Escribir con un viento salvaje
Me piden que escriba sobre c¨®mo se escribe despu¨¦s del ¨¦xito. De entrada, la respuesta es sencilla: despu¨¦s del ¨¦xito se escribe exactamente igual que antes del ¨¦xito. Si acaso, la ¨²nica diferencia es que cuando vas al banco despu¨¦s del ¨¦xito ya nadie te escupe por el colmillo, una humillaci¨®n que a fin de cuentas -y como todas las humillaciones- en el fondo siempre resulta extremadamente provechosa para cualquier escritor.
El ¨¦xito es una bendici¨®n; el ¨¦xito es una cat¨¢strofe. He aqu¨ª dos proposiciones verdaderas; he aqu¨ª dos proposiciones contradictorias. Todo aquel que experimenta el ¨¦xito experimenta, en grados variables y con variable intensidad, esa verdad antag¨®nica, sobre todo si el ¨¦xito es un ¨¦xito inesperado y repentino. El innominado narrador-protagonista de La velocidad de la luz experimenta el ¨¦xito m¨¢s como cat¨¢strofe que como bendici¨®n; yo lo he experimentado m¨¢s como bendici¨®n que como cat¨¢strofe. La novela, sin embargo, es autobiogr¨¢fica. Vargas Llosa sostiene que escribir una novela equivale a hacer un strip-tease al rev¨¦s. En el strip-tease al derecho, bueno, ya saben ustedes c¨®mo funciona el strip-tease al derecho. En el strip-tease al rev¨¦s, la se?orita o el caballero empiezan su actuaci¨®n desnudos, y lentamente se ponen la ropa interior y la ropa exterior, y al final de su actuaci¨®n resultan irreconocibles, ocultos como aparecen tras chaquetones de cuero y gorros de invierno y gafas de sol. El novelista opera de la misma forma: parte de la propia experiencia en bruto, de la experiencia personal al desnudo, y, mediante la manipulaci¨®n de esos datos primarios con las t¨¦cnicas del novelista -la organizaci¨®n de una estructura, la construcci¨®n de un narrador, un tiempo, un espacio, unos personajes-, acaba enmascarando hasta volverla irreconocible incluso para s¨ª mismo la realidad experiencial de la que hab¨ªa partido. Vistas as¨ª las cosas, ninguna novela puede no ser autobiogr¨¢fica; tampoco la m¨ªa. Pero, adem¨¢s de ser autobiogr¨¢ficas, todas las novelas son (o pueden ser, o incluso deben ser) cat¨¢rticas: su autor las escribe para salvarse; si, adem¨¢s de salvarse a s¨ª mismo, el autor consigue salvar a alg¨²n lector (es decir: consigue cambiar la percepci¨®n del mundo de alg¨²n lector, que es la ¨²nica forma en que una novela puede cambiar el mundo), entonces puede estar casi seguro de haber escrito una gran novela. A menos que sea un necio, nadie puede estar seguro de haber escrito una gran novela, pero yo puedo asegurar que he escrito la m¨ªa -entre otras cosas- para salvarme, para conjurar la cat¨¢strofe del ¨¦xito y gozar s¨®lo de su bendici¨®n. Naturalmente, no lo he conseguido. O no lo he conseguido del todo. Pero aqu¨ª me tienen, todav¨ªa peleando. No todo el mundo puede decir lo mismo.
Un sincero sarcasmo de Jules Renard que se cita en La velocidad de la luz: "S¨ª, lo s¨¦. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, as¨ª que preferir¨ªa tener ¨¦xito inmediatamente".
