El Che, un mito perdurable
Mi p¨®ster era una fotocopia de alg¨²n original comprado en Londres o en la orilla izquierda del Sena. El paso del tiempo y la intensa luz del cielo madrile?o hab¨ªan decolorado la tinta, otorgando al retrato un tono amoratado, m¨¢s digno del Viernes de Pasi¨®n que de la Revoluci¨®n de Octubre, de modo que, en la penumbra del despacho, aquella hermosa faz poseedora de la mirada de los m¨ªsticos podr¨ªa haberse confundido con una maqueta del velo de la Ver¨®nica, si no fuera por la boina que cubr¨ªa la frente del hombre y la estrella de cinco puntas en ella prendida. Todav¨ªa no hab¨ªa estallado la revuelta de mayo del 68 en la Sorbona y miles de carteles id¨¦nticos empapelaban ya los dormitorios de muchos j¨®venes espa?oles. El Che se hab¨ªa convertido en un mito de la revoluci¨®n universal.
Era m¨¢s bien chaparro, un poco pechipuesto, dicen que como la mayor¨ªa de los asm¨¢ticos
Fueron los cubanos quienes le pusieron el apelativo de Che, con el que ha quedado bautizado para la inmortalidad
Che Guevara fue un fan¨¢tico y un aventurero, pero no lleg¨® a ser nunca un corrupto, no tuvo edad para eso
Yo le hab¨ªa visto en Par¨ªs, en la primavera de 1964, cuando el comandante Guevara de la Serna emprendi¨® un viaje a Europa que le llevar¨ªa hasta Ginebra. Ocasionalmente, acudi¨® al estreno de las representaciones del Ballet Nacional de Cuba en un teatro de la capital francesa. Sentado en primera fila de platea, con un puro apagado entre las manos, a escasos metros de donde yo me hallaba, permaneci¨® durante largo rato ensimismado, ajeno a lo que suced¨ªa en el escenario. Era m¨¢s bien chaparro, un poco pechipuesto, dicen que como la mayor¨ªa de los asm¨¢ticos, necesitados de empinar el estern¨®n para mejor respirar, ten¨ªa un gesto afable y apenas se permiti¨® alg¨²n gui?o de populismo cuando salud¨® cort¨¦smente al p¨²blico que le ovacionaba. Muy cerca de ¨¦l, Jos¨¦ Mar¨ªa de Areilza, entonces embajador de Franco, aplaud¨ªa con mucho m¨¢s entusiasmo las evoluciones de las danzarinas mulatas que la presencia un poco hosca del lugarteniente de Fidel Castro. Pero la mesura y el comedimiento de que ¨¦ste hizo gala no lograron enfriar el ambiente, electrizado de antemano ante la sola idea de que el Che aparecer¨ªa en carne mortal ante nosotros. Por aquellas fechas se celebraba en la capital francesa una Feria del Libro Marxista. No recuerdo qui¨¦nes eran sus patrocinadores, pero quiero imaginar que, aparte del muy poderoso Partido Comunista Franc¨¦s, a¨²n no aventurado por la senda berlingueriana del eurocomunismo, andaban enredadas otras organizaciones de izquierda no sometidas a la ortodoxia de Mosc¨², cuyas autoridades ya hab¨ªan chocado frontalmente con Mao Zedong. (Despu¨¦s, China habr¨ªa de protagonizar su revoluci¨®n cultural para que el Libro Rojo se vendiera como rosquillas en los tenderetes burgueses de los Grandes Bulevares). La otra gran protagonista del evento era la "fiesta cubana". El castrismo despertaba todav¨ªa enorme admiraci¨®n entre los intelectuales