?Un derecho penal del enemigo?
El autor advierte sobre los peligros que la lucha contra el terrorismo internacional representa para el Estado de derecho, si no se establecen l¨ªmites claros.
Los ¨²ltimos atentados han desbordado las fronteras del terrorismo hist¨®rico invadiendo terrenos antes reservados a la guerra declarada. Su car¨¢cter sistem¨¢tico y la dimensi¨®n de sus objetivos de terror han inducido a muchos a pensar, los primeros Bush y su entorno desde el mismo d¨ªa despu¨¦s, que estamos ante una contienda programada, una guerra del fundamentalismo isl¨¢mico contra el cosmopolitismo occidental, tal vez ante un choque de civilizaciones, como anunci¨® el tremendismo de Huntington, pero ante una guerra en todo caso, sin que les aparte de esa idea ni el hecho de que el enemigo no sea un Estado, sino una red discontinua y transnacional de terroristas, ni la forma de su organizaci¨®n en c¨¦lulas durmientes entreveradas en el tejido social.
Como consecuencia l¨®gica, tambi¨¦n se est¨¢n desbordando las fronteras del sistema jur¨ªdico-penal depurado durante siglos en base al "hecho" como fundamento esencial del delito, con que normalmente se castiga a los infractores del orden social. No se trata ahora de sancionar un hecho, sino de interceptar a los terroristas antes de que lo cometan, y para ello se empieza adelantando la punibilidad a la fase intencional y se corre el riesgo de terminar derivando hacia un derecho penal anticipado a los hechos, un derecho penal subjetivo, que justifica los arrestos por la simple adscripci¨®n del sujeto a una tipolog¨ªa prefijada como peligrosa, es decir, un derecho penal que, superando sus propias fronteras, va alej¨¢ndose del derecho y contamin¨¢ndose de la l¨®gica de la guerra que persigue al adversario por el simple hecho de serlo, haya o no entrado en combate.
La masacre del 11-S cre¨® el caldo de cultivo necesario para que penalista tan prestigioso como Gunther Jacobs recuperase para el debate acad¨¦mico lo que las teor¨ªas contractualistas del Estado hab¨ªan llamado Derecho penal del enemigo, es decir, no un derecho penal para sancionar los deslices reparables de los miembros de una comunidad ordenada, sino un derecho penal agravado y sin garant¨ªas contra los que rechazan por principio la legitimidad del ordenamiento jur¨ªdico y buscan destruirlo. A ¨¦stos, como enemigos que han perdido el estado de ciudadan¨ªa -as¨ª lo defendi¨® el mism¨ªsimo Kant, creador del cosmopolitismo-, ha de aplicarse un derecho penal diferente, h¨ªbrido de penal y b¨¦lico, que no precisa hechos para desatar la punibilidad y que permite a investigadores y agentes valerse de medios impropios de un Estado de derecho, como la retenci¨®n prolongada de sospechosos en esa situaci¨®n ambigua entre preventivo o prisionero de guerra de Guant¨¢namo o -dejando por hoy al margen el caso de las venganzas o represalias b¨ªblicas siempre ignominiosas-, las presiones f¨ªsicas moderadas y hasta la eventual licencia para "actuar" m¨¢s all¨¢ por raz¨®n de Estado. S¨®lo en el derecho penal del enemigo estar¨ªa esto permitido. Si aplic¨¢ramos el mismo derecho penal a unos y otros, dice Jacobs, al final se mezclar¨ªan los conceptos guerra y proceso penal, pues lo que hay que hacer contra los terroristas si no se quiere sucumbir no se ajusta al derecho penal ciudadano, sino al derecho penal del enemigo, la guerra refrenada.
As¨ª lo hab¨ªan entendido en los Estados Unidos. La masacre del 11-S, que de inmediato obtuvo la calificaci¨®n oficial de guerra declarada, impregn¨® a la sociedad americana de tal sentido b¨¦lico, de cruzada contra el terror, que, como hace poco dec¨ªa Alain Touraine, las reglas del derecho y los principios democr¨¢ticos sufrieron el ataque m¨¢s virulento de los ¨²ltimos tiempos. Esas humillantes fotograf¨ªas enviadas desde Irak que parecen calcadas de las que los nazis enviaban ufanos a sus familiares son una demostraci¨®n de que agentes y soldados entienden suprimidos procesos y garant¨ªas no s¨®lo en el campo de batalla, sino tambi¨¦n en campos, guetos y c¨¢rceles.
