Rusos comprando en Barcelona
En este suave anochecer del oto?o subo por el paseo de Gr¨¤cia observando los rostros embellecidos por la luz amarillenta del ¨²ltimo sol y de los escaparates. Entro en una tienda que no recuerdo haber visto antes: Alain Manoukian, moda francesa. Entre los compradores -las mujeres que examinan las faldas vaporosas y los se?ores que esperan delante de los probadores con cara de aburrimiento- distingo una pareja diferente de las dem¨¢s: est¨¢n pagando -y con dinero l¨ªquido, advierto- un mont¨®n considerable de vestidos. Echo un vistazo a la etiqueta de uno de ellos: 250 euros.
Sigo por el paseo de Gr¨¤cia a la pareja que ha despertado mi curiosidad. Unas calles m¨¢s arriba entran en la tienda de Max Mara, donde adquieren un par de trajes de chaqueta inspirados en los a?os sesenta, y en la tienda de al lado, Marina Rinaldi, una falda rota y unos pantalones deste?idos y desgarrados y agujereados -con mucho estilo, claro-; pagan siempre con billetes de 20 y 50 euros que extraen de un voluminoso fajo. Examino los precios: cada prenda de esas tiendas vale entre 150 y 300 euros. Me acerco a la pareja y oigo que hablan en ruso, te?ido con el alargado acento moscovita.
De tiendas tras una pareja de rusos ricos, me pregunto de qu¨¦ han servido los a?os de comunismo, de purgas y de trabajos forzados
Salgo de la tienda a la calle y recuerdo lo que vi en Mosc¨², en la elegante avenida de Tverskaya. Lujosos coches, imponentes edificios donde tienen su sede los bancos, espl¨¦ndidos palacios convertidos en salones de belleza, de los que salen fastuosos abrigos de pieles que ci?en los bien masajeados cuerpos de las bellezas rusas; parece la Quinta Avenida de Nueva York, s¨®lo que con m¨¢s ostentaci¨®n. Era evidente que los rusos que vi en la avenida de Tverskaya, los llamados nuevos rusos, tienen otras ocupaciones que la penuria que sufren sus compatriotas menos afortunados, que son la inmensa mayor¨ªa. Mientras contemplaba esas sirenas moscovitas c¨®mo sal¨ªan de los gimnasios y los bancos para dirigirse taconeando sobre el hielo de la avenida hacia sus espl¨¦ndidos coches con ch¨®fer, pensaba en otra joven rusa, mi amiga Katia, que se hab¨ªa visto obligada a dejar su carrera de profesora universitaria para convertirse en asistenta de una embajada porque con su sueldo de acad¨¦mica no le alcanzaba para sobrevivir.
Durante aquel viaje un d¨ªa mi amiga Katia me invit¨® a ver a su padre. En un tren tranv¨ªa fuimos a una aldea de las cercan¨ªas de Mosc¨². El pueblo, sumergido en un valle de abedules y pinos n¨®rdicos, espolvoreado de nieve, parec¨ªa salido de una postal. Por el camino entre las casas de madera, pintadas de colores tiernos, encontramos a campesinos que pisaban el hielo calzados con sus botas de fieltro. "Igual que en los cuentos de Ch¨¦jov", susurr¨¦, encantada y horrorizada a la vez. Pero Katia no me oy¨®, estaba saludando a un anciano, su padre, cargado con dos cubos de agua que, a 10 grados bajo cero, hab¨ªa ido a buscar a la fuente porque en su casa no hay agua corriente ni luz.
Sigo mi camino en el paseo de Gr¨¤cia. La pareja de rusos est¨¢ devorando con los ojos un abrigo negro de piel expuesto en el escaparate de Pedro del Hierro: 7.200 euros, advierto en la discreta etiqueta situada a los pies de la modelo. Los rusos entran y poco despu¨¦s salen con la compra hecha; mientras que en las otras tiendas han pedido que enviaran sus compras directamente a su hotel, el abrigo se lo llevan personalmente. Fascinada y algo asustada, los sigo de lejos y pienso en lo que recientemente me ha dicho un amigo periodista: los serios perjuicios que ha causado a millones de rusos, en la ¨²ltima d¨¦cada, la pol¨ªtica de desarticulaci¨®n de las redes de atenci¨®n social, la irrupci¨®n de la violencia de la mafia y la depresi¨®n social. Le pregunt¨¦: "?No prefieren los rusos volver al pasado, al r¨¦gimen que les proporcionaba algunas certezas?". "No", contest¨® el periodista, "eso de ninguna manera. Los rusos est¨¢n hartos de largas d¨¦cadas en las que pasaban miedo de ser perseguidos".
Camino por la amplia acera del paseo de Gr¨¤cia y pienso en el peque?o incidente que tuve este verano en un lujoso hotel de la Costa Brava donde hab¨ªa quedado con unos amigos para tomar un refresco: un extranjero muy musculoso me empuj¨® bruscamente para apartarme de la entrada del ascensor; de ese modo aseguraba la preferencia de subir a su grupo; al ponerse a hablar con sus acompa?antes, me di cuenta de que ese hombre que parec¨ªa un vigilante nocturno de una discoteca era ruso y, adem¨¢s, que estaba alojado en ese hotel. Entonces pens¨¦ en mis amigos rusos, m¨²sicos y escritores de renombre, que de ning¨²n modo pueden permitirse ni las m¨¢s modestas vacaciones en Espa?a. ?Quienes son esos rusos tan adinerados? ?Y para qu¨¦ sirvieron los 70 a?os de comunismo, de purgas, de miedo, de campos de trabajos forzados?
Veo que la pareja que he estado siguiendo de tienda en tienda se est¨¢ preparando para entrar a comprar en Loewe. No quiero verlos m¨¢s; cruzo el paseo de Gr¨¤cia y prosigo mi paseo. Pero ya no consigo captar la belleza de mi entorno como antes. Por la cabeza me pasan las palabras de Vitali Shentalinski, el hombre que pas¨® 10 a?os investigando en los archivos de la KGB los destinos tr¨¢gicos de los escritores rusos: "En comparaci¨®n con el Occidente, creo que en Rusia hay m¨¢s polarizaci¨®n del bien y el mal: los buenos son mejores y los malos son a¨²n mucho m¨¢s malvados". Subo por la avenida y mi mente est¨¢ llena de preguntas que no tienen respuesta.
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