europeos, que pretend¨ªan descubrir en ¨¦l un nuevo modelo no contaminado por los cr¨ªmenes del estalinismo y que recib¨ªan una informaci¨®n confusa de los sucesos de Pek¨ªn (el nombre de Bei-jing todav¨ªa no hab¨ªa sido dictaminado por los fil¨®logos). La verdad es que el mundo era presa de una gran efervescencia. A principios de la d¨¦cada asesinaron a Kennedy en los Estados Unidos y derrocaron a Jruschov en la Uni¨®n Sovi¨¦tica; de poco el Ej¨¦rcito Secreto de Argelia (OAS) no acab¨® con la vida del general De Gaulle, mientras la pol¨ªtica europea se afanaba en una dificultosa apertura al Este y el Vaticano se compromet¨ªa con el di¨¢logo cristiano-marxista. En los campus universitarios de los Estados Unidos, los estudiantes quemaban sus cartillas de alistamiento antes de emprender la huida hacia Canad¨¢: mejor pr¨®fugos que soldados en Vietnam. Eran tiempos en los que la escuela de Francfort hac¨ªa furor, Marcuse editaba su ensayo cr¨ªtico sobre el marxismo sovi¨¦tico y la cultura hippy comenzaba a invadir los hogares de clase media al son de los acordes de las baladas de los Beatles y del desgarrado sonido de la guitarra de Jimi Hendrix. La figura del Che resum¨ªa muy bien aquellos anhelos de inconformismo, de protesta, de honesto sentimiento revolucionario de unas generaciones que no hab¨ªan vivido la guerra y clamaban contra las desigualdades en el mundo, el poder de la CIA, la perversi¨®n del capitalismo, la inicial esclerosis de la gerontocracia sovi¨¦tica y cosas por el estilo. Incluso si hab¨ªa representado al poder, como ministro de Industria y presidente del Banco de la Naci¨®n, el Che era en s¨ª mismo un icono del antipoder, una encarnaci¨®n de la revuelta visionaria, de la utop¨ªa posible, del internacionalismo proletario y el pueblo en armas.
Argentino de nacimiento, Ernesto Guevara se hab¨ªa graduado en medicina, de manera bastante azarosa, en la universidad de su pa¨ªs, antes de comenzar una vida aventurera que le llevar¨ªa a viajar por media Am¨¦rica Latina. En Bolivia -que le apasion¨® desde un principio- y en Per¨² y Colombia vivi¨® las m¨¢s variadas peripecias, hasta que dio con sus huesos en la capital mexicana, donde conoci¨® a varios miembros de la oposici¨®n contra el dictador cubano Fulgencio Batista, que manten¨ªa en la c¨¢rcel a Fidel, cabecilla del frustrado asalto al cuartel Moncada en 1953. Una vez liberado, Castro se traslad¨® al pa¨ªs azteca, donde le presentaron al argentino, con el que trab¨® estrecha relaci¨®n. Fueron los cubanos quienes le pusieron el apelativo de Che, con el que ha quedado bautizado para la inmortalidad. Las biograf¨ªas lo presentan como un individuo dif¨ªcil, atrabiliario e impredecible, poco amigo del aseo personal, de mirada seductora, autodidacta en la cultura, machista casi histri¨®nico en sus relaciones con las mujeres y con enorme coraje personal. Muchos creen que su salud enfermiza le llev¨® a despreciar la vida como un bien fungible, tambi¨¦n le indujo a desarrollar un instinto de superaci¨®n f¨ªsica a fin de