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RELATO

Ca¨ªdo en desgracia

Hay que caer en desgracia para que se produzca la desgracia. ?sta es la clave sobre la que gira la historia de este relato, un g¨¦nero que el autor de 'Tu rostro ma?ana' domina con su estilo m¨¢s personal. Con este cuento in¨¦dito, el escritor muestra una vez m¨¢s su maestr¨ªa con la prosa

Me lo hab¨ªan comunicado para que estuviera advertido:

-Los Lambea han ca¨ªdo en desgracia.

Eso pod¨ªa significar varias cosas o as¨ª quise pensarlo tras o¨ªr por tel¨¦fono la frase aislada, s¨®lo una en principio, y sab¨ªa que no se me permitir¨ªa indagar demasiado. Tampoco me habr¨ªan dejado preguntar mucho de haber tenido a mi interlocutor delante, de haber estado los dos cara a cara. Tend¨ªan a ser ambiguos en primera y en ¨²ltima instancia, como si jugaran a los criminales, s¨®lo que a veces el juego se tornaba serio y resultaban ser criminales. Las menos veces posibles, sin duda, y en esas nada quedaba nunca del todo claro, prefer¨ªan un accidente, un suicidio, una reyerta improvisada, un mal encuentro en la calle, antes que un asesinato que tan s¨®lo pudiera ser eso y no admitiera otras explicaciones -qu¨¦ mala pata-, otra conformidad -qu¨¦ remedio-, otro lamento -qu¨¦ infortunio, qu¨¦ desgracia-. Pero esta ¨²ltima palabra era la anterior a todo, primero hay que caer en desgracia para que se produzca la desgracia, caemos en ella como si fuera un envoltorio, una mano abierta que nos la anuncia, y que despu¨¦s se cierra y nos engulle, tal vez aprieta. Pero era a m¨ª, y no a los interesados o presas, a quien se hab¨ªa hecho el anuncio, yo no deb¨ªa transmit¨ªrselo.

Es suficiente creer que la vida de alguien depende de la presencia de uno para no neg¨¢rsela, por harto que se est¨¦ de su compa?¨ªa y de la vida diaria

Me atrev¨ª a hacer una sola pregunta, la m¨¢s abarcadora que se me ocurri¨®, porque estaba seguro de que para una segunda ya no habr¨ªa respuesta. A lo sumo un bufido de impaciencia, una reconvenci¨®n inarticulada, un toque de atenci¨®n por mi torpeza o mi impertinencia.

-?Y eso qu¨¦ significa exactamente?

-Significa que si les ocurre algo en estos d¨ªas, no te mates por ayudarlos.

Luego colg¨® sin despedirse, sin darme ocasi¨®n de averiguar lo que m¨¢s tem¨ª en el instante, si por desventura era yo lo que pod¨ªa ocurrirles, si me tocaba convertirme en el envoltorio y cerrarme. Supon¨ªa que no, de otro modo me lo habr¨ªa indicado de alguna forma m¨¢s expl¨ªcita. Sent¨ª un poco de alivio, dentro de la fea noticia. Cuando me lo comunicaron casi hab¨ªa concluido el primero de 'estos d¨ªas', eran s¨®lo dos los que yo deb¨ªa pasar acompa?ando a los Lambea, a su disposici¨®n como contacto, int¨¦rprete, entretenedor y gu¨ªa, no deb¨ªa dejarlos solos m¨¢s que cuando lo quisieran y seguir a mano entonces, resolverles cualquier dificultad o problema y adelantarme a los contratiempos, procurar que no llegaran al Museo del Prado justo a la hora del cierre, llevarlos a restaurantes gratos, de compras o a alg¨²n espect¨¢culo, impedir que se los estafara, por supuesto que se los atracara en el Madrid m¨¢s tur¨ªstico de los Austrias. Luego tambi¨¦n protegerlos con mi presencia. Ahora se me ven¨ªa a decir que me abstuviera de esa tarea, la de protegerlos; no se me ordenaba, en cambio, que les retirara la presencia. Todo deb¨ªa continuar igual, as¨ª pues, aparentemente, y me tocaba esperar, esperar ahora a que les sucediera algo mientras permanec¨ªan bajo mi tutela o custodia, era lo m¨¢s probable, mientras estaban en mi compa?¨ªa, tendr¨ªa que ser su testigo, me ver¨ªa obligado a asistir a ello y a no intervenir, a no echarles una mano.

