La ley arcaica y la ley de la vida
Mientras que la poes¨ªa inglesa "no tiene miedo de nadie", escribi¨® E. M. Forster en 1927, la narrativa "es menos victoriosa": quedaba el peque?o asunto de los rusos y los franceses. Forster public¨® su ¨²ltima novela, Pasaje a la India, en 1924, pero vivi¨® hasta 1970, lo suficiente para ser testigo de una reordenaci¨®n profunda del equilibrio de poder. La narrativa rusa, tan s¨®lida y lun¨¢tica como siempre durante los primeros a?os del siglo (Bulg¨¢kov, Zamyatin, Bely, Bunin), hab¨ªa sido barrida de la faz de la tierra; la narrativa francesa parec¨ªa haberse extraviado en periferias filos¨®ficas y ensay¨ªsticas, y la narrativa inglesa (que a¨²n aguardaba la crucial transfusi¨®n de las "colonias") parec¨ªa ser, bueno, perdidamente inglesa, perdidamente inerte y endog¨¢mica. Mientras tanto, como obedeciendo a la realidad pol¨ªtica, la narrativa estadounidense estaba asumiendo su destino manifiesto.
Pregono la predicci¨®n de que Saul Bellow se alzar¨¢ como el novelista estadounidense supremo
La novela estadounidense, tras haberse convertido en dominante, fue dominada a su vez por la novela judeoestadounidense, y todo el mundo sabe qui¨¦n dominaba aquello: Saul Bellow. ?l era y es una figura prominente que no se apoya en cifras de ventas o t¨ªtulos honorarios, ni en escarapelas o fajines, sino en la legitimidad indiscutible. Mantener otra cosa es malgastar saliva. Bellow ve m¨¢s de lo que nosotros vemos; ve, oye, huele, saborea, toca. Comparados con ¨¦l, los dem¨¢s somos s¨®lo intermitentemente sensibles; y adem¨¢s, intelectualmente, sus frases pesan m¨¢s que las de cualquier otro. John Updike y Philip Roth -los dos escritores que gozan quiz¨¢ de una posici¨®n m¨¢s aventajada para rivalizar con Bellow, o para sucederle- han reconocido que su veteran¨ªa no es simplemente una cuesti¨®n de Anno Domini. La egoman¨ªa es un ingrediente del talento literario, y es pesada: el ensue?o del egomaniaco no es, como muchos suponen, un letargo de complacencia con uno mismo; es m¨¢s bien un estado de alerta roja. Y aun as¨ª, los escritores son sorprendentemente realistas con respecto a la jerarqu¨ªa. John Berryman afirmaba que se sent¨ªa "c¨®modo" siendo el segund¨®n de Robert Lowell; y cuando aquel viejo buque insignia que era Robert Frost se hundi¨® hasta el fondo, en 1963, ¨¦l dijo impulsivamente (y sin sentimentalismo): "Da miedo. ?Qui¨¦n es el n¨²mero uno?". Pero no fue m¨¢s que un simple arrebato. Berryman sab¨ªa cu¨¢l era su sitio.
La novela judeoestadounidense
De forma quiz¨¢ impertinente se podr¨ªan resumir las preocupaciones de la novela judeoestadounidense en una sola palabra: "shiksas" (literalmente, "cosas que se detestan"). Ocurr¨ªa que hab¨ªa una fascinaci¨®n particular por el conflicto entre la sensibilidad jud¨ªa y las tentaciones -la inevitabilidad- del materialismo estadounidense. Como explica un narrador de Bellow: "En el hogar, dentro de casa, una ley arcaica; fuera de ella, la ley de vida". La ley arcaica es sombr¨ªa, con v¨ªnculos de sangre, desgarrada por la culpa, renunciante y trascendental; la ley de vida es dispersa, irreflexiva y sucia. Naturalmente, la novela judeoestadounidense incorpora la experiencia del inmigrante, con un "viejo pa¨ªs" a un paso de distancia; y recalca el ansia de legitimidad (acentuada tambi¨¦n en Roth y en Malamud). No es un ansia de ¨¦xito, de compensaci¨®n; lo que se ans¨ªa es el derecho a pronunciarse, el derecho a juzgar, el derecho a escribir. Y parecer¨ªa que la consecuencia fue que estos novelistas aportaron una nueva intensidad al acto del compromiso de autor, ofreciendo todo su ser, sin guardarse nada. Aunque la narrativa de los jud¨ªos estadounidenses es, con frecuencia, c¨®mica y de anticl¨ªmax, preocupada por lo que Herzog (1964) denomin¨® "errores de gran altura moral", hay algo mundial e hist¨®ricamente t¨¦trico que subyace en ella, un patr¨®n concluyente de brutalidad humana. Las dimensiones de esta brutalidad apenas se vislumbraban en 1944, a?o del comienzo de la epopeya por entregas de Bellow. Y Estados Unidos ser¨ªa contemplado posteriormente como "la tierra del desagravio hist¨®rico", un lugar en el que (como escribi¨® Bellow con fr¨ªa sencillez) "los jud¨ªos no pod¨ªan ser enviados a la muerte".