Y no debe ser as¨ª. Los Estados de derecho, como defend¨ªa en su ¨²ltimo editorial la revista del notariado, Escritura P¨²blica, lo son en cualquier caso, incluso en el ejercicio del ius ad bellum. Dec¨ªa Cal¨ªgula en el drama de Camus que tambi¨¦n en la destrucci¨®n hay una forma correcta y una forma incorrecta, y existen l¨ªmites. Occidente, por cultura y madurez, est¨¢ obligado a dar ejemplo de equilibrio y sofrosine y no puede permitir que el terrorismo, incluso las amenazas nucleares o bacteriol¨®gicas que se agoran, por mucha tensi¨®n que acumulen, socaven los cimientos de una convivencia que s¨®lo debe estar regida por el derecho.
Ya hemos aprendido con sonrojo que al terrorismo s¨®lo se le combate con los medios legales y que la mejor arma contra los que quieren aniquilar la democracia es intensificar y avivar esa democracia.
Tambi¨¦n estamos aprendiendo que carece de sentido una guerra contra el terrorismo intangible, ni siquiera con el pretexto de la leg¨ªtima defensa. De poco sirven las bombas, sino la inteligencia coordinada entre Estados, contra las redes invisibles de terroristas encubiertos en c¨¦lulas durmientes o legales que golpean por sorpresa y en lugar imprevisible. La violencia no estatal de los terroristas, dice Habermas, jam¨¢s podr¨¢ fundamentar la necesidad de minar, a favor de una autodefensa b¨¦lica anticipada, la estricta regulaci¨®n en el derecho internacional de la defensa de un Estado en casos de emergencia. Con el agravante de que las malas consecuencias pueden deslegitimar una buena intenci¨®n. Y esto es aplicable, en frase de Hume, tambi¨¦n a las guerras que se iniciaron con justicia, incluso por necesidad.
Y tampoco puede Occidente aceptar un derecho penal para el enemigo, que ya de antemano repugna con el principio superior de igualdad. Ni permitir que se atropellen arbitrariamente derechos fundamentales y libertades p¨²blicas o que se d¨¦ carta blanca a investigadores y agentes para decidir qui¨¦n es sospechoso. O que se dicten leyes que, como la famosa Ley Patri¨®tica a ra¨ªz del 11-S, permitan arrestar, deportar o aislar extranjeros y registrar s¨²bitamente domicilios sin autorizaci¨®n judicial.
Occidente debe marcar netamente las fronteras y aplicar alternativamente el derecho penal o el derecho de gentes, siempre el derecho, sin aceptar h¨ªbridos infamantes, preservando a toda costa su acervo cultural, centrado, desde el legado griego, en la persona y su autorrealizaci¨®n individual.
Claro, que estos estados exacerbados de angustia por amenaza terrorista pueden suponer recortes y sacrificios en libertades y derechos. Y tal vez el tributo que Occidente deba pagar para preservar su concepci¨®n de la persona y su dignidad frente a la solidaridad suicida de Al Qaeda sea la renuncia a una parte sustancial de su derecho a la privacidad. Pero incluso ese tributo deber¨¢ pagarse dentro del marco jur¨ªdico, como l¨ªmite impuesto por otros derechos fundamentales prioritarios que, aun refrenados, mantienen su fuerza expansiva y siguen actuando como limitadores de esas limitaciones, sujetas por naturaleza al test restrictivo de sospecha de legalidad. Y siempre con las formas del Estado de derecho, es decir, con autorizaci¨®n y control judicial continuados.
Europa, que se ha hecho a trav¨¦s del derecho, debe enorgullecerse, con mayor motivo en estos estados de alerta terrorista, de los derechos individuales acrisolados durante generaciones en cartas y constituciones. Aceptar sin m¨¢s un Estado de hecho policial, una justicia de excepci¨®n o permitir la contaminaci¨®n de nuestro refinado derecho penal por un derecho (?) cuasi-b¨¦lico corroyendo los fundamentos del Estado de derecho, equivaldr¨ªa a plegarse a la estrategia de los terroristas, brind¨¢ndoles de balde la primera victoria parcial en sus objetivos, que no son otros que destruir los cimientos de la civilizaci¨®n occidental.
Jos¨¦ Arist¨®nico Garc¨ªa es notario.
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