No me gust¨® nada el aviso, y no s¨®lo por su contenido. A los Lambea, tal vez, no era a¨²n seguro, les sobrevendr¨ªa una desgracia. Pero el saber era m¨ªo, el miedo me corresponder¨ªa pasarlo a m¨ª, una alerta involuntaria y continua. Durante un segundo dese¨¦ que la cat¨¢strofe se concretara inmediatamente y tuviera ya lugar, para as¨ª acabar con la espera y con mi temor cuanto antes. Pero en seguida se me instal¨® tambi¨¦n una esperanza, de que las horas se deslizaran r¨¢pidas y se alcanzara el momento de llevarlos hasta el aeropuerto, de despedirlos, sin que nada hubiera ocurrido, quiero decir nada malo. Sin embargo no me enga?¨¦, hab¨ªa que descartar una parte de esa esperanza: a partir de la llamada, el tiempo transcurrir¨ªa muy lento.

Giovanni y Sara, se llamaban los Lambea. Pronto me invitaron a dirigirme a ellos por esos nombres y me pidieron permiso para hacer lo propio conmigo y utilizar s¨®lo el de pila. Les di el permiso y les hice caso, pero no me ape¨¦ del usted, me habr¨ªa costado bastante esfuerzo pese a que eran m¨¢s o menos de mi edad, quiz¨¢ ¨¦l dos a?os m¨¢s y ella dos menos, pasados los treinta y cinco eso ya no es diferencia. ?l ten¨ªa los ojos muy claros y acuosos, como si le bailaran l¨¢grimas en los bordes, llevaba una cuidada barba rubi¨¢cea y tend¨ªa a mostrarse imprevisible y chistoso, no me hac¨ªa ninguna gracia. Ella era una mujer elegante y serenamente atractiva, de mirada verde suavizada por pesta?as de mu?eca antigua y frecuente sonrisa t¨ªmida o quiz¨¢ refrenada por su voluntario control, y le segu¨ªa la corriente con una mezcla de devoci¨®n y hartazgo. Era como si las tonter¨ªas de ¨¦l la exasperaran y al mismo tiempo se desviviera por ¨¦l, por su salud y su humor, como si hubiera hecho en Giovanni una inversi¨®n biogr¨¢fica y sentimental importante, acaso un d¨ªa ya lejano, y se tuviera prohibido perderlo bajo ning¨²n concepto, por abandono, ofensa, enfermedad o accidente, no digamos por defunci¨®n. Todo su fervor, sin embargo, parec¨ªa obedecer m¨¢s a la trascendencia de la decisi¨®n tomada en aquel pasado remoto que a verdadera dependencia de su amor presente. En cierto sentido Sara recordaba a esas madres cuyos hijos j¨®venes o ya adultos no les caen nada bien y les parecen unos pertinaces memos sin remisi¨®n, pero a los que en modo alguno pueden retirar su afecto y de los que nunca sabr¨ªan despreocuparse; es m¨¢s, el coraz¨®n les da un brinco cada vez que creen verlos amenazados por alg¨²n peligro o papel¨®n, un brinco soliviantado, irritado y hasta saturado cuando es el en¨¦simo papel¨®n o peligro que ellos se buscan o en que se ponen, y adem¨¢s es gratuito y una estupidez bien evitable. Y a su vez ¨¦l, Giovanni, recordaba a ese hijo coqueto que precisa de un espectador alarmado, de alguien que se averg¨¹ence o se sobresalte ante sus ocurrencias y sus entrometimientos y sus imprudencias e impertinencias, que se los reproche y se los repruebe, aunque s¨®lo sea con una fatigada mirada verde, eso ya le basta para saber que se repara en ¨¦l y que por su causa se sufre un poco o hay alguna alteraci¨®n o disgusto, Giovanni era un fabricante incansable de chasquidos de lengua y suspiros hondos de Sara, tambi¨¦n de aceleraciones de su asustadizo pulso.

