Una forma de la felicidad
A veces, despu¨¦s de tantas alarmas y tantas desgracias, pienso que Buenos Aires va a desaparecer. Es la ¨²nica ciudad latinoamericana que tiene verdadera mitolog¨ªa literaria, pero est¨¢ en crisis desde que tengo uso de raz¨®n. A pesar de todo, Buenos Aires persiste, por lo menos en la memoria de sus escritores. Y estoy convencido de que Jorge Luis Borges era una de las expresiones m¨¢s s¨®lidas de esa memoria. Recordaba a cada rato la ciudad que a su modo hab¨ªa inventado: la ciudad era un invento suyo anterior a ¨¦l mismo y que iba a sobrevivirle. Y viv¨ªa, Borges, en el centro mismo, rodeado de sus mitos, de sus fantasmas, recordando tertulias, personajes, escenas de la vida de barrio. El Borges que me gusta, me dijo alguien, una de las primeras veces que escuch¨¦ hablar de ¨¦l, es el de los patios modestos, el de los crep¨²sculos en los arrabales, el de las paredes bajas pintadas de amarillo o de azules deste?idos. De acuerdo, respondo ahora, evocando aquella frase de iniciaci¨®n, pero ocurre que ese Borges es todo Borges. El hombre nunca sal¨ªa de su calle, de su barrio, de sus esquinas. O sal¨ªa en busca del universo y pronto regresaba. El aleph es la invenci¨®n de un contemplador, de un pensativo, de un inm¨®vil: debajo de una escalera, en un s¨®tano olvidado, se presenta el mundo entero en una esfera y bajo la especie de la eternidad. A m¨ª me cont¨® Borges, por ejemplo, que en el Palermo de su adolescencia los malevos, los cuchilleros, bailaban entre ellos. Se aburr¨ªan de bailar con sus parejas, y, como invitar a la mujer de otro pod¨ªa terminar mal, invitaban directamente al otro. Eran tangos y milongas arrabaleras, melod¨ªas sencillas, y ¨¦l hab¨ªa visto esas escenas con sus propios ojos, con los mismos ojos que miraban ahora hacia un punto indefinido y que ya no ve¨ªan.
"Pens¨¦, por mi lado, que la vida de Jorge Luis Borges, con todas sus limitaciones, estuvo muy cerca de la felicidad posible en esta tierra"
S¨®lo estuve con Borges una vez en mi vida, en su departamento de la calle de Maip¨², en un mes de abril de comienzos de los ochenta. Fue Josefina Delgado, bi¨®grafa de Alfonsina Storni, cr¨ªtica literaria refinada, la que me sirvi¨® de acompa?ante y presentadora. Estuvimos los tres solos y conversamos sin interrupciones en un sal¨®n de dimensiones m¨¢s bien modestas, entre muebles anticuados, deslavados, fatigados (para emplear una expresi¨®n borgeana). El escritor ten¨ªa que ir despu¨¦s a una firma en la Feria del Libro. Cuando nos recibi¨® ya estaba preparado, impecablemente vestido. Jugaba todo el rato con un pesado bast¨®n, y tuve la impresi¨®n de que sus manos, gruesas, cansadas, reveladoras de la edad, vacilaban y temblaban. No son¨® el tel¨¦fono ni el timbre, no s¨¦ por qu¨¦ milagro, y la conversaci¨®n fluy¨® en medio de una calma extraordinaria, subrayada por el rumor lejano de la calle. En alg¨²n momento apareci¨® una mujer ocupada del servicio de la casa y Borges la defini¨® por su provincia. Ya no s¨¦ si dijo la correntina o la riojana. Parece que ten¨ªa la misi¨®n de recordar la hora en forma discreta. Y hab¨ªa por ah¨ª un gato gordo, castrado, de color claro, que ten¨ªa un nombre del romanticismo ingl¨¦s. Si la memoria no me traiciona, se llamaba Beppo. Alguien me cont¨® que hab¨ªa sido de propiedad de una hija de la correntina y que llevaba el diminutivo de un jugador de Boca Juniors, Beno, Beto o algo por el estilo. Borges escuch¨® el nombre, y como llevaba siempre las cosas al molino de la literatura, exclam¨®, encantado: ?Ah, Beppo, el gato de Byron!