De forma general, la novela ju-deoestadounidense plantea un problema entre mente y cuerpo y luego sigue adelante y lo resuelve sobre el papel. "Cuando alg¨²n nuevo pensamiento le atenazaba el coraz¨®n, ¨¦l se iba a la cocina, su cuartel general, para anotarlo", escribe Bellow en la primera p¨¢gina de Herzog. "Cuando alg¨²n nuevo pensamiento le atenazaba el coraz¨®n": la voz no est¨¢ disociada; reacciona ante el mundo con apasionada sensualidad, y con una inflexi¨®n cerebral que no es menos prodigiosa e infatigable. Bellow ha presidido una eflorescencia que claramente le debe mucho a las circunstancias hist¨®ricas, y debemos concluir en tono elegiaco que la fase est¨¢ llegando a su fin. No hay sustitutos haciendo cola. ?Fue la "asimilaci¨®n" la causante o el proceso fue m¨¢s blandengue y difuso? "Tambi¨¦n vuestra historia se ha convertido en una de vuestras opciones", apunta secamente el narrador de La conexi¨®n Bellarosa (1989). "Tener o no tener historia era una consideraci¨®n que depend¨ªa absolutamente de vosotros". Rememorando el famoso ensayo de 1939 de Philip Rahv, podemos decir que los rostros p¨¢lidos se han impuesto a los pieles rojas. Roth mantendr¨¢ la tradici¨®n, durante alg¨²n tiempo. Pero es Chingachgook, el ¨²ltimo mohicano.
Bellow y Henry James
Alabanza y reproche desempe?an su papel en el control de calidad del periodismo literario, pero cuando el juicio de valor se aplica al pasado, queda claramente al descubierto su irracionalidad b¨¢sica. La pr¨¢ctica de reconfigurar el canon en funci¨®n de motivos est¨¦ticos o moralistas (hoy d¨ªa dichos motivos ser¨ªan pol¨ªticos, es decir, igualitarios) fue incontestablemente ridiculizada por Northrop Frye en su Anatom¨ªa de la cr¨ªtica (1957). Imaginar una "Bolsa" literaria en la que las reputaciones "van al alza o la baja", sosten¨ªa, es reducir la cr¨ªtica literaria al ¨¢mbito del "cotilleo de las clases ociosas". Uno puede dar las vueltas que quiera, elaborar sus argumentos, pero no puede demostrar que Milton es mejor poeta que Macaulay ni, por supuesto, que Milton es mejor poeta que McGonagall. Es evidente, es obvio, pero no se puede demostrar. Aun as¨ª, propongo hacer una conjetura erudita del futuro literario, y por la presente pregono la predicci¨®n de que Saul Bellow se alzar¨¢ como el novelista estadounidense supremo. No hay escasez de genio narrativo en el vecindario, y ¨¦ste tiende, como el mismo Bellow, hacia lo visionario, una cualidad necesaria para la interpretaci¨®n del Nuevo Mundo. Pero cuando nos fijamos en la superficie verbal, en el instrumento, en la prosa, Bellow es sui g¨¦neris. ?A qu¨¦ podr¨ªa tener miedo? ?A las f¨®rmulas melodram¨¢ticas de Hawthorne? ?A la multitudinaria jocosidad de Melville? ?A la tenebrosamente repetitiva amenaza de Faulkner? No. El ¨²nico estadounidense que puede causar alg¨²n serio problema a Bellow es Henry James.
