La bruja pelirroja
'La quintrala', Catalina de los R¨ªos y Lisperguer -la hacendada m¨¢s poderosa del reino de Chile en el siglo XVII-, era mestiza de espa?oles, alemanes e indios. Asesina de su padre y de sus amantes, tachada de bruja, atormentaba a sus esclavos y siervos ind¨ªgenas, que extermin¨® por docenas.
La pelirroja
Es 1640. Espa?a vive su Siglo de Oro, y al mismo tiempo cunde su decadencia. Al otro lado del mundo, Santiago, en la remota Capitan¨ªa General de Chile, es una ciudad de trescientas casas principales y muchas chozas, donde se hacinan unas cinco mil personas (algo as¨ª como la poblaci¨®n de Burgos, por entonces). Barrosa en invierno, polvorienta en verano, aislada por las monta?as nevadas de los Andes, esta ciudad preside el reino m¨¢s belicoso de la Am¨¦rica espa?ola. Estamos en una habitaci¨®n de techos altos, con muros de adob¨®n blanqueados a la cal contra los cuales se arriman bargue?os oscuros, una cama con dosel, y una chimenea encendida sobre cuyo estante hay un crucifijo con la talla de un Cristo torturado y a la vez iracundo. Atada de rodillas a esta chimenea se encuentra una esclava negra, desnuda, con la espalda abierta en tiras por los azotes. Tras ella, de pie, sosteniendo un vel¨®n encendido, hay una mujer muy blanca pero de rasgos ind¨ªgenas, p¨®mulos salientes, sobre los cuales brillan los ojos negros de expresi¨®n airada, todo enmarcado por una revuelta melena de pelo rojo. La pelirroja mueve la mano y derrama con precisi¨®n el esperma incandescente sobre las heridas de la negra, que a¨²lla. La operaci¨®n se llama "cerotear" y es un tormento muy conocido en la colonia para prolongar el dolor de los esclavos azotados; disciplinas que esta ama practica con frecuencia. La pelirroja va a derramar el esperma sobre otra llaga, pero algo la interrumpe. Mira hacia el crucifijo sobre la chimenea. El Se?or de la Agon¨ªa es famoso -hasta el d¨ªa de hoy, en su altar del templo de San Agust¨ªn en Santiago de Chile- por mirar con expresi¨®n iracunda a sus fieles, como si les reprochara los sufrimientos que padece por ellos. La joven pelirroja le grita a la imagen: "Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara. ?As¨ª que fuera!", y le manda al esclavo indio que la asiste con el l¨¢tigo que se lleve el crucifijo. As¨ª retrata una leyenda de casi cuatro siglos el car¨¢cter cruel, brutal, y a la vez independiente, de La Quintrala.
Una estirpe de asesinas
El quintral es un mu¨¦rdago de flores rojas, una hermosa enredadera trepadora que, sin embargo, seca el ¨¢rbol al cual se abraza. Con un apodo derivado de este nombre -La Quintrala, aludiendo a sus cabellos rojos y a su crueldad- fue conocida desde ni?a una de las mujeres m¨¢s enigm¨¢ticas que produjeron las colonias espa?olas en Am¨¦rica. Do?a Catalina de los R¨ªos y Lisperguer perteneci¨® a la familia m¨¢s poderosa del reino de Chile en el siglo XVII. Su abuelo alem¨¢n, Pedro Lisperguer, descendiente de la casa real de Sajonia-Wittenberg, fue paje de Carlos V antes de pasar a Am¨¦rica con los primeros conquistadores (entre ellos, otro paje imperial, Alonso de Ercilla, que escribir¨ªa el poema m¨¢s famoso de la Conquista, La Araucana). Una vez en Chile, Lisperguer se cas¨® con ?gueda Flores. ?sta era hija de otro alem¨¢n (Bartolom¨¦ Flores, nacido Blumen en Baviera) y de la india Elvira de Talagante, v¨¢stago de un poderoso cacique mapuche. Estos indios eran se?ores feudales -reconocidos como vasallos por los incas cuzque?os- sobre enormes extensiones de tierra y miles de tributarios, en el valle central de Chile.
La nieta de este enlace, Catalina de los R¨ªos y Lisperguer, naci¨® en Santiago de Nueva Extremadura, como se conoc¨ªa entonces a Santiago, en 1604 o 1605, cuando el reino llevaba s¨®lo medio siglo desde que fue fundado. La ni?a que vio la primera luz en la gran casona santiaguina de su familia era un buen ejemplo del crisol sangriento de la Conquista. No s¨®lo fue la heredera de haciendas, en ambas caras de los Andes, que equivalen a lo que ser¨ªa hoy Castilla-La Mancha, y de millares de siervos ind¨ªgenas y esclavos negros a los que poseer¨¢ como se?ora de horca y cuchillo. Sino que, asimismo, La Quintrala fue el reto?o m¨¢s violento de un linaje de mujeres salvajes; incluso m¨¢s brutales que sus maridos curtidos en las inacabables guerras de Arauco (Chile fue conocido por eso como "el Flandes indiano").