Terminamos recitando el poema de Baudelaire Les
chats, que todo escritor y poseedor de felinos de esta clase conoce de memoria: "Los enamorados fervientes y los sabios austeros...". Lo recitamos en el franc¨¦s original, desde luego, y a coro. Mencion¨¦ el conocido an¨¢lisis de Roman Jakobson, que demuestra que el soneto de Baudelaire va en ascenso desde el gato dom¨¦stico, perdido entre cojines, hasta la esfinge y la inteligencia c¨®smica.
-Hay un poema, dijo Borges, que sigue el camino inverso.
Era de Rudyard Kipling, uno de los escritores de su juventud angl¨®fila, y comenzaba con la esfinge, con la noche c¨®smica, para terminar con im¨¢genes de un micifuz faldero. Pens¨¦ en el Borges que amaba "el sabor del caf¨¦ y la prosa de Stevenson". Su Kipling estaba cerca de Stevenson, y no demasiado lejos del gato de Byron.
Se not¨® bien que al maestro le llev¨¦ memorias chilenas, no s¨®lo anglosajonas. Eran historias antiguas, de los a?os veinte en adelante, y me demostraron que hab¨ªa existido en ¨¦pocas pasadas una relaci¨®n, una amistad que despu¨¦s, debido a tantas cosas, desapareci¨®. ?Y qu¨¦ es de Joaqu¨ªn?, me pregunt¨®. Le dije que Joaqu¨ªn Edwards Bello, el autor de El
roto, de La chica del
Crill¨®n, hab¨ªa sufrido un ataque de hemiplejia, y al cabo de algunos a?os, deprimido, acosado por fantasmas, se hab¨ªa volado la cabeza de un tiro.
Borges tuvo una reacci¨®n a la vez literaria y malvada:
-?L'homme qui
rit!-, exclam¨®, y pens¨¦: exacto, Victor Hugo. Pero agreg¨® el comentario siguiente: "Me acuerdo de la tapa de uno de sus libros; del t¨ªtulo, El
roto, ?no?, del nombre del personaje principal, Esmeraldo, ?no?".
Yo asent¨ªa, y ¨¦l, al final, memorioso a medias, dijo: "Es mucho, ?no?".
Era mucho, sin duda. ?De cu¨¢ntas novelas recordamos el t¨ªtulo y el nombre del personaje principal? Era mucho, y era, a su modo, lapidario. Pero Borges, a un par de metros de distancia, en esa tarde bonaerense, no me daba una sensaci¨®n de frialdad o de crueldad. Era pura literatura, era hombre de libros, de enciclopedias, de bibliotecas, y s¨®lo pod¨ªa conversar a punta de referencias y bromas estrictamente literarias.
Me dijo algo amable sobre Neruda, ya no recuerdo qu¨¦, con un dejo de cortes¨ªa innecesaria, como si todo chileno llevara el emblema nerudiano a cuestas, y despu¨¦s me sorprendi¨® habl¨¢ndome con amplio conocimiento humano y literario de Alberto Rojas Jim¨¦nez. En Chile, con raras excepciones, s¨®lo se conoce a este poeta in¨¦dito y escaso por el c¨¦lebre canto eleg¨ªaco que le dedic¨® Neruda a su muerte, Alberto Rojas Jim¨¦nez viene volando.