Est¨¢bamos cenando cuando recib¨ª la llamada del m¨®vil, en el jard¨ªn del restaurante Iroco, p¨¦simamente iluminado, all¨ª no se ve ni torta, pero era el sitio al que hab¨ªan querido ir o ¨¦l m¨¢s bien, Giovanni no sent¨ªa curiosidad por la comida espa?ola, prefer¨ªa un italiano s¨®lito y alg¨²n conocido o alg¨²n folleto le hab¨ªan recomendado esa terraza con vegetales para final de la primavera y verano, la noche se hab¨ªa puesto destemplada y habr¨ªa sido m¨¢s sensato quedarse en el interior, pero ¨¦l no desaprovechaba oportunidad de llevar la contraria en las cuestiones menores o de forjarse caprichos nuevos que le brindaran las circunstancias, de hacer que Sara cogiera fr¨ªo y sobre todo se preocupara por que lo cogiera ¨¦l. La mayor¨ªa de los dem¨¢s clientes tempranos hab¨ªa abandonado sus mesas y pasado dentro en cuanto se levant¨® la brisa, nos hab¨ªamos quedado casi solos en la penumbra, la luz de la tard¨ªa tarde o perezosa noche era m¨¢s fuerte que la de la electricidad, ¨¦l juzgaba descabellado cenar a la diez, como el horario espa?ol entero, no se explicaba que lo retras¨¢ramos e hici¨¦ramos durar todo tanto.

A partir de aquel momento, nada m¨¢s colgar, me empez¨® a parecer peligroso todo, lo presente, lo venidero y aun lo pasado, retrospectivamente. De pronto me result¨® ominosa la lenta oscuridad s¨®lo cernida, nuestra moment¨¢nea soledad al aire libre, con ocasionales r¨¢fagas de viento que nos obligaban a sujetar el mantel y las servilletas durante un segundo; y hasta el camarero que nos atend¨ªa de tarde en tarde se me apareci¨® un poco siniestro. En vez de volver dando un paseo hasta el Hotel Palace, en el que se alojaban (para caminar la noche estaba agradable, no para permanecer sentados al fresco; ocupaban una suite, luego los Lambea hab¨ªan pasado de ser visitantes privilegiados a caer directamente en desgracia, qu¨¦ se les habr¨ªa descubierto), pens¨¦ en seguida que ser¨ªa mejor regresar en taxi, aunque un accidente en coche suele ser m¨¢s grave que cualquiera a pie, excepto el atropello. Y un autob¨²s o un cami¨®n podr¨ªa arrollarlos a ellos y dejarme a m¨ª inc¨®lume, mientras que una colisi¨®n con los tres a bordo pod¨ªa llev¨¢rseme a m¨ª tambi¨¦n por delante, y a eso no iban a arriesgarse, no cre¨ªa, soy muy ¨²til. Me entr¨® la duda de si lo era tanto, me vino la convicci¨®n de que no lo es mucho nadie.

Al d¨ªa siguiente, me dije, no hab¨ªa por qu¨¦ variar el plan ma?anero: mientras Lambea acud¨ªa a sus asuntos y reuniones pol¨ªticas, para las que hab¨ªa venido y de paso hacer turismo rel¨¢mpago, yo acompa?ar¨ªa a Sara al Prado, y a la Thyssen si Giovanni se demoraba m¨¢s de la cuenta y a ella le apetec¨ªa, entre cuadros y con gente se hace raro imaginar peligros. Luego, ya los tres, almorzar¨ªamos pronto en el hotel o en una brasserie cercana, no nos alejar¨ªamos de la zona, bien vigilada por ser la del Parlamento, era improbable que por all¨ª ocurriera nada, aunque al instante record¨¦ que hac¨ªa dos o tres a?os, justo detr¨¢s del Congreso, en una calle estrecha, en verano, una turista griega hab¨ªa forcejeado para retener su bolso y los asaltantes muy j¨®venes la hab¨ªan acuchillado, volvi¨® a su pa¨ªs con monedero y lipstick pero sin vida, no solt¨® el bolso, un caso aciago. Todo pod¨ªa suceder, en cualquier sitio. Tal vez a la tarde s¨ª conven¨ªa alterar los planes y no llevarlos a El Escorial -una hora de carretera, otra a la vuelta, y total: masiva piedra- ni a deambular por el Madrid de los Austrias, se quedar¨ªan sin ver el Palacio Real, la espantosa Almudena -Catedral abyecta y reciente, m¨¢s val¨ªa- y la Plaza Mayor, ¨¦sta hoy ya no gran p¨¦rdida, cada vez m¨¢s degradada, nueva Corte de los Milagros llena de pordioseros con p¨²stulas o sin brazos, de buhoneros desaprensivos con casetas municipales y de vagabundos africanos aletargados o bien eslavos m¨¢s aguerridos, estos ¨²ltimos botella en ristre demasiadas veces, nuestros alcaldes la han convertido en un perpetuo escenario circense. Si no los expon¨ªa apenas, a los Lambea, tal vez no fuera f¨¢cil que les pasara nada durante su estancia, o lo que restaba de ella. Tal vez fuera posible llevarlos hasta su avi¨®n nocturno sanos y salvos, y que luego se ocuparan otros en su pa¨ªs de traerles o propiciarles la desgracia, siempre estar¨ªan a tiempo y all¨ª yo no tendr¨ªa que verlo, ni que sentirme responsable a medias, o m¨¢s que a medias en tres cuartos.