?La cat¨¢strofe del ¨¦xito? Dios m¨ªo, ?no suena eso igual que Los ricos tambi¨¦n lloran? ?No es otro sarcasmo, por no decir un topicazo infame acu?ado por quienes tienen ¨¦xito para no sentirse culpables y para que nadie les eche en cara su ¨¦xito? De acuerdo: escribir, como pensar, es escribir -o pensar- contra el t¨®pico, contra el clich¨¦, pero la guerra indiscriminada y sin cuartel contra el clich¨¦ corre el riesgo de acabar constituyendo en s¨ª misma un clich¨¦ y, en consecuencia, bloqueando toda escritura o pensamiento que no se resignen a la insignificancia. Rodney Falk, un personaje de La velocidad de la luz -un veterano de Vietnam que viste chaquet¨®n de cuero, gorro de invierno y gafas de sol, y hasta de vez en cuando un parche de tela en el ojo-, tiene algo que decir al respecto: "Las ideas no se convierten en t¨®picos porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Y cuando uno se aburre de la verdad y empieza a decir cosas originales tratando de hacerse el interesante, acaba no diciendo m¨¢s que tonter¨ªas. En el mejor de los casos, tonter¨ªas originales y hasta interesantes, pero tonter¨ªas". Tambi¨¦n Tennessee Williams tiene algo que decir al respecto. En 1945, con 34 a?os, Williams estren¨® El zoo de cristal, un drama cuyo ¨¦xito apote¨®sico lo catapult¨® de un d¨ªa para otro, como un Lucien Rubempr¨¦ del Misisip¨ª, desde la m¨¢s negra oscuridad de la provincia hasta una suite de un hotel de cinco estrellas en Manhattan. A?os despu¨¦s, recordando aquellos d¨ªas fulgurantes, escribi¨® un ensayo precisamente titulado La cat¨¢strofe del ¨¦xito. All¨ª se lee: "Pronto me sorprend¨ª sinti¨¦ndome indiferente a la gente. Un chorro de cinismo brot¨® de m¨ª. Todas las conversaciones sonaban como si hubieran sido grabadas a?os atr¨¢s y estuvieran siendo reproducidas con un gram¨®fono. La sinceridad y la bondad parec¨ªan haber huido de las voces de mis amigos. Sospechaba que estaban siendo hip¨®critas. Dej¨¦ de llamarlos, dej¨¦ de verlos. Me impacientaba lo que consideraba adulaci¨®n inane. Me enfermaba tanto o¨ªrle decir a la gente '?Me encant¨® tu obra!' que ya ni siquiera era capaz de dar las gracias. Me atragantaba con las palabras y me apartaba groseramente de aquella persona por lo com¨²n sincera. Ya no me sent¨ªa orgulloso de la obra, sino que empez¨® a disgustarme, probablemente porque me sent¨ªa demasiado hueco como para crear otra. Andaba por ah¨ª como muerto, y lo sab¨ªa, pero en esa ¨¦poca no hab¨ªa amigos que conociera o en los que confiara lo bastante como para llevarlos aparte y contarles qu¨¦ pasaba". Estoy seguro de que mucha gente en parecida situaci¨®n ha experimentado lo mismo o algo muy parecido a lo que experiment¨® Williams; no todos hemos padecido la desgracia de no poder contar con amigos.