Ocurr¨ªa que Rojas Jim¨¦nez hab¨ªa escrito un comentario del primer libro de poemas de Borges, Fervor de Buenos
Aires, en un diario de Valpara¨ªso, y a partir de ah¨ª se hab¨ªa producido una correspondencia que dur¨® a?os. Rojas Jim¨¦nez era un buen poeta, un ser de contagiosa gracia y simpat¨ªa, y un bohemio incorregible. Despu¨¦s de vivir en Par¨ªs en los a?os de la primera postguerra, regres¨® a Santiago en un estado de pobreza franciscana y al poco tiempo muri¨® de pulmon¨ªa. Se cuenta que hab¨ªa bebido hasta altas horas de la madrugada en una taberna colonial, La Posada del Corregidor, que dej¨® la chaqueta como garant¨ªa del pago de la cuenta, que sali¨® a un fr¨ªo de cero grados y falleci¨® a los pocos d¨ªas. Cuando velaban el cad¨¢ver, un sujeto desconocido apareci¨®, se prepar¨® en forma cuidadosa, tom¨® vuelo y salt¨® por encima del ata¨²d en cumplimiento de alguna promesa tabernaria.
Borges se ri¨® y habl¨® en seguida, embalado, de Vicente Huidobro, el poeta de Ecuatorial y de Altazor. Dijo que ¨¦l estaba con Ulises Petit de Murat, cr¨ªtico y autor de teatro, y que Huidobro, reci¨¦n desembarcado de Europa, lleg¨® de visita.
-Huidobro nos dijo que su poes¨ªa era muy importante y que su teor¨ªa tambi¨¦n lo era. No, Huidobro, le contestamos: su poes¨ªa no es tan importante como usted cree, y su teor¨ªa, tampoco. Y como Huidobro nos quer¨ªa caer bien, nos respondi¨®: "Es verdad, mi poes¨ªa no es tan importante, y mi teor¨ªa, tampoco". A nosotros nos dio pena, y empezamos a llevarle la contraria: "No, Huidobro, su poes¨ªa es muy importante, y su teor¨ªa...". Afirmaciones que el poeta negaba ahora en forma enf¨¢tica.
Se habl¨® de algunas otras cosas, y en alg¨²n momento Borges sostuvo que era "elemental", y emple¨® esa palabra precisa, condenar los atropellos a los derechos humanos. Ya hab¨ªa sido condecorado por el general Pinochet, en una ceremonia que no hab¨ªa buscado, y ahora quer¨ªa dejar su posici¨®n moral en claro. Al final de la visita me cont¨®, de paso, que estaba dedicado a traducir el Macbeth en compa?¨ªa de Bioy Casares. Pens¨¦, por mi lado, que la vida de Jorge Luis Borges, con todas sus limitaciones, estuvo muy cerca de la felicidad posible en esta tierra. Escribir y leer, para ¨¦l, y hacerlo en compa?¨ªa, eran una forma permanente de la felicidad. Despu¨¦s de su jornada sal¨ªa a dar un paseo, siempre bien acompa?ado: su memoria de la ciudad era muy superior, sin duda, a lo que habr¨ªa visto en el caso de que hubiera conservado la vista. Y su visi¨®n de la literatura era un tejido, una construcci¨®n que no terminaba, un goce permanente, a joy for e
ver!, como hab¨ªa escrito John Keats, otro de los autores suyos. Me explic¨® que Beppo, el gato, estaba enfermo. Ya de regreso en Santiago supe que hab¨ªa muerto, y me pareci¨® curiosamente simb¨®lico que ¨¦l, estoico y gozoso, sobreviviera en tiempos tan oscuros, en circunstancias dif¨ªciles.
Un universo imaginario
Reconocido universalmente como uno de los mejores escritores del siglo XX, Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) combina en su obra una gran erudici¨®n y precisi¨®n ling¨¹¨ªstica con un universo imaginario. Desde la aparici¨®n de su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), su trayectoria literaria discurri¨® en tres grandes vertientes: la poes¨ªa, el cuento y el ensayo. La obsesi¨®n de Borges por la naturaleza del tiempo, el infinito y el destino, y sus im¨¢genes del laberinto y del espejo como met¨¢foras del mundo son recurrentes en sus obras, de las cuales cabe destacar, aparte la ya mencionada, Ficciones (1944), El Aleph (1949), Inquisiciones (1925) y Otras inquisiciones (1952). En 1979 recibi¨® el Premio Cervantes, compartido con Gerardo Diego.
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