Parcialidad territorial
Es verdad que en Espa?a se puso en marcha tras la muerte del general Franco un proceso de descentralizaci¨®n pol¨ªtica de una envergadura considerable. Antes incluso de que se iniciara la transici¨®n pol¨ªtica propiamente dicha, la sociedad espa?ola era consciente de que el Estado unitario y fuertemente centralizado que se hab¨ªa venido imponiendo en nuestro pa¨ªs desde antes de la llegada del Estado Constitucional -el proceso de centralizaci¨®n empieza con la llegada de los Borbones a comienzos del siglo XVIII-, no podr¨ªa ser la forma de Estado de la democracia espa?ola. Aunque la sociedad espa?ola lo que ped¨ªa a gritos en la primera mitad de los setenta era democracia sin mayores precisiones, a casi nadie se le ocultaba que dentro de esa exigencia de democracia se inclu¨ªa una reestructuraci¨®n del Estado en un sentido descentralizador. No por casualidad en los programas de las plataformas unitarias de los partidos de la oposici¨®n democr¨¢tica que se constituyeron en la primera mitad de los setenta con la vista puesta en la transici¨®n figuraba el reconocimiento del derecho a la autonom¨ªa como un punto insoslayable.
El centralismo sigue presente en nuestra cultura pol¨ªtica; se ve en la falta de imparcialidad del Gobierno con las autonom¨ªas
Ese impulso descentralizador se har¨ªa notar pol¨ªtica y normativamente antes de que se aprobara la Constituci¨®n. No puede olvidarse que en la mayor parte del Estado se establecieron reg¨ªmenes provisionales de autonom¨ªa, las llamadas preautonom¨ªas, despu¨¦s de las elecciones del 15 de junio de 1977 y antes de que se aprobara la Constituci¨®n en diciembre de 1978. La decisi¨®n sobre la descentralizaci¨®n pol¨ªtica del Estado estaba materialmente tomada antes de que las Cortes Constituyentes la formalizaran en el texto constitucional.
Esto es lo que explica que, a pesar de las ambig¨¹edades del texto constitucional, se impusiera en la inicial aplicaci¨®n de la misma una interpretaci¨®n muy amplia del derecho a la autonom¨ªa, que conducir¨ªa a descartar la interpretaci¨®n de dicho derecho en clave nacionalista, como si la autonom¨ªa fuera un problema casi exclusivamente catal¨¢n y vasco y en menor medida gallego, y se impusiera la interpretaci¨®n de la autonom¨ªa como un problema general de estructura del Estado, que tendr¨ªa que territorializarse por completo en comunidades aut¨®nomas que tuvieran la misma naturaleza, la misma organizaci¨®n institucional y el mismo nivel competencial. Como es sabido, el resultado del refer¨¦ndum andaluz del 28 de febrero de 1980 fue el momento decisivo en este proceso.
Todo esto es verdad. El poder pol¨ªtico en Espa?a se ha descentralizado de manera significativa. Los presupuestos de las comunidades aut¨®nomas y el n¨²mero de funcionarios adscritos a las mismas lo ponen de manifiesto. Posiblemente no hay un solo pa¨ªs del mundo en que, de manera pac¨ªfica, se haya producido una transformaci¨®n tan r¨¢pida y tan intensa en la estructura de su Estado, como la que se ha producido en Espa?a. No se puede olvidar que en 1983 ya se hab¨ªan constituido las diecisiete comunidades aut¨®nomas y se hab¨ªan celebrado elecciones legislativas en todas ellas. Y que ese no fue solamente un punto de llegada, sino un punto de partida para una transferencia de servicios que dotaran de contenido a las competencias asumidas a trav¨¦s de los Estatutos de Autonom¨ªa, que ha modificado de manera important¨ªsima la gesti¨®n de los servicios p¨²blicos en el pa¨ªs.
El Estado espa?ol ha cambiado. De eso no cabe duda. Lo que no ha cambiado, al menos al mismo ritmo, es la mentalidad con que se lo gestiona. El centralismo sigue presente en nuestra cultura pol¨ªtica. Y ello se manifiesta, sobre todo, en la falta de imparcialidad por parte del Gobierno de la naci¨®n en su relaci¨®n con los Gobiernos de las Comunidades Aut¨®nomas. Los pol¨ªticos del PP que hoy ocupan el Gobierno de la naci¨®n estuvieron en contra de la Constituci¨®n y estuvieron en contra fundamentalmente por la forma en que se reconoci¨® el derecho a la autonom¨ªa. Posteriormente hicieron de necesidad virtud y aceptaron el Estado auton¨®mico. Pero siguen sin entender que dicho Estado exige una imparcialidad en la relaci¨®n entre el Gobierno del ente central y los gobiernos de los entes subcentrales, sin la cual la descentralizaci¨®n pol¨ªtica no puede operar de manera estable.
Esto es lo que ocurre en todos los Estados pol¨ªticamente descentralizados de verdad. La relaci¨®n entre el Gobierno de la Federaci¨®n y el Gobierno de un Estado miembro es la misma independientemente de que ambos pertenezcan al mismo partido o no. La parcialidad territorial es incompatible con la gesti¨®n normalizada de un Estado pol¨ªticamente descentralizado.
En Espa?a esta parcialidad brilla por su ausencia. No se puede hacer depender el pago de la deuda, o el traspaso de las pol¨ªticas activas de empleo, o el reconocimiento del censo, o la investigaci¨®n con c¨¦lulas madres, o los complementos de las pensiones no contributivas o el traslado de las Escuela de Infanter¨ªa de Marina de San Fernando a Cartagena (todos son ejemplos recientes relativos a nuestra comunidad aut¨®noma; la enumeraci¨®n es puramente ejemplificativa) del color del Gobierno auton¨®mico. ?Es imaginable que el Gobierno actual hubiera ordenado el traslado de la Escuela de Infanter¨ªa de Cartagena a San Fernando a¨²n cuando todos los informes t¨¦cnicos fueran favorables, como lo son, para su ubicaci¨®n en este municipio andaluz?
Esto no ocurre s¨®lo con Andaluc¨ªa, aunque ocurre con Andaluc¨ªa mucho m¨¢s que con cualquier otra comunidad. La parcialidad territorial del Gobierno del PP es una de las erosiones m¨¢s perturbadoras que se est¨¢n produciendo en el dise?o de la estructura del Estado. De manera subrepticia el Gobierno del PP ha alterado las reglas de juego del Estado auton¨®mico.
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