Acaso ning¨²n escritor encarna mejor que Francis Scott Fitzgerald la cat¨¢strofe del ¨¦xito. En 1920, cuando apenas era un muchacho reci¨¦n salido de la adolescencia, su primera novela le hizo de repente rico y famoso, y durante toda esa d¨¦cada fren¨¦tica vivi¨® arrastrado por lo que mucho m¨¢s tarde llam¨® "el viento salvaje del ¨¦xito": proclamado rey de la juventud americana, convirti¨® aquellos a?os en una juerga exc¨¦ntrica, rom¨¢ntica e ininterrumpida; gast¨® mucho m¨¢s de lo mucho que ganaba, se bebi¨® mucho m¨¢s de lo que su cuerpo pod¨ªa tolerar, soport¨® a su lado a una mujer desequilibrada y destructiva, vivi¨® durante a?os en el Par¨ªs irreal de los exiliados norteamericanos y viaj¨® por todas partes, y, como si creyese que nunca iban a agotarse, dilapid¨® a manos llenas su energ¨ªa y su talento, lo que no le impidi¨® escribir cuentos y novelas admirables, y por lo menos una obra maestra: El gran Gatsby. La resaca fue apocal¨ªptica. A principios de los a?os treinta, cuando su pa¨ªs permanec¨ªa sumido en una depresi¨®n colectiva tras el crash de Wall Street, Fitzgerald ya era s¨®lo una sombra de s¨ª mismo, un superviviente de una ¨¦poca a un tiempo reciente y remota: sin saber c¨®mo hab¨ªa ocurrido, se vio arruinado, prematuramente envejecido y exhausto, tiranizado por el alcohol e incapaz de escribir, hundido en el pozo pestilente de la autocompasi¨®n, torturado por el recuerdo de los a?os felices en compa?¨ªa de su mujer -ahora postrada en un sanatorio psiqui¨¢trico-, pero sobre todo por su incapacidad para comprender c¨®mo, d¨®nde y cu¨¢ndo se hab¨ªa iniciado el implacable y silencioso proceso de demolici¨®n que lo hab¨ªa enterrado en aquella muerte en vida. As¨ª, en esa situaci¨®n de perfecta indigencia moral y econ¨®mica, lo conoci¨® en 1937 Budd Schulberg, un joven escritor a quien la Metro Goldwyn Mayer encarg¨® escribir un gui¨®n para una pel¨ªcula abyecta en compa?¨ªa de Fitzgerald, quien, convertido en la viva estampa del fracaso, hab¨ªa aceptado la humillaci¨®n final de trabajar en Hollywood para poder saldar deudas y comprar tiempo con el que tratar de volver a escribir. A?os despu¨¦s, muerto ya Fitzgerald, Schulberg -que conoc¨ªa muy bien el mundo del cine porque hab¨ªa nacido en ¨¦l, y que hab¨ªa escrito cuentos y novelas asper¨ªsimos sobre el ¨¦xito y el fracaso, como M¨¢s dura ser¨¢ la ca¨ªda- reflexion¨® sobre Hollywood y el ¨¦xito y el fracaso en una novela absolutamente formidable en la que recrea aquella experiencia: El desencantado. En la novela, un joven escritor llamado Shep Stearns -trasunto transparente de Schulberg- recibe el encargo de trabajar en un gui¨®n con un viejo escritor terminal llamado Manley Halliday -trasunto transparente de Fitzgerald-. Stearns y Halliday hablan una y otra vez del ¨¦xito y el fracaso. "El ¨¦xito descoloca a los escritores", dice en alg¨²n momento Halliday. "Los a¨ªsla". "No hay peor fracaso que el ¨¦xito", dice en otro momento Halliday. "Prueba a escribir un best seller, una obra taquillera, un gran ¨¦xito. Hazlo y te har¨¢s rico y famoso. Los escritores quedan atrapados en el sistema americano. Bombo. C¨®cteles. Listas de superventas. La adoraci¨®n del ¨¦xito". "Cr¨¦eme, muchacho", dice o piensa Halliday en su delirio final. "En Am¨¦rica nada conduce tanto al fracaso como el ¨¦xito". Es muy posible que Halliday tenga raz¨®n, s¨®lo que a estas alturas Am¨¦rica ya est¨¢ en todas partes.
