Un debate necesario
El mes de diciembre de 1978 y las primeras semanas del a?o siguiente fueron testigos de un espectacular aumento de la violencia pol¨ªtica en Espa?a. A los redundantes cr¨ªmenes de ETA, que utiliz¨® sus habituales m¨¦todos para hacerse notar, tanto durante la campa?a previa al refer¨¦ndum constitucional como en los d¨ªas posteriores a la sanci¨®n real de la nueva Ley de Leyes, se a?adi¨® la ofensiva de grupos de insidiosa filiaci¨®n, como los GRAPO, y de un par de bandas antiterroristas de la ultraderecha, organizadas o animadas por sectores del Ej¨¦rcito y la polic¨ªa, que intensificaron sus acciones en el sur de Francia. De modo que la consulta al pueblo sobre la Constituci¨®n Espa?ola, que hoy celebra sus veinticinco a?os de edad, se hizo en condiciones m¨¢s que dif¨ªciles, aunque el d¨ªa mismo de la votaci¨®n no registrara incidentes notables. La relectura de los peri¨®dicos de aquellas fechas indica, muy a las claras, una cierta decepci¨®n del Gobierno Su¨¢rez, y de la clase pol¨ªtica en general, por el alto abstencionismo registrado -no acudi¨® a las urnas m¨¢s de un tercio de la poblaci¨®n con derecho a voto- y una pol¨¦mica hirsuta respecto al significado de la consulta en el Pa¨ªs Vasco, singularmente en las provincias de Guip¨²zcoa y Vizcaya, en las que el 56 por ciento del censo decidi¨® no participar. Pese a todo, los editoriales y art¨ªculos, las declaraciones de los pol¨ªticos -incluidos los l¨ªderes peneuvistas que hab¨ªan llamado a la abstenci¨®n- y el clima general de opini¨®n se?alaban que las amenazas anticonstitucionales eran, sobre todo, de origen golpista, y hasta el lehendakari Leizaola, desde su exilio en Par¨ªs, mostraba esperanzas de que la cuesti¨®n vasca se pudiera saldar con la aprobaci¨®n de un Estatuto de autonom¨ªa, cuyo borrador ya circulaba entre la clase dirigente. Todo indicaba que el 6 de diciembre de 1978 se cerraba un ciclo hist¨®rico, abriendo paso a una nueva etapa de mayor felicidad y libertad para los espa?oles. De ah¨ª que el estrepitoso ruido de la p¨®lvora, y el m¨¢s de centenar de v¨ªctimas que el terrorismo se cobr¨® en 1978, no bastaran para desanimarles. Antes bien, constitu¨ªan motivos de acicate en la b¨²squeda del consenso, que es la misi¨®n fundamental que tienen ante s¨ª las instituciones democr¨¢ticas.
Existen muchos signos en la actualidad espa?ola, y aun en la mundial, de que tambi¨¦n ahora abocamos a un final de etapa. La situaci¨®n general de nuestro pa¨ªs es mucho mejor que la de hace un cuarto de siglo. La democracia est¨¢ consolidada, formamos parte de la Uni¨®n Europea, el nivel de vida ha mejorado sustancialmente y hay numerosos motivos, en definitiva, para sentirse satisfechos. Persiste el terrorismo dom¨¦stico, es verdad, aunque con sus capacidades muy mermadas, y sigue habiendo injusticias antiguas y otras de nueva planta, como las que ata?en a los inmigrantes, pero, en su conjunto, ¨¦sta es una sociedad mejor, m¨¢s alegre y pr¨®spera, que la que vio nacer la Constituci¨®n. A pesar de ello, la crispaci¨®n y el odio han crecido ¨²ltimamente entre nosotros casi tanto como las incertidumbres, es mayor el sentimiento de inseguridad y aumenta el prestigio de quienes apelan a recetas extremas y expeditivas a la hora de buscar soluciones a los severos problemas de futuro que se nos plantean. Asistimos, desde hace a?os, a una invasi¨®n casi tumultuaria de los poderes Legislativo y Judicial por parte del Ejecutivo; a un aumento de la autocensura, cuando no de la censura a secas, en las redacciones de los medios de comunicaci¨®n, muchos de los cuales han sido intervenidos de mil maneras por la autoridad competente; a un sentimiento, quiz¨¢s exagerado pero muy palpable, de p¨¦rdida de libertad. La disidencia comienza a estar mal vista, quiz¨¢s porque el poder tambi¨¦n percibe esos s¨ªntomas de fin de ciclo que merodean nuestros aleda?os, y se siente tan inseguro y absorto como muchos ciudadanos, con lo que acude a defenderse mediante el sistema que tan buenos r¨¦ditos electorales le ha comportado siempre: o conmigo o contra m¨ª.