Trepando s¨®lo un poco por el ¨¢rbol geneal¨®gico de Catalina de los R¨ªos y Lisperguer se encuentran tantos ejemplos de crueldad femenina que dan para creer en una predestinaci¨®n gen¨¦tica. Otra abuela de La Quintrala, Mar¨ªa de Enc¨ªo -que fue amante de Pedro de Valdivia, el conquistador de Chile- fue acusada y procesada como bruja "por unirse a ciertos bailes de los indios que eran tenidos por diab¨®licos, criar culebras y azotar cruelmente a sus sirvientes". Coron¨® su carrera matando a su marido -el abuelo materno de Catalina- ech¨¢ndole azogue hirviente por un o¨ªdo mientras dorm¨ªa la siesta.
A su vez, la hija de la anterior, y madre de La Quintrala, se hizo famosa por matar a latigazos a una hijastra, bastarda de su marido. Y sobre todo por intentar envenenar -probablemente por celos- nada menos que al gobernador del Reino, don Alonso de Rivera. Crimen del que se libr¨® asesinando al indio que puso -por orden suya- las yerbas venenosas en el agua del gobernador. No fue raro que el pueblo se vengara, entonces, reput¨¢ndolas brujas tanto a ella como a su madre: "Por un duende que en su casa alborot¨® toda esta tierra, con quien dec¨ªan que ten¨ªan pacto".
El parricidio
Hija y nieta de asesinas, Catalina de los R¨ªos y Lisperguer qued¨® pronto hu¨¦rfana de madre y fue criada por esclavas ind¨ªgenas y negras. Y un padre severo. La Quintrala era analfabeta. Ni siquiera sab¨ªa firmar su nombre. Asunto del que se avergonzaba un poco, aunque no era raro en las grandes damas de su ¨¦poca, a las cuales, si no se las destinaba al convento, se ten¨ªa incluso por inconveniente ense?arles a leer. Sin embargo, todas las cr¨®nicas y las constancias de sus varios procesos judiciales muestran una mujer de aguda inteligencia y taimada habilidad. Una hacendada que dirig¨ªa personalmente las faenas de sus encomiendas desde su caballo y que conoc¨ªa a fondo la mentalidad no s¨®lo de su alcurnia, sino de la masa de siervos de la tierra que, por merced real, hab¨ªan sido entregados a sus antepasados. Esta sabidur¨ªa instintiva, a no dudarlo, ven¨ªa de las tradiciones orales que Catalina escuch¨® desde su infancia en las oscuras cocinas de sus haciendas. De boca de sus ayas esclavas habr¨¢n llegado a ella las historias susurradas de la crueldad de sus antepasadas, y tambi¨¦n los conjuros y sortilegios, el conocimiento de la tierra y sus secretos de naturaleza, que constitu¨ªan la religiosidad oculta de esa servidumbre aborigen. Con lo cual, no s¨®lo la sangre de la Quintrala, sino sobre todo su imaginaci¨®n, fueron mestizas. Esta pelirroja desp¨®tica fue un producto del tremebundo catolicismo barroco y contrarreformista espa?ol de la ¨¦poca, mezclado con las tradiciones, supersticiones y magias ind¨ªgenas.
El padre viudo de La Quintrala vio reproducirse en su hija, desde peque?a, el genio violento y arrebatado de las hembras de su familia. Y no es imposible que le haya tenido miedo. Un miedo justificado, pues el primer crimen de La Quintrala fue precisamente el parricidio cometido para librarse de ese guardi¨¢n. As¨ª lo atestigua el obispo de Santiago, Francisco Salcedo, quien en 1634 escribi¨® al fiscal del Consejo de Indias en Espa?a, clamando justicia para los cr¨ªmenes de La Quintrala. Entre ellos, el de haber envenenado a su propio padre -"con veneno que le dio en un pollo, estando enfermo"-, tras lo cual el progenitor muri¨® entre atroces dolores. (No en balde, La Quintrala dec¨ªa que en su casa no aceptaba "hombres que me pongan mala cara"). Del crimen la acus¨® una t¨ªa suya, pero los parientes encumbrados en la Real Audiencia y en el virreinato de Lima echaron tierra al asunto.