El ¨¦xito alimenta m¨¢s que ninguna otra cosa el impulso autodestructivo de cualquier escritor medianamente decente, porque la tentaci¨®n de desenmascarar por s¨ª mismo la farsa descomunal que el ¨¦xito supone es tan fuerte que el escritor se ve obligado a realizar un esfuerzo descomunal para resistirse a ella. Por supuesto, el alcohol y el derroche y placer secreto de la necedad no son las ¨²nicas formas de autodestruirse. Tambi¨¦n est¨¢ el silencio: el rechazo taxativo a seguir participando de la farsa. El escritor parece aspirar a convertirse as¨ª, acaso no sin cierto ¨¦nfasis melodram¨¢tico de arist¨®crata, en un santo o un h¨¦roe. Los ejemplos no escasean, y algunos son muy pr¨®ximos. En 1957, Rafael S¨¢nchez Ferlosio public¨® su segunda novela: El Jarama; el libro fue un gran ¨¦xito. "Me dieron hasta un banquete en el Caf¨¦ Valera", escribe Ferlosio a?os m¨¢s tarde, "y, tal vez ya semiconsciente del enorme bluff, sent¨ª tanta verg¨¹enza y tanta agorafobia que incurr¨ª en la terrible groser¨ªa de no levantarme a dar las gracias por el homenaje y por los varios discursos. Quiz¨¢ en aquel momento fue cuando se me apareci¨® por vez primera la amenazadora sombra del grotesco papel¨®n de literato; as¨ª que, obispo de m¨ª mismo, me mand¨¦ retirar, para dedicarme a 'altos estudios eclesi¨¢sticos". Ferlosio no dej¨® de escribir; ni siquiera (aunque s¨®lo lo hiciese de forma muy ocasional) de publicar. Pero tard¨® casi veinte a?os en permitirnos leer otra novela, o un fragmento de otra novela. No hay por qu¨¦ dudar de que este hecho se debiera a su p¨¦rdida de fe en el g¨¦nero, pero, dado que se trata de un escritor mucho m¨¢s que medianamente decente, tampoco cabe descartar que en ¨¦l influyera tambi¨¦n su conciencia de estar participando en una farsa ni su desprecio del "grotesco papel¨®n de literato" que el ¨¦xito hab¨ªa querido que interpretara. Desde 1957, por supuesto, las cosas han cambiado bastante, y, al menos desde esta perspectiva, no para mejor. De hecho, ahora mismo se dir¨ªa que al escritor de ¨¦xito se le obliga a enfrentarse a un curioso dilema: o se convierte en -digamos- Marujita D¨ªaz o se convierte en -digamos- J. D. Salinger. Tertium non datur. Pero si uno no tiene vocaci¨®n de folcl¨®rica revenida y no considera imprescindible discutir a voz en grito en televisi¨®n sobre si ronca o no, y si uno tampoco tiene vocaci¨®n de m¨ªstico zen y no juzga una indignidad conceder entrevistas para dar a conocer sus libros y que la gente los lea; si uno, en fin, ni siquiera tiene vocaci¨®n de obispo de s¨ª mismo, entonces al parecer la cosa se complica. ?Qu¨¦ hacer?
Lucien Rubempr¨¦, el protagonista de Las ilusiones perdidas, de Balzac, es un joven de provincias que llega a la capital saturado de sue?os de triunfo. Como lo fue Tennessee Williams. Como lo fue Scott Fitzgerald. Como lo es al principio el innominado narrador-protagonista de La velocidad de la luz. La novela del joven de provincias que llega a la capital saturado de sue?os de triunfo es casi un subg¨¦nero de la novela francesa del siglo XIX que ha dado obras maestras absolutas en Francia -ah¨ª est¨¢ El rojo y el negro, ah¨ª est¨¢ La educaci¨®n sentimental- y no s¨®lo en Francia -ah¨ª est¨¢ Grandes esperanzas; ah¨ª est¨¢, m¨¢s cerca, El gran Gatsby-. Pero, como digo, el subg¨¦nero o esquema narrativo parece casi franc¨¦s. En busca del tiempo perdido constituye al mismo tiempo la culminaci¨®n y la refutaci¨®n de ese esquema o subg¨¦nero. Refutaci¨®n porque, a diferencia de Rubempr¨¦, de Julien Sorel, de Fr¨¦deric Moreau, de Pip, de Jay Gatsby, el protagonista de Proust triunfa en el remate insuperable de la novela, justo cuando descubre que hay algo que puede dar sentido a todos los fracasos -y sobre todo al fracaso final: la muerte-, y que ese algo s¨®lo puede ser la literatura. Desde este punto de vista, y salvadas todas las infinitas distancias, el innominado narrador-protagonista de La velocidad de la luz est¨¢ mucho m¨¢s cerca del casi innominado narrador-protagonista de Proust que del Lucien Rubempr¨¦ de Balzac: al final de la novela lo ha perdido todo, pero por lo menos sabe qu¨¦ hacer.
Una frase de El¨ªas Canetti que no se cita en La velocidad de la luz: "El ¨¦xito es el espacio que uno ocupa en el peri¨®dico. El ¨¦xito es la desverg¨¹enza de un d¨ªa". Otra frase, ¨¦sta de Carlos Pujol, que tampoco se cita en La velocidad de la luz: "La falta de ¨¦xito es una bendici¨®n de la que uno siempre est¨¢ inconsolable".
