burdel. Echa unos p¨¢rrafos con la due?a, recibe las caricias oxigenadas de las pupilas y se pierde en la oscuridad. Con el tiempo se ha convertido en el personaje m¨¢s popular de Tucum¨¢n despu¨¦s del general Antonio Domingo Bussi, el ex dictador y torturador cuyos cr¨ªmenes fueron recompensados inexplicablemente con su elecci¨®n como gobernador de la provincia hace ocho a?os y ahora, otra vez, como intendente de San Miguel, la capital. El Malevo lo obedece sin el menor traspi¨¦ de la conciencia.
A comienzos de 1990, la polic¨ªa de Tucum¨¢n se sublev¨® en demanda de mejores sueldos y en apoyo de veinte agentes que hab¨ªan sido excluidos por corrupci¨®n. Los rebeldes capturaron un arsenal y se parapetaron en la Brigada de Investigaciones. Tropas del ej¨¦rcito y gendarmes de ¨¦lite, enviados desde Buenos Aires, los sitiaron y les bloquearon la entrada de v¨ªveres. El Malevo llam¨® por tel¨¦fono al gobernador de entonces -un agr¨®nomo casi octogenario- y le dijo: "Si usted me autoriza, voy a entrar en la Brigada y a convencer a los muchachos de que se rindan". El gobernador se declar¨® conmovido por esa ostentaci¨®n de coraje.
La rebeli¨®n llevaba casi setenta horas cuando El Malevo fue a disiparla. Los amotinados no dispon¨ªan de luz el¨¦ctrica ni de agua. Era el amanecer. Como siempre, el aire estaba calcinado. Afuera, en la penumbra, cientos de periodistas aguardaban, con sus micr¨®fonos en ristre. No bien El Malevo entr¨® en la fortaleza, parti¨® desde las ventanas una r¨¢faga de trompetas y un redoble de bombos. Casi enseguida, El Malevo se dirigi¨® a los sitiadores con un meg¨¢fono: "?Ret¨ªrense de aqu¨ª! He decidido sumarme a la rebeli¨®n. Ahora soy el jefe. ?Victoria o muerte!".
Esa arenga decidi¨® la suerte de la batalla. Los quinientos soldados de Buenos Aires, que descontaban ya la rendici¨®n de los sediciosos, fueron obligados a retirarse. El Malevo sali¨® de su guarida, desfil¨® por la ciudad bajo una lluvia de flores y anunci¨® en una conferencia de prensa que el Gobierno hab¨ªa cedido a todas sus peticiones.
Quien inclin¨® la suerte en su favor fue -as¨ª dicen- el entonces presidente Carlos Menem, ahora retirado y en desgracia. "M¨¢s vale equivocarse a favor de un caudillo amado por el pueblo que a favor de leyes vetustas en las que el pueblo ya no conf¨ªa", sentenci¨® Menem.
El oro y las escorias
Tucum¨¢n nunca parece lo que es. Aunque la ciudad capital es chata, desangelada, con edificios que fueron presuntuosos a comienzos del siglo veinte y que el paso de los a?os afea con crueldad, no bien el viajero se aleja hacia las monta?as del oeste el paisaje va creciendo en belleza. En el abra del Aconquija, donde se dibuja una hondonada henchida de luci¨¦rnagas y, a lo lejos, picos de nieve incandescente, la luz parece una rosa de oro, como la que Dante describi¨® en su Commedia. Y m¨¢s all¨¢, a la entrada de los valles Calchaqu¨ªes, donde la tierra es p¨²rpura y las rocas adoptan formas de minaretes, escorpiones y pulgares de gigante, el color de las monta?as es inveros¨ªmil, porque vira del azul al amarillo, o del naranja al granito, sin que la luz se haya movido de su quicio.
La desidia de los seres humanos ha permitido que, por fortuna, la naturaleza siga tal como era en el principio de los tiempos. En 1838, el letrado Marco Manuel de Avellaneda se quejaba, en una carta a Juan Bautista Alberdi, de la pereza provincial. "Aqu¨ª no tengo nada que hacer", dec¨ªa. "Los sentimientos de la gente son profundos, todo es profundo, excepto el odio". Tres a?os despu¨¦s, Avellaneda era degollado con una lentitud que s¨®lo el odio extremo podr¨ªa explicar. Sacaron lonjas de su espalda para trenzar maneas y expusieron su cabeza en una pica, frente a la casa del gobernador.
En 1991, cuando Bussi se present¨® como candidato a gobernador, su victoria parec¨ªa irremediable. En una esquina de la plaza Independencia, sujetando con una mano su irrisoria corbata de mo?o y aferrando con la otra un meg¨¢fono a pilas, el diputado nacional Exequiel ?vila Gallo profetizaba, rengueando, que la maldici¨®n de Dios caer¨ªa sobre la provincia si Bussi volv¨ªa a gobernarla. "?Yo soy el doctor Frankenstein!", se enardec¨ªa el diputado. "?Yo invent¨¦ al monstruo! Yo conozco sus bajezas mejor que nadie".