La devoradora de hombres
Libre de la vigilancia paterna y alentada por la impunidad de su primer crimen, La Quintrala tendr¨ªa cada vez menos frenos. El cuerpo de don Enrique Enr¨ªquez de Guzm¨¢n, caballero de la Orden de San Juan, apareci¨® una ma?ana en una plazuela cercana a la casa de La Quintrala, helado y molido a palos. Hechas las averiguaciones se sigui¨® la pista del finado hasta la casa de Catalina. La riqu¨ªsima y hermosa hu¨¦rfana, de veinte a?os, atrajo hasta su lecho al caballero "con un billete en que con enga?osos halagos, le enviaba a llamar para tener mal trato con ¨¦l esa noche". Como la mantis religiosa que devora al macho despu¨¦s del coito, al amanecer La Quintrala orden¨® a sus esclavos que apalearan al favorecido hasta matarlo. El escandaloso juicio seguido por la Real Audiencia se sald¨® con sobornos a los testigos y la inculpaci¨®n de un negro que confes¨® bajo tormento lo que quisieron sus verdugos, y fue ahorcado.
A estas alturas, sin embargo, la poderosa familia se vio obligada a tomar otras medidas. Su abuela ?gueda Flores (la hija de la cacica india de Talagante) arregl¨® un matrimonio apresurado con un caballero noble, muy atractivo pero sin fortuna, que estuvo dispuesto a cargar con la responsabilidad de esta fiera femenina. Don Alonso de Campofr¨ªo y Carvajal proced¨ªa de una hist¨®rica casa espa?ola, que se hab¨ªa destacado en la Conquista. Su padre hab¨ªa derrotado al corsario Cavendish, en las costas de Valpara¨ªso, en 1585. Pero las armas no hab¨ªan tra¨ªdo el oro para ellos, hasta que Carvajal acept¨® casarse con la mayor dote del reino. No podemos saber qu¨¦ llev¨® a Catalina a aceptarlo. Probablemente la amenaza de encerrarla en un convento, que era el otro remedio para casos como ¨¦ste, en la ¨¦poca. Aunque de ning¨²n modo habr¨ªa sido f¨¢cil encerrar a La Quintrala (de hecho, cuando un sacerdote intent¨® hacerla recapacitar y confesarla, la pelirroja reaccion¨® persiguiendo al cura con un cuchillo para matarlo). Y tampoco puede excluirse que haya existido una atracci¨®n oculta entre estos dos j¨®venes. Como parece indicarlo la vida que llevaron en com¨²n en sus haciendas.
El infierno en El Ingenio
Las casas de la hacienda El Ingenio existen hasta hoy en el valle de La Ligua, al norte de Santiago. Una zona famosa por sus temblores y la fertilidad de sus suelos, regados por cursos de agua helada que se precipitan de los glaciares en la alta cordillera. El nombre primitivo de El Ingenio procede del trapiche para moler la ca?a de az¨²car, cultivo en el que los antepasados de La Quintrala y ella misma explotaron las miles de almas que les fueron encomendadas. Pues la verdadera y casi ¨²nica riqueza en este reino -que s¨®lo produc¨ªa gastos de guerra a la corona- era la explotaci¨®n inmisericorde de los indios. En esas soledades casi inexpugnables vivi¨® La Quintrala la mayor parte de los pr¨®ximos treinta a?os. All¨ª naci¨® y muri¨® pronto su ¨²nico hijo. All¨ª qued¨® viuda m¨¢s o menos joven. Y, libre de todo freno, all¨ª se dej¨® llevar tambi¨¦n a excesos tan atroces que llegaron a ser esc¨¢ndalo en la distante Santiago. Ante lo cual, finalmente, las autoridades del reino no pudieron hacer m¨¢s la vista gorda.
Un d¨ªa de febrero de 1660 lleg¨® hasta las casas de la hacienda Francisco Mill¨¢n, un receptor de la Real Audiencia, comisionado para averiguar en secreto sobre los cr¨ªmenes que se atribu¨ªan a su due?a. Este verdadero detective de la ¨¦poca logr¨® mediante un ardid alejar a La Quintrala de su campo, e interrogar libremente a sus sirvientes y esclavos. El acta del proceso ahorra comentarios. "Do?a Catalina castigaba todos los d¨ªas y dos y tres veces, de muchos a?os atr¨¢s, toda la gente de su servicio, grandes y peque?os, indias solteras y casadas, desnud¨¢ndolas en cueros, at¨¢ndolas de los pies cabeza abajo, hasta llenarlos de sangre o degollarlos. Y despu¨¦s de azotados los cubr¨ªa con sal, aj¨ª y orines. Sobre estos azotes los volv¨ªa a azotar, que este ejercicio era continuo de d¨ªa y de noche? Despu¨¦s de azotados los sol¨ªa quemar con brea, velas ardiendo, con miel, con tizones encendidos? Habiendo azotado una vez a la mulata Herrera, colgada por los pies, le hab¨ªa hecho entrar la cabeza en una olla con brasas y aj¨ª? Y hab¨ªa asado en hornos a sus esclavos y esclavas".
