Descanso
"ESTO EXPLICA la predilecci¨®n del ojo por el arte en general y por el arte veneciano en particular", afirma Joseph Brodsky en Marca de agua (Siruela), su hermoso ensayo sobre Venecia. "Esto explica", contin¨²a, "el apetito del ojo por la belleza, y la existencia misma de la belleza. Porque la belleza es segura, la belleza es consuelo". Antes Brodsky se ha referido a la autonom¨ªa e insaciabilidad de nuestra mirada, cuya despierta atenci¨®n se debe a que el medio es hostil y se siente atra¨ªda por cualquier cosa en la que pueda descansar sin temor, algo cuyo enfoque no provoque una paranoica agitaci¨®n neuronal como, por ejemplo, el agua, elemento que nos constituye casi por completo en nuestra naturaleza y de la que, seg¨²n Darwin, procedemos. Es as¨ª, pues, normal que en Venecia nos sintamos, nunca mejor dicho, como "pez en el agua".
En realidad, sea cual sea el atavismo de nuestra memoria como seres cordados, nuestros ojos se emplean a fondo por hallar datos cuya manifiesta inutilidad permita descansar nuestra mirada. "De hecho, cuando m¨¢s in¨²til es el dato, m¨¢s preciso es el enfoque. La cuesti¨®n es por qu¨¦, y la respuesta es que la belleza es siempre externa; tambi¨¦n que es la excepci¨®n de la regla. Por esa raz¨®n -su localizaci¨®n y su singularidad- el ojo contin¨²a oscilando salvajemente o -en t¨¦rminos de humildad militante- vagando sin rumbo. Porque la belleza est¨¢ donde el ojo descansa". De alguna manera, siguiendo el razonamiento de Brodsky, hasta el ser humano m¨¢s insensible o cegato deber¨ªa encontrarse con la belleza porque no puede evitar formar parte del espacio, pero, para su desdicha, que ser¨¢ tanto m¨¢s profunda cuanto mayor sea su agudeza visual, tampoco puede prescindir de su condici¨®n temporal que es la que le impide retener el extra?o fulgor, en cierta ocasi¨®n, entrevisto. No es entonces el humo el que ciega nuestros ojos, sino el paso del tiempo que fatalmente los ha de cerrar porque, ?ay!, alg¨²n d¨ªa, sin que sepamos por qu¨¦, perder¨¢n su brillo o, lo que es lo mismo, su capacidad de percibirlo y amasar su luz en alg¨²n rinc¨®n de nuestro interior.
No recuerdo exactamente cu¨¢ndo, pero quiz¨¢ hace unos tres lustros le¨ª, por primera vez, la edici¨®n inglesa de este estremecedor libro de Joseph Brodsky. Me impresion¨® tanto que aprovech¨¦ para releerlo en la posterior edici¨®n en franc¨¦s y, de nuevo, cuando me top¨¦ con su traducci¨®n italiana. En todas estas ocasiones, como la que ahora me ha proporcionado la excelente versi¨®n castellana de Menchu Guti¨¦rrez, he sentido una emoci¨®n nueva. No es de extra?ar que as¨ª ocurra cuando se trata de una escritura po¨¦tica, donde se acolcha nuestro ser con la sensaci¨®n de que quiz¨¢ originalmente fuimos dioses o, por lo menos, criaturas en un para¨ªso al resguardo de las inclemencias del tiempo. Visto y no visto, nuestra mirada, sin embargo, se apaga y esta certeza nubla nuestra visi¨®n con una l¨¢grima, al fin y al cabo la marca de agua de nuestra mortalidad.
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