Todos los escritores contraen un matrimonio inconsciente con sus lectores, y con respecto a esto, la narrativa de James sigue una trayectoria peculiar: cortejo, luna de miel, cohabitaci¨®n vigorosa y despu¨¦s desafecto y extra?amiento crecientes, camas separadas y, luego, habitaciones separadas. Como en cualquier matrimonio, la relaci¨®n se mide por la calidad de la c¨®pula cotidiana, por la calidad de su lenguaje. E, incluso cuando es m¨¢s estable y seductora (la delicadeza andr¨®gina, el ojo maravillosamente ajeno), la prosa de James sufre de un agudo problema de conducta. Los estudiosos de las acepciones han identificado su h¨¢bito como "variaci¨®n elegante". La frase tiene intenci¨®n ir¨®nica, porque la elegancia a la que aspira es, en realidad, seudoelegancia, antielegancia. Por ejemplo: "Ella se encamin¨® a la izquierda, hacia el Ponte Vecchio, y se detuvo frente a uno de los hoteles que contemplan esa deliciosa estructura". Se me ocurre otra variaci¨®n sobre el Ponte Vecchio: ?qu¨¦ tal ese pronombre peque?o y vulgar, "la"? De forma semejante, "desayuno" -m¨¢s adelante en el p¨¢rrafo citado- se convierte en "esta colaci¨®n", y "tetera" en "este recept¨¢culo"; "Lord Warburton" se convierte en "aquel noble" (o en "el se?or de Lockleigh"); "cartas" se convierte en "ep¨ªstolas"; "sus brazos" pasan a ser "estos miembros"; y as¨ª sucesivamente. Adem¨¢s de provocar el sonoro gemido del lector por lo menos tres veces en un p¨¢rrafo, las variaciones de James son indicio de otras deficiencias mayores: aristocracia, quisquillosidad y falta de calidez, falta de franqueza y de compromiso. Todos los casos citados provienen de Retrato de una dama (1881), del generoso y hospitalario primer periodo. Cuando entramos en el laberinto ¨¢rtico conocido como James tard¨ªo, el alejamiento del lector, el abrazo a la introversi¨®n, es tan rotundo como el de Joyce, y mucho m¨¢s diab¨®licamente prolongado.
Un amor ardiente
El matrimonio ilusorio con el lector es la base del equilibrio creativo del novelista. Dicha relaci¨®n tiene que ser instintiva, silenciosa, t¨¢cita y, naturalmente, tiene que estar basada en el amor. El amor de Saul Bellow por el lector siempre ha sido seguramente subliminal y emocionantemente ardiente a la vez. Y se combina con otra clase de amor, para producir lo que puede ser la esencia de Bellow. Repasando una vez m¨¢s su relato breve de la ¨²ltima ¨¦poca, Por el San Lorenzo, descubr¨ª que hab¨ªa subrayado un pasaje y escrito en el margen: "?As¨ª que es esto?". El pasaje dice: "Ella no era una mujer amable, pero el chico la amaba y ella era consciente. ?l los amaba a todos. Amaba incluso a Albert. Cuando visitaba a Lachine compart¨ªa la cama con Albert y, por la ma?ana, a veces acariciaba la cabeza de Albert y, ni siquiera dejaba de amarle cuando Albert le apartaba la mano con ferocidad. El cabello le crec¨ªa en hileras apretadas, una hilera tras otra.