En 1987, ?vila Gallo ofreci¨® a Bussi la gobernaci¨®n de Tucum¨¢n en nombre del partido provincial Bandera Blanca, que hab¨ªa cosechado entre quinientas y seiscientas boletas en las ¨²ltimas elecciones. A ¨²ltima hora, el general atendi¨® sus ruegos y logr¨®, por el mero magnetismo de su nombre, que el caudal de Bandera Blanca subiera a casi cien mil votos. Los jubilados y las clases medias empobrecidas ve¨ªan en el general torturador a un hombre de car¨¢cter, a quien le bastar¨ªan pocos meses para poner orden en la yerma econom¨ªa de la provincia. Se le atribu¨ªan trescientos ochenta y nueve cr¨ªmenes y el control directo de por lo menos diez campos de concentraci¨®n durante los primeros veinte meses de la dictadura. Pero el general ya hab¨ªa respondido a esos cargos explicando que "no hay guerra sin alguna que otra v¨ªctima inocente". Se le descubrieron, poco despu¨¦s, cientos de miles de d¨®lares depositados en una cuenta suiza. "Son ahorros", explic¨®, "y herencias de familia".
A la mayor¨ªa de los industriales desvalijados durante la dictadura tambi¨¦n les complac¨ªa que el general volviera. Compart¨ªan con ¨¦l las divisas de la paz, el orden, la decencia. Y sobre todo, sent¨ªan que su temperamento vigoroso los proteger¨ªa del encumbramiento de la chusma, encarnada por el cantante Palito Ortega.
Ya pocos recuerdan lo que sucedi¨® en Tucum¨¢n durante aquellas semanas de julio de 1991 veladas por la resignaci¨®n y la incertidumbre. En v¨ªsperas de las elecciones, el triunfo de Bussi era seguro: las encuestas le adjudicaban el sesenta por ciento de los votos, veintid¨®s puntos m¨¢s que Ortega. Los partidarios del cantor echaron mano a todos los recursos del populismo: invocaron su infancia pobre de lustrador de zapatos y voceador de peri¨®dicos, su matrimonio fiel y feliz, sus ¨¦xitos como empresario en Miami. Nada de eso sirvi¨®.
Quien cambi¨® el rumbo de los vientos electorales fue el entonces presidente Menem, cuando decidi¨® trasladar los restos del autor de la Constituci¨®n Nacional, Juan Bautista Alberdi, desde la Recoleta hasta la plaza Independencia, resucitando as¨ª la pasi¨®n federalista de los tucumanos. Para los provincianos, la biograf¨ªa de Alberdi sintetiza sus propias desgracias. El olvido, el ostracismo, la miseria, la desolaci¨®n que padeci¨® Alberdi en sus a?os finales, abandonado por los gobernantes de la orgullosa Buenos Aires, es como el propio destino de Tucum¨¢n: una historia de intrusiones y desgarramientos.
Hay una foto c¨¦lebre de Menem, junto a un asombrado Palito Ortega, exponiendo el ata¨²d de Alberdi a la veneraci¨®n de la muchedumbre sobre el balc¨®n principal de la Casa de Gobierno. Fue entonces -acaban de contarme- cuando los jubilados y los campesinos tucumanos cayeron en la cuenta de que Bussi era nativo de Entre R¨ªos y que deb¨ªa de pensar como los hombres de la pampa h¨²meda: con el coraz¨®n en el puerto y la boca abierta hacia el interior.
Al mismo tiempo que suced¨ªa la escena de los despojos de Alberdi, en Aguilares, Concepci¨®n y Monteros -las tres ciudades mayores, despu¨¦s de la capital- se exhib¨ªa una pel¨ªcula llamada La redada, que refiere las desventuras de un centenar de mendigos a los que Bussi recogi¨® de los asilos de Tucum¨¢n, hizo subir a un ¨®mnibus y los solt¨® en los desiertos de Catamarca, una noche invernal de 1977, para que se los comieran los pumas o los derribara el hambre. Algunos de esos mendigos eran los andrajosos bufones de una sociedad en ruinas. Que Bussi los expulsara hacia la muerte fue como si hubiera incendiado el paisaje. Ning¨²n tucumano podr¨ªa haber hecho eso.
Fue entonces, una semana antes de las elecciones, cuando los peones azucareros que iban a votar por el ex dictador advirtieron que Palito era como ellos: un "cabecita negra" nacido entre las malojas de Lules, con los pies en el barro. Al un¨ªsono repitieron que un tucumano sin experiencia de gobierno era preferible a un forastero probado. Y dieron vuelta a la historia.
Tucum¨¢n nunca es lo que parece. Tanto Bussi como su Frankenstein, el diputado Exequiel ?vila Gallo, fueron repudiados hace doce a?os, pero regresaron con br¨ªos en 1995 y hace pocas semanas, como si nada. El ex diputado acaba de dirigir una campa?a feroz contra Jos¨¦ Alperovich, candidato jud¨ªo a la gobernaci¨®n -quien finalmente venci¨® el 29 de junio-, con el trasnochado argumento de que "quien no es cat¨®lico no es argentino". Y el ex dictador Bussi fue elegido intendente de la capital de la provincia por un margen de diecisiete votos. Diecisiete, tal como se lee.
Contra lo que dec¨ªa Marco Manuel de Avellaneda, en Tucum¨¢n todos los sentimientos son profundos, pero ninguno es tan profundo como el odio.
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