Me hab¨ªa hecho a la idea inicial de que deb¨ªa protegerlos. De nada en particular en principio, de los lances menores que acechan a cualquier extranjero desconocedor del terreno, casi ninguno tiene tan mala suerte como aquella griega aferrada. Pero me costaba cambiar de actitud, desentenderme, la advertencia me hab¨ªa llegado cuando ya llevaba muchas horas sin despegarme de ellos, se le coge simpat¨ªa a casi cualquiera cuando uno sabe que la presencia va a acabar pronto, el contacto, y que ya no habr¨¢ m¨¢s de tratarlo, seguramente nunca m¨¢s en la vida, como si el uno para el otro hubi¨¦ramos muerto, tras el breve encuentro. A veces se hacen un poco intensos o un poco ¨ªntimos artificialmente, estos encuentros, como las conversaciones inesperadas en los antiguos trenes o en los a¨²n m¨¢s antiguos barcos de pasajeros, si alguien va a desaparecer en seguida nada tiene gran consecuencia.

El momento de mayor intimidad lo tuve con la se?ora, con Sara, a la ma?ana siguiente, mientras Lambea estaba a sus cosas, me preguntaba si cuando regresara tendr¨ªa ya alg¨²n indicio o sospecha de haber ca¨ªdo en desgracia. Est¨¢bamos ella y yo en el Prado, y como es un museo en el que lo cambian todo gratuitamente de sitio cada pocos meses y no hay manera de ir a ver algo a tiro hecho y sin pesquisas previas, camin¨¢bamos sin rumbo muy fijo, par¨¢ndonos ante los cuadros que le llamaran la atenci¨®n a ella. Se hab¨ªa detenido ante el retrato de cuerpo entero de un principito asqueroso, me acerqu¨¦ a mirar el letrero, Carlos II, obra de Juan Carre?o de Miranda, dec¨ªa, ese era el llamado 'el Hechizado', me sonaba haber visto otro a¨²n m¨¢s macabro y tomado desde menor distancia, con m¨¢s a?os ya el rey o pr¨ªncipe, un adulto, con m¨¢s aspecto a¨²n de enfermizo, o en efecto de embrujado. En el que ten¨ªamos ante la vista se apreciaban -eso en su contra- sus piernecitas raqu¨ªticas, no as¨ª en el otro que yo recordaba. El pelo rubio muy largo y lacio sobre los hombros de negro; desprovisto de color el rostro excepto por un poco de rojo p¨¢lido en los protuberantes labios feos sobre el ment¨®n progn¨¢tico, casi curvado; enormes ojeras para ser un adolescente, los ojos acuosos, sin brillo, algo saltones; las cejas demasiado finas, era como si careciera de ellas. Pens¨¦ que hab¨ªa nacido en desgracia.

-?Por qu¨¦ lo pintar¨ªan -dijo la se?ora Lambea-, siendo como era? -Tambi¨¦n ella se hab¨ªa aproximado para mirar en el r¨®tulo de qui¨¦n se trataba. Dec¨ªa Carlos II, luego ya deb¨ªa ser rey por entonces.- No tiene mucho sentido, querer que permanezca un retrato de alguien tan anormal y horrendo. Aunque fuera el rey. -Lo miraba con m¨¢s estupor que repugnancia o piedad.- Es m¨¢s, siendo rey, nadie podr¨ªa obligarlo a mostrarse. O pod¨ªan haber esperado a que cogiera un aire m¨¢s saludable.