Estas observaciones, descubrir¨ªa Rexler, eran toda su vida -su ser- y era el amor quien las produc¨ªa. Con cada rasgo f¨ªsico se correspond¨ªa un sentimiento. Emparejados, par con par, caminaban de ac¨¢ para all¨¢, dentro y fuera de su alma. Creo que esto es todo. El amor es festejado, entre otras cosas, por su poder de transformaci¨®n; y es por medio de este amor, en combinaci¨®n con su abrumadora necesidad de conmemorar y conservar ("yo soy la N¨¦mesis de los supuestos olvidados"), como Bellow transforma el mundo: "La calle Napole¨®n, podrida, como de juguete, loca y mugrienta, acribillada, azotada por el tiempo desapacible; los chicos del contrabandista de alcohol recitan antiguas plegarias. El coraz¨®n de Moses estaba poderosamente apegado a esto. All¨ª hab¨ªa la m¨¢s amplia variedad de sentimientos humanos que jam¨¢s hab¨ªa podido encontrar. Los hijos de la raza, por un milagro que nunca fallaba, abr¨ªan sus ojos a un mundo extra?o tras otro, ¨¦poca tras ¨¦poca, y pronunciaban la misma plegaria en todas ellas, amando ¨¢vidamente lo que hallaban. ?Qu¨¦ ten¨ªa de malo la calle Napole¨®n?, pens¨® Herzog. Todo lo que ¨¦l siempre hab¨ªa deseado estaba all¨ª".
Bellow y Nabokov
"Soy estadounidense, nacido en Chicago", dice Augie March al comienzo. Podr¨ªa haber dicho, "soy ruso, nacido en Quebec, y me traslad¨¦ a Chicago a los nueve a?os". Y Bellow es un ruso, un Tolst¨®i, por su pureza y amplitud. Lo que nos lleva a otro fantasma de San Petersburgo: Vlad¨ªmir Nabokov. Bellow, a pesar de ser un fervoroso admirador de Pnin y Lolita, siempre crey¨® que Nabokov estaba debilitado art¨ªsticamente por lo patricio (el defecto de Henry James); y es ciertamente su tendencia a lo patricio lo que nos distancia de su opus magna, Ada, en la que el v¨ªnculo con el lector sencillamente desaparece. Nabokov no era un inmigrante ("no te quejes como un maldito inmigrante", dice el hermano mayor de Herzog cuando entierran a su padre). Nabokov sigui¨® siendo un ¨¦migr¨¦. No pod¨ªa convertirse en estadounidense, ¨¦l estaba -por m¨¢s que disfrutara de ello- de visita por los barrios bajos. Cuando Bellow era ni?o, para su inmensa ventaja, supo lo que eran en realidad los barrios bajos: ofrec¨ªan la m¨¢s amplia variedad de sentimientos humanos, pero tambi¨¦n dirig¨ªan la mirada hacia arriba, hacia lo trascendente.
Hace unos a?os tuve una curiosa conversaci¨®n con un novelista notablemente prol¨ªfico que acababa de releer Las aventuras de Augie March. Hablamos del libro; entonces ¨¦l crey¨® que estaba cambiando de tema al decir: "Entr¨¦ hoy en mi estudio, y no hab¨ªa nada. Ni una frase, ni una sola palabra. Todo ha desaparecido". Yo le dije: "No te preocupes, no es por ti, es por Augie March". Porque a m¨ª me hab¨ªa sucedido lo mismo. Eso es lo que Bellow te hace con su prosa ardiente y fluida: te hace sentir que todas las frases, todas las palabras, son exclusivamente suyas. Al mismo tiempo, compartimos la euforia ut¨®pica de Augie cuando, reducido casi a la nulidad en M¨¦xico (sobre 1940), vislumbra nada menos que a Le¨®n Trotski.
"Yo creo que lo que me conmov¨ªa de ¨¦l era la impresi¨®n instant¨¢nea que produc¨ªa -a pesar del viejo trasto que conduc¨ªa y de lo peculiar de la comitiva- de navegar por las grandes estrellas, de las m¨¢s altas especulaciones, de ser capaz de pronunciar las palabras humanas y los t¨¦rminos universales m¨¢s importantes. Cuando uno se ve reducido a un tipo de navegaci¨®n tan distinto de la estelar como yo y s¨®lo rema en una bah¨ªa poco profunda, reptando de una mejillonera a otra, se anima el vislumbrar la grandeza de las aguas profundas. Y, m¨¢s a¨²n que una grandeza oficial, era una grandeza exiliada, porque el exilio era para m¨ª un signo de persistencia en las m¨¢s altas cosas".
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