demostrarse a s¨ª mismo, y a los dem¨¢s, que las dificultades respiratorias en nada mermaban sus capacidades para la lucha armada. Integrante de la expedici¨®n del Granma, con la que comenz¨® la guerrilla revolucionaria que llevar¨ªa a Castro al poder en 1959, Guevara fue el primero al que ¨¦ste confiri¨® el grado de comandante, en reconocimiento a su participaci¨®n en las muchas batallas de Sierra Maestra; all¨ª fue herido varias veces y destac¨® tanto por su fiereza como por su expedita manera de imponer disciplina entre sus propios correligionarios, ajusticiando personalmente a desertores y esp¨ªas. Frente a las tendencias liberales y moderadas de muchos de los integrantes del directorio del nuevo r¨¦gimen, Che Guevara y Ra¨²l Castro -hermano de Fidel- representaban, desde antes de su desembarco en la isla, la facci¨®n m¨¢s elocuentemente marxista del movimiento. Guevara era un autodidacta y se hab¨ªa empapado de ideolog¨ªa en sus personales lecturas de Marx y Lenin, llegando a convencerse de que la soluci¨®n de los problemas del mundo la ofrec¨ªan los modelos de sociedad construidos tras el tel¨®n de acero. Andando el tiempo se desilusion¨® de la experiencia sovi¨¦tica, lo que le llev¨® a confrontarse con el partido comunista cubano, para acabar decepcionado tambi¨¦n por la poca ayuda que recibi¨® de los dirigentes mao¨ªstas, entonces visceralmente enfrentados a Mosc¨², principal valedor del r¨¦gimen de La Habana. Firme partidario de la teor¨ªa foquista revolucionaria, march¨® al Congo primero y m¨¢s tarde a Bolivia, al frente de un grupo guerrillero y tratando de ser coherente en su acci¨®n personal con las ideas que proclamaba: "Crear dos, tres, muchos Vietnam". El 9 de octubre de 1967, Mario Ter¨¢n, sargento de las fuerzas especiales del Ej¨¦rcito boliviano, acab¨® de una r¨¢faga de metralleta con la vida del Che, prisionero y herido desde el d¨ªa anterior en la escuelita del poblado de La Higuera.
Meses antes del asesinato, el editor italiano Gian Giacomo Feltrinelli, enterado de la ya azarosa situaci¨®n en la que el Che se encontraba en la serran¨ªa boliviana (abandonado por sus correligionarios, cercado por el ej¨¦rcito, la enfermedad y el hambre), hab¨ªa ofrecido un rescate al Gobierno de La Paz a cambio de que levantaran el asedio que sufr¨ªa el guerrillero. Detenido ¨¦l mismo y expulsado de Bolivia por agentes de la CIA, Feltrinelli viaj¨® a La Habana, donde contact¨® con el fot¨®grafo Korda, antiguo reportero de la revista Revoluci¨®n. El italiano buscaba una buena foto del Che y encontr¨® en los archivos del periodista ese famoso retrato, con la melena al viento y la mirada perdida, que yo ten¨ªa fotocopiado en mi despacho. Era una imagen antigua, tomada siete a?os atr¨¢s. Feltrinelli le pidi¨® un par de copias y Korda se las regal¨®. Cuando la noticia de la muerte del guerrillero en La Higuera asalt¨® los teletipos, el editor sac¨® a la venta un cartel con la efigie de la v¨ªctima. Desde entonces es una de las fotograf¨ªas m¨¢s reproducidas en la historia de la humanidad.