-No lo s¨¦ -contest¨¦, por contestar algo-. En otro retrato de m¨¢s mayor, yo lo he visto reproducido, ten¨ªa el mismo o peor aspecto, seguramente nunca pareci¨® sano. Quiz¨¢ no pintarlo equival¨ªa a reconocer que el rey era espantoso. Quiz¨¢, mientras eso no se admitiera, pod¨ªa vivirse la ilusi¨®n de que no lo era. A veces actuar como si las cosas no fueran permite que no lo sean del todo. Al menos durante un tiempo, al menos mientras las cosas existen, o las personas, durante su presente. Cuando dejan de existir y han transcurrido unos meses, todo el mundo dice la verdad, pero no antes, ?no?, y las ficciones se prolongan cuanto convenga. Mire en su mismo pa¨ªs de usted, por ejemplo: el actual Papa tiene cara de hombre muy malo, y casi todos lo ven as¨ª y est¨¢n de acuerdo, y lo comentan en privado. Pero no lo dir¨¢ ning¨²n peri¨®dico, ning¨²n locutor de televisi¨®n ni ning¨²n vaticanista, porque se supone que todo Papa es bondadoso y no se puede admitir que uno, aunque no lo sea, qui¨¦n sabe, le parezca al ojo com¨²n lo contrario, al de la gente. As¨ª que si esa impresi¨®n no se exterioriza, por general que sea, las mismas personas que ven en ¨¦l maldad aparente pueden fingir que ven bondad, que es lo que toca, y hasta acabar creyendo verla efectivamente, y que ellas eran las equivocadas al principio. No s¨¦ si me explico -a?ad¨ª dud¨¢ndolo. A menudo me hago un l¨ªo, no soy muy ducho yo hablando-.

Pero Sara no debi¨® de prestarme atenci¨®n apenas, segu¨ªa m¨¢s bien a lo suyo, mirando con rechazo el cuadro.

-Es como si a Giovanni le hubieran hecho un retrato cuando yo lo conoc¨ª. -Pens¨¦ que quiz¨¢ los ojos acuosos y el pelo rubi¨¢ceo la hab¨ªan llevado a asociarlos, s¨®lo eso: Lambea era atractivo, para algunas mujeres seguro; yo lo encontraba un imb¨¦cil-. Estaba muy enfermo, ?sabe? Se puede decir que le salv¨¦ yo la vida. Entonces ten¨ªa un aspecto casi tan deprimente como ese joven, pintado as¨ª ya para siempre. As¨ª lo han visto y lo seguir¨¢n viendo los siglos. Ahora se lo ve saludable, a mi marido. En forma. Ahora se le podr¨ªa hacer el retrato, pero no entonces. Habr¨ªa sido una crueldad, entonces.

-?Le salv¨® la vida? Pero usted no es m¨¦dico, ?verdad? ?En qu¨¦ sentido?

Me pareci¨® que Sara se sonrojaba lev¨ªsimamente, quiz¨¢ arrepentida de haberlo expresado tan sin mediaci¨®n, sin ambages. Pero eso significaba que esa era la idea que ella ten¨ªa interiorizada, lo que cre¨ªa, aunque seguramente no soliera manifestarlo. Se apresur¨® a matizar:

-Bueno, claro, no es que se la salvara literalmente. Lo hicieron los m¨¦dicos. Pero fui yo quien lo convenci¨® de acudir a ellos, a unos y a otros, en el extranjero, fuimos a tres pa¨ªses, ?se imagina?, hasta que nos dieron una esperanza. Quien le dio tenacidad, quien lo acompa?¨® en todas las fases, quien estuvo a su lado cuando el trasplante y luego, largas estancias en los hospitales, pruebas y m¨¢s pruebas, controles y m¨¢s controles; quien le dio ilusi¨®n y fuerzas, y lo anim¨® a seguir viviendo. Y quien ahora procura que no se exceda y se cuide como es debido. No me hace mucho caso, se cree que no hace falta, a menudo se pone en peligro por nada. Pero si no estuviera yo, supongo que ya habr¨ªa muerto.