Nadie ignora que el ¨¦xito -se d¨¦ en el ¨¢mbito en que se d¨¦: la literatura, los negocios, el deporte- no es obra del m¨¦rito, sino del azar: de una serie de factores imponderables, imprevisibles tambi¨¦n. El ¨¦xito no guarda la menor relaci¨®n con la calidad de una obra; el fracaso, por desgracia, tampoco. Quiero decir que la relaci¨®n entre la cantidad de lectores y la calidad de una obra s¨®lo puede resumirse as¨ª: hay libros malos que se leen mucho y libros malos que se leen poco, igual que hay libros buenos que se leen poco y libros buenos que se leen mucho. O sea, que hay de todo, y a quien le urja claridad con que proveerse de buena conciencia, que la busque en otro sitio. No obstante -y como casi nadie es medianamente decente, ni siquiera medianamente sensato-, quien tiene ¨¦xito siente a menudo una inclinaci¨®n sin contrapesos a creer que su ¨¦xito no es obra del azar, sino del m¨¦rito. ?sta es la causa principal de que los escritores de ¨¦xito nos pongamos en rid¨ªculo con una frecuencia innecesaria y de infinitas maneras: sac¨¢ndonos en procesi¨®n a diario, pas¨¢ndonos el d¨ªa diciendo tonter¨ªas interesantes y hasta originales, pero tonter¨ªas; hozando en nuestro grotesco papel¨®n de literatos, creyendo que todo el mundo nos copia, creyendo que todo el mundo nos ataca (velada o abiertamente), creyendo que todo el mundo nos ningunea (velada o abiertamente), creyendo que nadie aprecia nuestra obra en su justa medida, crey¨¦ndonos que somos alguien, crey¨¦ndonos Miguel de Cervantes, crey¨¦ndonos Napole¨®n Bonaparte, haciendo de todo texto o declaraci¨®n una apolog¨ªa personal o un ataque contra todo aquel que amenace con oscurecer nuestro ¨¦xito con el suyo, convirti¨¦ndonos, en suma y sin que nada ni nadie nos haya obligado a ello, en unos mamarrachos sin remedio. Si bien se mira, esto no es sino otra forma -menos visible o m¨¢s sutil- de autodestrucci¨®n: la prueba es la cantidad de escritores valiosos que, una vez han conseguido el ¨¦xito, no hacen sino escribir mamarrachadas.
?Qu¨¦ hacer entonces?, repito. En El crack-up -un texto autobiogr¨¢fico que es a partes iguales una autoautopsia y una oraci¨®n funeral, escrito poco antes de que conociera en Hollywood a Budd Schulberg-, Scott Fitzgerald afirma que el s¨ªntoma de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener al mismo tiempo en la mente dos ideas opuestas y conservar la capacidad de seguir funcionando. El ¨¦xito es una bendici¨®n; el ¨¦xito es una cat¨¢strofe: he ah¨ª dos ideas opuestas y verdaderas. Soy tan vanidoso como cualquiera, pero menos necio que algunos, as¨ª que no voy a presumir de poseer una inteligencia de primera clase; lo que s¨ª es verdad es que he escrito La velocidad de la luz para tratar de conservar la capacidad de seguir funcionando. A eso lo llam¨¦ antes salvarse: a poder continuar la pelea. Creo que Tennessee Williams tambi¨¦n lo llamaba as¨ª: "Una vez comprendes del todo la vacuidad de una vida sin pelea", escribi¨®, "est¨¢s equipado con los instrumentos b¨¢sicos de la salvaci¨®n". Por lo dem¨¢s, s¨®lo espero que el resultado no sea una mamarrachada, y si lo es, s¨®lo puedo decir en mi descargo que hice todo lo que pude para evitarlo. E incluso en ese caso tampoco importar¨ªa demasiado: al fin y al cabo, el ¨¦xito y el fracaso no son sino espejismos. Lo que cuenta es seguir peleando.
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