La mirada perdida del Che presidi¨® los sue?os de los j¨®venes revolucionarios de finales de los sesenta y a¨²n hoy adorna las camisetas, a diez euros, de muchos manifestantes antiglobalizaci¨®n. Las fotograf¨ªas que las agencias de prensa distribuyeron del cad¨¢ver de Guevara, como prueba irrefutable de que hab¨ªa muerto, contribuyeron tambi¨¦n al mito. El cuerpo, los ojos abiertos y el torso desnudo, parec¨ªa el de un Cristo yacente. Es tal la fuerza expresiva de esas im¨¢genes, su expresi¨®n casi m¨ªstica y su belleza formal, que no extra?a que todav¨ªa haya campesinos que rindan culto a la memoria del Che como san Ernesto de La Higuera. Antes de eso Nicol¨¢s Guill¨¦n, uno de los grandes poetas cubanos, hab¨ªa ensalzado al "gaucho de voz dura" que "brind¨® a Fidel su sangre guerrillera, y su ancha mano fue m¨¢s compa?era cuando fue nuestra noche m¨¢s oscura". Guevara, autor de varios libros sobre la lucha armada y de un pu?ado de mal¨ªsimos poemas, encarn¨® su propio mito incluso antes de su muerte, porque, pese a las noticias sobre su crueldad y el hecho de ser directo responsable de las represalias y fusilamientos en los d¨ªas posteriores a la revoluci¨®n, su vida y sus haza?as respond¨ªan a los del revolucionario rom¨¢ntico, capaz de darlo todo, hasta la vida, por un ideal. En el poder como en la guerrilla, fue de costumbres extremadamente morigeradas, y cuantos le conocieron hablan de su valent¨ªa y generosidad, compatibles con un car¨¢cter implacable que le llev¨® a dictar centenares de penas capitales en la fortaleza habanera de La Caba?a. El atractivo indiscutible que ha ejercido sobre tantas generaciones se debe, sin duda, al idealismo irresponsable que su historia encarna y tambi¨¦n al hecho de que muriera pobre, abandonado y enfermo en medio de los esfuerzos por organizar una revoluci¨®n campesina en Bolivia contra los deseos, incluso, de los propios campesinos. Ese exceso de pureza, ese fan¨¢tico mesianismo que le mov¨ªa, le convirti¨® tambi¨¦n en un totalitario sin ambages y en un gobernante desastroso. Al fin y al cabo era il¨®gico que el s¨ªmbolo absoluto del contrapoder pudiera llegar a ejercer poder alguno con acierto. Lo sorprendente es que la memoria de quien s¨®lo se encontr¨® a s¨ª mismo descargando su metralleta contra el enemigo, en medio del fragor de la batalla, se haya desfigurado tanto que hoy sirva como emblema de movimientos pacifistas.
La revoluci¨®n cubana supuso en su d¨ªa un caudal de esperanza para los esp¨ªritus progresistas como ning¨²n otro movimiento armado hab¨ªa generado desde la toma del Palacio de Invierno por los bolcheviques. Decepcionados por la experiencia del socialismo real y disconformes con el mandarinato mao¨ªsta, los intelectuales de Occidente quisieron ver en el impulso inicial de la revuelta castrista un aire de renovaci¨®n y rejuvenecimiento de la izquierda. Ahora es tarde para discutir si el rumbo de los acontecimientos pudiera haberse modificado caso de que la Casa Blanca no hubiera decretado el bloqueo econ¨®mico contra la isla. El castrismo actual se derrumba estruendosamente en medio de una civilizaci¨®n que desconoce y que se aparta, como de la peste, de los s¨ªmbolos y mitos de los a?os sesenta. Al paso que va, lejos de haber devorado a sus hijos, la revoluci¨®n cubana acabar¨¢ deglutida por ellos, mientras en un rinc¨®n de la isla, cientos de seguidores del islam permanecen presos en sus jaulas de Guant¨¢namo, privados de toda identidad y de todo derecho en nombre de la defensa de la democracia. Am¨¦rica es un mundo de paradojas y contradicciones en donde los antiguos compa?eros del Che se han convertido en disc¨ªpulos aventajados de Stalin y los herederos de Jefferson muestran peligrosas tendencias totalitarias.
Frente a la desgracia personal del hombre, el mito de Che Guevara, como tantos otros en la historia, tuvo la inmensa suerte de morir joven. Por eso, y aunque a muchos les sorprenda, podemos entender que la brillante mirada de este iluminado, la entra?able transparencia que cantara Carlos Puebla, siga alumbrando las utop¨ªas de nuestros j¨®venes, desconocedores todav¨ªa de que no s¨®lo el poder, tambi¨¦n el tiempo, sobre todo el tiempo, es lo que acaba por corromperlo todo. Che Guevara fue un fan¨¢tico y un aventurero, pero no lleg¨® a ser nunca un corrupto, no tuvo edad para ello. Eso le hizo diferente a otros, y explica que tantos le perdonen sus equivocaciones y aun sus cr¨ªmenes.
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