As¨ª que esa era la inversi¨®n biogr¨¢fica, quiz¨¢ m¨¢s que sentimental, que Sara Lambea hab¨ªa hecho. Suficiente, pens¨¦, en efecto, para continuar junto a su marido y considerarlo como de porcelana. Es suficiente creer que la vida de alguien depende de la presencia de uno para no neg¨¢rsela, para no sentirse libre de irse en cualquier momento, por harto que se est¨¦ de su compa?¨ªa y de la vida diaria. Esa era la mezcla de devoci¨®n y hartazgo que yo hab¨ªa percibido en ella desde el principio. La devoci¨®n pertenec¨ªa al pasado, se hab¨ªa extendido o prolongado m¨¢s all¨¢ de su nacimiento, su crecimiento, su estallido, su periodo de duraci¨®n y su entera vida. De hecho deb¨ªa de haber muerto hac¨ªa tiempo para dar paso al hartazgo, que pertenec¨ªa al presente y tambi¨¦n al futuro, previsiblemente. Y sin embargo all¨ª permanec¨ªa encadenada como un fantasma, la devoci¨®n difunta m¨¢s all¨¢ de su fallecimiento, como esos retratos antiguos de los patriarcas que presid¨ªan los salones de las casas indefinidamente, a lo largo de generaciones a veces, mirando con gesto serio, o exigente, o severo, a todos los descendientes, los pr¨®ximos y los remotos. O como el retrato de un rey que nadie quita. En el chistoso, caprichoso, chinchoso Giovanni de ahora viv¨ªa tambi¨¦n el desvalido y d¨®cil de antes, el que hab¨ªa estado enfermo o directamente desahuciado, el que habr¨ªa suplicado compasi¨®n y ayuda y habr¨ªa convencido a Sara de ser para ¨¦l imprescindible, la salvaci¨®n, eternamente. Qui¨¦n sab¨ªa si a¨²n lo era o ya en modo alguno, pero hay persuasiones que arraigan de tal manera que luego ni el persuasor puede arrancarlas.

-?Cu¨¢nto hace de eso? -le pregunt¨¦.- ?De que se conocieran, de ese trasplante? ?De qu¨¦ fue?

-Van a cumplirse doce a?os. -S¨®lo me contest¨® eso-.

Tiempo de sobra para que hubiera caducado la misi¨®n iniciada entonces. Pero tambi¨¦n tiempo de sobra para que a estas alturas Sara fuera ya incapaz de renunciar a ella. El que s¨ª pod¨ªa era Giovanni, parec¨ªa probable. Se sentir¨ªa bien, se sentir¨ªa curado, aquellas lejanas fases de miedo y aquel peregrinaje de esperanza los habr¨ªa olvidado deliberadamente, y lo ¨²nico que guardaba, acaso, era la costumbre de preocupar a Sara, de alarmarla y mantenerla en un perpetuo sobresalto. De sentirse muy querido por ella, de tener a alguien al tanto de cada paso suyo, y de cada desobediencia. Y de no anularle su inversi¨®n, tambi¨¦n eso.

Cuando regres¨® de sus reuniones y se sent¨® en la brasserie a nuestra mesa, lo not¨¦ algo malhumorado, algo irritable, menos est¨²pidamente festivo que lo que sol¨ªa mostrarse. Pero no abatido ni angustiado ni temeroso. Las cosas no habr¨ªan marchado a su gusto, pero eso no lo habr¨ªa llevado a inferir que hab¨ªa ca¨ªdo en desgracia ni que fuera a pasarle nada, ante ¨¦l habr¨ªan disimulado. Al pensar eso en singular, s¨®lo a ¨¦l referido, record¨¦ que la advertencia hab¨ªa sido en un plural inequ¨ªvoco: 'Los Lambea', hab¨ªan dicho. 'Los Lambea han ca¨ªdo en desgracia'. Me pregunt¨¦ por qu¨¦ tambi¨¦n ella, no parec¨ªa participar apenas en los asuntos de su marido, aunque quiz¨¢ no los desconociera, seguramente velar por ellos hab¨ªa sido parte de sus funciones desde el principio, dadas las circunstancias. 'Tal vez para que nadie d¨¦ la lata luego ni indague con mucho ah¨ªnco', pens¨¦; 'para que no quede nadie que haga preguntas ni se vaya a tomar molestias'. Seguro que no ten¨ªan hijos, o Sara no habr¨ªa podido ser tan maternal con Giovanni, a su manera impacientada, o como de enfermera. 'O acaso para no dejarla en el mundo sin misi¨®n que cumplir, un mundo demasiado hueco'. Pero no cre¨ªa que pudieran tener mis jefes semejantes consideraciones.

