Los pesados y los normales
El comandante de Iberia -un hombre m¨¢s bien lac¨®nico- habl¨® de una aver¨ªa y el avi¨®n qued¨® paralizado durante dos horas al final de una t¨®rrida pista del aeropuerto de Orly. De pronto, nos encontramos sin aire acondicionado y sin poder descender del aparato, todos a la espera de una escalerilla y de la polic¨ªa. Un severo infierno. Los que iban sentados en las primeras filas parec¨ªan gente normal. En las filas de atr¨¢s, an¨®malos y pesad¨ªsimos y con una charanga atronadora, iban los m¨¢s que probables culpables de que no hubi¨¦ramos despegado: un violento equipo franc¨¦s de rugby, enormemente borrachos todos. No me lo pod¨ªa creer, porque ya en otra ocasi¨®n, hac¨ªa 10 a?os, en San Sebasti¨¢n, otro equipo de rugby, beodo y tambi¨¦n franc¨¦s, hab¨ªa retrasado cinco horas mi vuelo. Ignoro qu¨¦ extra?a relaci¨®n puede existir entre mi destino y el rugby, pero yo pienso seguir volando.
Mi asiento lo abandon¨¦ en el momento mismo en que el comandante, en plena maniobra de despegue, decidi¨® que el avi¨®n no alzar¨ªa el vuelo. En ese momento, por puro instinto de supervivencia, me plant¨¦ en el pasillo y avanc¨¦ a toda velocidad hasta alcanzar las primeras filas buscando estar lo m¨¢s pr¨®ximo posible de la cabina de mando, pues estaba seguro de que s¨®lo all¨ª pasar¨ªa el aire en los siguientes minutos. Estacionado en el pasillo a la altura de la fila uno de la primera clase, me negu¨¦ a cederle el paso a un bestia que, procedente del grupo de los pesados, pretend¨ªa darle un guantazo al comandante. Las azafatas me salvaron la vida al aconsejarme que le hiciera una finta a aquel tipo y fuera a refugiarme en el peque?o espacio que hab¨ªa junto a la cabina del comandante, justo enfrente de la puerta de acceso al avi¨®n, all¨ª donde, en busca de un m¨ªnimo aire, se hab¨ªan ya cobijado dos madres con sus pobres beb¨¦s medio sofocados. Inm¨®vil durante largo rato para no ser visto por el asesino, esper¨¦ que llegara la polic¨ªa y la escalerilla -al menos all¨ª pasaba el aire- y se pudiera descender del Lagos de Covadonga en su vuelo 4433 del viernes de la semana pasada con destino a Barcelona.
Estuvimos tanto rato all¨ª paralizados que se evapor¨® parte del alcohol de la sangre de los pesados. Entonces, de repente, el comandante dijo a las azafatas, con su profundo laconismo, que la aver¨ªa se hab¨ªa resuelto de golpe y que sal¨ªamos de inmediato, pero que quien quisiera bajarse pod¨ªa hacerlo. La opci¨®n, desde mi refugio de mam¨¢s y beb¨¦s sofocados, me pareci¨® evidente: se trataba, seg¨²n el comandante, de arriesgarse a viajar con los pesados -ya algo m¨¢s calmos- o bien optar por bajarse con la pobre gente normal y asfixiada. Creo que lo normal habr¨ªa sido lo contrario: obligar a descender a los pesados en lugar de premiarles y que los normales continuaran su viaje. Me acord¨¦ de un amigo que piensa que nuestra presencia en la Tierra es un error c¨®smico, pues dice que est¨¢bamos destinados a alg¨²n otro planeta lejano. Este amigo piensa que hemos tenido que inventar la palabra normal cuando en realidad la normalidad no existe. Pensemos en lo que piensan los marcianos cuando nos observan y ven que, por ejemplo, aullamos al despertar o damos ladridos en la oficina. ?Es eso normal?
"Si va a quedarse con nosotros, mejor que se ponga en las primeras filas", me dijeron las azafatas al ver que ten¨ªa coraje y no pensaba bajar del avi¨®n. Descendi¨® la gente normal y se quedaron los pesados. Llegu¨¦ muy tarde a Barcelona, llegu¨¦ con los pecadores. A los justos les dej¨¦ a pie de pista desorientados. ?D¨®nde estar¨¢n ahora? En cualquier calle del ancho mundo. A la gente normal siempre puede v¨¦rsela en la calle.
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