Trazada sobre el terreno la raya que divide a los desafectos de los leales, la Constituci¨®n y los estatutos de autonom¨ªa, singularmente los de Euskadi y Catalu?a, se han convertido en una especie de frontera para el vade retro. Quienes quieren modificarlos son acusados, con reiterada malevolencia, de vendepatrias y antiespa?oles. Y muchos de quienes asumen su defensa amenazan con petrificarlos, que es la mejor manera de acabar con ellos en el m¨¢s breve plazo posible. La cuesti¨®n se dirime como en una especie de duelo, apelando a las emociones y no a las ideas, apoder¨¢ndose unos y otros de los conceptos, y aleccion¨¢ndonos los pol¨ªticos a los ciudadanos de manera constante y, no pocas veces, antip¨¢tica. Nos explican c¨®mo se es buen vasco o buen catal¨¢n, o qu¨¦ es lo que hay que hacer para convertirse en un buen espa?ol, mientras imparten adem¨¢s clases de democracia, que mucho hemos de agradecer, aunque sean bien contradictorias. Los l¨ªderes que, en el plazo de semanas o meses, firmar¨¢n su jubilaci¨®n -sea tard¨ªa o anticipada- se han visto adem¨¢s en la necesidad de nombrar sus respectivos sucesores y de garantizarse la fidelidad futura. Con lo que las adhesiones incondicionales y las diatribas frente al oponente han sustituido al debate y la b¨²squeda de acuerdos. La confusi¨®n es tan grande que ahora son los gobernantes los que sacan la gente a la calle a protestar, cuando el derecho de manifestaci¨®n parec¨ªa, primordialmente, una garant¨ªa de los ciudadanos frente al silencio del poder. El resumen es que hay mucho acaloramiento y poco intercambio de puntos de vista, de modo que, en cuanto surge un problema serio, los partidos llaman a su abogado para que ponga una querella, antes que ponerse a hablar. Si lo hacen, casi siempre es en secreto, no vayan a enterarse los electores y pierda prestigio el pr¨®cer de turno. Aqu¨ª la pol¨ªtica se viene dejando, desde hace a?os, en manos de los jueces, mientras los dirigentes han optado por un di¨¢logo de sordos que, de momento, no ha hecho sino magnificar los problemas, antes que alumbrar soluciones.
Las actuales pol¨¦micas sobre la reforma de la Constituci¨®n resultar¨¢n est¨¦riles si antes no se clarifica el ambiente social b¨¢sico que precisa el ejercicio de toda democracia. Hace unos d¨ªas escuch¨¦ al profesor Soloz¨¢bal, catedr¨¢tico de la Aut¨®noma de Madrid, la muy acertada tesis de que para tener una Constituci¨®n que funcione lo primero que se necesita son ganas. Sin una voluntad extendida entre la poblaci¨®n que permita encontrar un m¨ªnimo consenso sobre su propia norma de conducta, es imposible mantener un r¨¦gimen estable de libertades. La igualdad de todos ante la ley se encuentra en el origen de la democracia, pero esa igualdad no se puede garantizar si la ley misma se convierte en un arma arrojadiza entre facciones. La discusi¨®n sobre el futuro de la autonom¨ªa de Euskadi no puede ser, por eso, jur¨ªdica si no es anteriormente pol¨ªtica y, desde ese punto de vista, es in¨²til poner a competir con el desprop¨®sito legal del plan Ibarretxe una reforma precipitada, abusiva y estramb¨®tica del C¨®digo Penal. Hace mucho tiempo que la ley no se aplica en Euskadi, o no se respeta de la misma manera que en el resto de Espa?a, porque desde hace mucho tiempo han desaparecido las ganas constitucionales que avalen el cumplimiento efectivo de la misma. La persistencia del terrorismo ha tapado durante muchos a?os la naturaleza fundamentalmente pol¨ªtica de la cuesti¨®n, que se refiere no tanto a las identidades colectivas del pueblo vasco o espa?ol, como a la manipulaci¨®n interesada de esas identidades por quienes aspiran a ejercer el poder en sus respectivas ¨¢reas de influencia. El nacionalismo y el populismo han ido siempre estrechamente de la mano: eso lo sabemos bien tanto en Vitoria como en Madrid.
En medio de este clima, la celebraci¨®n del veinticinco aniversario de la Constituci¨®n es ocasi¨®n propicia no s¨®lo para ensalzar sus virtudes, sino para preguntarse por sus carencias y defectos. Me atrever¨ªa a decir que ¨¦sa es la obligaci¨®n de todo buen ciudadano que aspire a una Espa?a democr¨¢tica unida y estable, sin desaf¨ªos ni chuler¨ªas de ning¨²n gobernante, sean dichas en vascuence o en rom¨¢n paladino. El tiempo no pasa en balde y la Espa?a de hoy permite visiones, ideaciones y proyectos diferentes a los de hace un cuarto de siglo. Podemos preguntarnos si un documento redactado en tiempos de amenazas golpistas, chantajes del terrorismo, tribulaci¨®n econ¨®mica y p¨¢nico heredado de los bur¨®cratas de la dictadura, no merece alguna correcci¨®n que lo mejore y haga m¨¢s llevaderas las vidas de los espa?oles. La sola negativa a hablar sobre ello, a imaginar que es posible, ¨²nicamente pone de relieve que hay algo que no acaba de funcionar del todo en nuestro ordenamiento constitucional. Abrir un di¨¢logo parlamentario sobre estas cuestiones es lo l¨®gico en cualquier democracia que se precie de serlo. La resistencia a hacerlo, el embanderamiento en lo que existe, la sacralizaci¨®n de normas que son fruto del consenso y el acuerdo entre personas proyecta un mensaje de desesperanza y miedo, ¨²til quiz¨¢s para ganar elecciones en el corto plazo, pero muy da?ino cara al dise?o de nuestra convivencia durante los pr¨®ximos veinticinco a?os.
Es evidente, sin embargo, que un debate as¨ª s¨®lo podr¨¢ llevarse a cabo si somos capaces de restaurar el clima de entendimiento entre partidos, en la b¨²squeda de un objetivo com¨²n. Los deseos, las ganas, de contar con un r¨¦gimen democr¨¢tico, garante de los derechos individuales y capaz de integrar a Espa?a en el concierto europeo, facilitaron la redacci¨®n del actual texto constitucional, a cambio de considerables renuncias y cesiones de todos. La pol¨ªtica del frentismo ultranacionalista, sea por parte de vascos, catalanes o espa?oles, es la mejor manera de traicionar los esfuerzos de quienes, hace casi dos generaciones, alumbraron la etapa m¨¢s brillante y pr¨®spera de la historia de nuestro pa¨ªs. Y una burla a la memoria de las v¨ªctimas que se dejaron la vida en ello.
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