Hab¨ªa transcurrido ya la ma?ana sin contratiempos ni sustos, en realidad d¨ªa y medio desde su aterrizaje en Madrid, y unas quince horas a partir del feo aviso, faltaban unas ocho m¨¢s hasta su partida, hab¨ªa que llenarlas y atravesarlas con extremo cuidado. Los escasos pasos que hab¨ªamos dado Sara y yo por las calles -cruzar el Paseo del Prado hasta alcanzar el Museo, la vuelta, poco m¨¢s- se me hab¨ªan convertido en un breve sufrimiento. En cada persona con la que nos encontr¨¢bamos hab¨ªa visto a un asaltante, en cada coche una embestida, un atropello, en cada obra (siempre mil en Madrid) un accidente, una trampa; en los guardianes del museo, en los turistas y en los camareros, posibles y diversos sicarios. 'Yo no puedo intervenir', pensaba ante cada imaginario riesgo, 'o no debo. Si los van a matar, no impedir¨¦ yo que lo hagan. Si algo cae sobre ellos desde un andamio, he de permitir que caiga, y que d¨¦ en el blanco'. Hab¨ªa abrigado la vaga esperanza de que Giovanni no regresara nunca de sus reuniones, de que padeciera el siniestro por su cuenta, mientras estaba ausente, y la mujer pudiera entonces quiz¨¢ librarse. Incluso hab¨ªa dudado si llamar para interceder por ella con discreci¨®n, para consultar si no pod¨ªa a ella salvarla, en caso de que les ocurriera algo, en efecto, durante aquellos d¨ªas a mi cuidado. Giovanni me resultaba antip¨¢tico y a Sara en cambio le cog¨ª simpat¨ªa, no m¨¢s que eso, quiz¨¢ por su largo esfuerzo, o quiz¨¢ me agradaba su mirada serena verde que se alarmaba f¨¢cilmente. Pero sab¨ªa que esa clase de iniciativa no iba a ser nada grata ni bien acogida. Me di cuenta de pronto de que mi posici¨®n durante esas horas que se avecinaban era semejante a la de Sara en su vida respecto a su marido: si les negaba mi presencia, corr¨ªan mayor peligro, los dejaba m¨¢s al descubierto. La mejor forma de que yo 'no me matara por ayudarlos', seg¨²n la orden o expresi¨®n empleada, era no verme siquiera tentado a ello, no poder ni intentarlo, no estar ya presente cuando sucediera. Pero es suficiente creer que la vida de alguien depende de la presencia de uno para no neg¨¢rsela, para no sentirse libre de irse en cualquier momento, o no del todo. Si yo no me apartaba de ellos, quiz¨¢ todo fuera m¨¢s dif¨ªcil, y vivir¨ªan al menos hasta llegar a Roma.

Fue entonces cuando son¨® el tel¨¦fono, que hab¨ªa permanecido extra?amente callado durante quince horas, aquel s¨®lo serv¨ªa para una l¨ªnea, para las dem¨¢s usaba el m¨ªo. Y me orden¨® que me apartara.

-No los acompa?es al aeropuerto cuando llegue la hora -me dijo la voz conocida-. M¨¦telos en un taxi e inventa algo, pero ah¨®rrate t¨² el trayecto. E ind¨ªcale al taxista que no corra mucho, los se?ores se marean.

Colgu¨¦ o me colgaron -siempre eran concisos- y supuse lo que suceder¨ªa; recurrir¨ªan a los peruanos, o a los colombianos. Hay bandas de individuos de esos y de otros or¨ªgenes que se atraviesan con su coche o sus coches ante otro que se dirige o viene del aeropuerto, o le tocan con insistencia el claxon hasta que se frena, les gustan los reci¨¦n llegados o los que ya se marchan, con maletas repletas todos. Los fuerzan a detenerse mediante alg¨²n subterfugio o falsa alarma y en seguida a desviarse, los escoltan o gu¨ªan hasta un descampado y all¨ª los desvalijan a voluntad. No suelen matarlos, aunque no salen de los autom¨®viles hasta estar bien embozados, rara vez hay testimonios en contra de nadie. Pero tampoco se sabe nunca c¨®mo acaban esas cosas, esos secuestros parciales, o tan breves. Giovanni, con su natural imprudencia, ser¨ªa capaz de hacerles frente o de fingir hac¨¦rselo, y as¨ª les dar¨ªa pretexto para fulminarlo si necesitaban pretexto; para que constara en la versi¨®n del taxista, a ¨¦ste lo dejar¨ªan para contarlo, fue un atraco que acab¨® torci¨¦ndose.

