Cuentos de nunca acabar
Con pocas excepciones, los inventores de los cuentos que seguimos contando a lo largo de los siglos son an¨®nimos. Quienes imaginaron por primera vez las aventuras de Ulises y de Simbad el marino, de Edipo y del rey Arturo, de Fausto y de Don Juan no creyeron que fuera necesario firmar sus obras; tal vez les sorprender¨ªa saber que hoy asociamos sus invenciones con el prestigio de la literatura. Las excepciones, sin embargo, son honrosas y, para m¨ª, conmovedoras. Poder ponerle un nombre y una cara a quienes una cierta noche so?aron con el conde Dr¨¢cula o con el monstruo de Frankenstein, con Alonso Quijano o con el desdoblado doctor Jekyll, saber a ciencia cierta que estos magos se llamaron Bram Stoker, Mary Shelley, Cervantes o Robert Louis Stevenson, tiene algo de inaudito, de imposible. Aceptamos que Blancanieves y Caperucita sean apadrinados por los hermanos Grimm (quienes c¨¦lebremente fueron sus recopiladores); m¨¢s dif¨ªcil es creer que la Reina de las Nieves y la enamorada Sirenita fueran la obra de un inspirado dan¨¦s llamado Hans Christian Andersen.
Como un personaje de uno de sus cuentos, Andersen fue hijo de una lavandera y de un zapatero
Sabemos que, como un perso
naje de uno de sus cuentos, Andersen fue hijo de una lavandera y de un zapatero, que quiso ser hombre de teatro, que crey¨® que sus atiborradas novelas, melodram¨¢ticas obras teatrales, lacrimosos libros de poemas, severas cr¨®nicas de viajes y varias jactanciosas autobiograf¨ªas le otorgar¨ªan fama literaria, que juzgaba sus cuentos meras smaating o pamplinas. El hecho de que lectores del mundo entero s¨®lo conocieran y admiraran estas ¨²ltimas, nunca dej¨® de atormentarlo. Charles Dickens, cuyos Cuentos de Navidad deben mucho a Andersen, quiso conocerlo y lo invit¨® a pasar un tiempo en su casa de Londres. Andersen, para quien Dickens era "el autor m¨¢s grande del mundo", acept¨® entusiasmado y permaneci¨® m¨¢s de un mes en casa del novelista. Para la familia de Dickens, la visita fue una pesadilla. Como Andersen dec¨ªa perderse f¨¢cilmente en los laberintos de Londres, se quedaba d¨ªas enteros en el sal¨®n recortando innumerables mu?equitos de papel o haciendo ramitos de flores que prend¨ªa a escondidas a los sombreros de sus anfitriones. Mientras tanto, hablaba sin parar, pero nadie entend¨ªa lo que dec¨ªa. "En franc¨¦s o en italiano, es un salvaje; en ingl¨¦s, un sordomudo", se quej¨® Dickens a un amigo. "Mi hijo mayor dice que no hay o¨ªdo humano que pueda reconocer su alem¨¢n ?y su traductora opina que no sabe hablar dan¨¦s!". Cuando por fin se despidi¨®, Dickens puso un cartel en el cuarto de su hu¨¦sped que dec¨ªa: "Aqu¨ª durmi¨® Hans Christian Andersen durante cinco semanas que para mi familia fueron eternidades".
A pesar de la engorrosa visita, Dickens nunca dej¨® de admirar los cuentos del dan¨¦s cuya invenci¨®n le maravillaba. Sin duda, Andersen se inspir¨® en leyendas populares o¨ªdas en su infancia. En Odense, su ciudad natal, habr¨ªa escuchado de boca de sus padres y de sus abuelos f¨¢bulas y cuentos de hadas, y de los locos del asilo donde su abuela trabajaba y donde el ni?o pasaba horas enteras, los sue?os y pesadillas de posesos y hechizados. Seg¨²n se?alan los especialistas, en una de sus primeras historias, La yesquera maravillosa, publicada cuando Andersen hab¨ªa cumplido ya los 29 a?os y se hallaba en la m¨¢s penosa miseria, hay ecos de un cuento folcl¨®rico escandinavo, La candela embrujada. Tal ascendencia es probable, como es probable que no exista obra alguna, por m¨¢s original que nos parezca, enteramente impune de tradici¨®n. Lo cierto es que si La peque?a vendedora de cerillas, El ruise?or del emperador de China, Los zapatos rojos fueron inspirados por narraciones m¨¢s antiguas, Andersen supo darles la forma justa que los convirti¨®, para nosotros, sus lejanos lectores, en memorables.
?Qu¨¦ es esa forma? Como tan
tas historias que adquieren misteriosamente inmortalidad literaria, los cuentos de Andersen se recuerdan mejor que se leen. Quiero decir: en la p¨¢gina, una cierta intenci¨®n moralizadora, un dejo de cursiler¨ªa, un humor algo pedestre y toda suerte de convenciones ret¨®ricas obstaculizan la lectura. Le¨ªdas en la infancia, cuando somos capaces de leer sin que nos ofusquen las man¨ªas del autor, o en el caritativo recuerdo que tanto olvida o perdona, estas trampas del estilo desaparecen y el cuento queda, destilado y pertinaz. No necesito volver al texto para sentir, a¨²n hoy, el delicioso terror que me caus¨® hace ya medio siglo la historia de la ni?a que pis¨® un pan para no ensuciarse los zapatos y que, hundida como castigo en el lodo, oye que otros ni?os cantan su terrible historia. No me hace falta releer el cuento de la ropa nueva del emperador o el Bildungsroman del patito feo para aplicar sus lecciones a tantos momentos de mi vida. ?Y c¨®mo olvidar la historia del viajero acompa?ado por un misterioso desconocido que se revela ser alma de un hombre que ha muerto pero que tambi¨¦n (lo siento a mi lado mientras escribo) es otra cosa?
Desconozco la fecha precisa en la que le¨ª los cuentos de Andersen por primera vez; me parece conocerlos desde siempre. Los conozco, pero (como la mejor, la mayor literatura) no los entiendo del todo. No logro seguir paso a paso la saga de la peque?a Gerda en busca de su amigo Kay, el de la astilla de cristal en el coraz¨®n; no s¨¦ por qu¨¦ el hermano menor de la princesa se ve condenado, al acabar la historia, a conservar una triste ala de cisne, no me explico el tr¨¢gico final del soldadito de plomo. Siento sin embargo que estas historias son necesarias, que no podr¨ªan suceder de ninguna otra manera y que yo, que tantas otras he le¨ªdo, no ser¨ªa capaz de concebir el mundo sin ellas.
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