Sus m¨¦todos revelan el doble atavismo violento en el car¨¢cter de La Quintrala. Id¨¦ntico tormento de ahogar en una hoguera de pimientos lo describe N¨²?ez Cabeza de Vaca entre los abor¨ªgenes de Am¨¦rica del Norte. Por su parte, tirar a los indios a hornos encendidos es una de las atrocidades espa?olas que denuncia Bartolom¨¦ de las Casas.
Pero quiz¨¢ la m¨¢s cruda descripci¨®n del salvajismo de La Quintrala sea el trato que daba a su doncella. Era ¨¦sta una indiecita de ocho a?os llamada Marcela, la cual fue encontrada oculta debajo de unos cueros, incapaz de hablar, llagada por los azotes y quemaduras -relata el oidor que la hall¨®- "desde la punta de los pies a la cabeza".
Sometida a proceso y prisi¨®n domiciliaria, do?a Catalina, que ya era una mujer de cincuenta a?os, neg¨® todo. Sobre los numerosos instrumentos de tortura dijo que no eran suyos y que ella s¨®lo ten¨ªa: "un latiguillo en un palo delgado como una vela, con el cual daba golpes a las gallinas cuando se entraban en su rec¨¢mara".
Ese cinismo antiguo le bastaba a La Quintrala, pues sab¨ªa que su familia, y un gobernador espa?ol corrupto (al que le pag¨® con 800 quintales de sebo), la proteger¨ªan hasta el fin, que no estaba muy lejano. Acusada formalmente de m¨¢s de cuarenta asesinatos -una parte peque?a del total, pero fueron los ¨²nicos en que los deudos se atrevieron a declarar-, el juicio se arrastr¨® por cinco a?os. Durante ese ¨²ltimo lustro ella ni siquiera se priv¨® de cometer otras muertes, hasta que le sobrevino la propia el 15 de enero de 1665, hace ahora 340 a?os.
Cien frailes cantaron las exequias de Catalina de los R¨ªos y Lisperguer, en un templo iluminado con m¨¢s de mil hachones de cera, mientras la enterraban no lejos del altar mayor. Al inventariar sus bienes se encontraron riqu¨ªsimos trajes de las mejores telas tra¨ªdas por el gale¨®n de Portobello y Acapulco. Y tambi¨¦n una arroba de pimientos en su despensa. El aj¨ª rojo como su pelo, con el que torturaba a sus esclavos. En su testamento le dej¨® todo a la Orden de San Agust¨ªn, la misma que custodia hasta hoy el Cristo de la Agon¨ªa que una vez ech¨® de su casa. No se arrepinti¨®, pero le leg¨® "a su alma" -para emplear la hermosa expresi¨®n testamentaria- dinero suficiente para que se le cantaran veinte mil misas. De este modo compr¨® la justicia divina, como hab¨ªa comprado la terrena.
Desde que fue redescubierta, en el siglo XIX, se han escrito m¨¢s de una docena de libros, y filmado pel¨ªculas y series televisivas, en Chile y en Argentina. Pero su enigma permanece. Hay quienes leen su historia como la de una mujer liberada acusada de bruja injustamente en una ¨¦poca de hombres brutales. Un historiador ve en ella otra antepasada de la crueldad latinoamericana actual; por ejemplo, las torturas de Pinochet. No es imposible que sea todo eso. Aunque parece m¨¢s probable que haya sido sobre todo una irreprimible hija de su tiempo.
La llaga de las colonias espa?olas en Am¨¦rica fue ese oc¨¦ano de siervos explotados, cuyo sufrimiento usufructuaban las cortes virreinales. Y en ellas, los criollos m¨¢s o menos mestizos y resentidos, como La Quintrala. Explotados a su vez por la avaricia de peninsulares que llegaban a mandar sobre los nietos de los conquistadores. Extremando sin escr¨²pulos esas injustas leyes humanas y divinas, La Quintrala quiz¨¢ fue, en realidad, menos hip¨®crita que sus jueces.
Como sea, a su muerte, el f¨¦rtil valle de La Ligua, que fue un vergel, se hab¨ªa desertificado, abandonado por los indios, que huyeron de su cruel ama a esconderse en las monta?as. Met¨¢fora de un aspecto de esas colonias, parec¨ªa -como relata un cronista- una "heredad maldita".
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