As¨ª que me despreocup¨¦ -es un decir- de momento, y ya no tuve inconveniente en llevar a los Lambea a pasear por el centro, en que vieran el Palacio Real y los Jardines de Sabatini y el Campo del Moro y la Catedral abominable, la Plaza Mayor devastada y las calles en que vivieron Calder¨®n de la Barca y la Princesa de ?boli y Lope de Vega y Cervantes y en la que fue asesinado Escobedo, Sara dijo estar interesada, a Giovanni nada le importaba nada, segu¨ªa de mal humor, sigui¨® chinchando. Hasta el punto de que cuando en la nueva tarde tard¨ªa o ya era perezosa noche los ayud¨¦ a bajar el ligero equipaje no muy repleto hasta la parada de taxis del Hotel Palace, o m¨¢s bien dirig¨ª al botones, me alegr¨¦ durante un instante de ir a perderlo de vista hasta el fin de los tiempos. Fue s¨®lo un instante porque a¨²n no ve¨ªa seguro que no fuera a acompa?arlos, quiero decir que al final no decidiera subirme con ellos al taxi, pese a las instrucciones de la voz telef¨®nica conocida. Me hab¨ªa ya disculpado, les hab¨ªa ya advertido de mi imposibilidad absoluta, un asunto imprevisto e impostergable, en el aeropuerto no tendr¨ªan problemas, all¨ª cualquiera podr¨ªa orientarlos si lo precisaban, el taxista les echar¨ªa una mano con los escasos bultos, me encargaba yo de eso, le pagar¨ªa de antemano el trayecto y apuntar¨ªa sus n¨²meros de matr¨ªcula y licencia; sin cuidado. (Y bien que hab¨ªa de apuntarlos, para en seguida comunicarlos; aunque alguien los habr¨ªa ya tomado, estar¨ªa alguien observando.) Sara lo comprendi¨® ('Faltar¨ªa m¨¢s, ya ha hecho usted demasiado', me dijo) y a Giovanni pareci¨® incomodarlo, estaba acostumbrado a que se lo hiciera sentir importante desde que se levantaba hasta que se acostaba, sobre todo si andaba de visita, invitado en el extranjero. Pero tal vez lo vio l¨®gico, como consecuencia de no haber llegado a un acuerdo, o de que no se hubieran satisfecho sus expectativas o sus pretensiones. No cre¨ªa haber ca¨ªdo en desgracia, eso era seguro, pero acaso s¨ª haber cedido terreno, perdido influencia. A¨²n deb¨ªa de creerlos recuperables, cualquier d¨ªa de estos: por ufano era optimista.

El equipaje ya estaba cargado y yo a¨²n vacilaba. Se despidieron, me dieron las gracias por todo, Giovanni maquinalmente, Sara con ese f¨¢cil calor con que se dice adi¨®s a los desconocidos esenciales, c¨®mo expresarlo: a quienes lo eran hasta un d¨ªa o dos antes y van a volver a serlo, como si no hubieran existido. Si al cabo de seis meses nos encontr¨¢ramos fuera de aquel contexto, por ejemplo en un aeropuerto, ella no me reconocer¨ªa, as¨ª es como van las cosas. Pero en aquel momento se mostr¨® casi efusiva, me bes¨® en la mejilla, con el calor que no compromete ni se puede tener en cuenta. Lament¨¦ ser para siempre eso, un esencial desconocido, aunque su siempre fuera a ser corto, lo m¨¢s probable.

?l entr¨® antes que ella en el taxi, en atenci¨®n a su falda estrecha o por hartazgo o por prisa. Yo estaba siempre a tiempo de montar al lado del ch¨®fer y exclamar: 'Qu¨¦ diablos, los acompa?o; no me va a retrasar eso tanto'. Pero no habl¨¦, y me cruz¨® un pensamiento de muy exigua esperanza: 'Tampoco es f¨¢cil que les ocurra nada, es improbable', me dije. 'Con tanto tr¨¢fico como hay hacia Barajas, esas maniobras de interceptaci¨®n se hacen dif¨ªciles, podr¨ªan ocasionar un instant¨¢neo atasco o un choque y que la operaci¨®n se fuera al traste, s¨®lo deben de abordar en las carreteras secundarias'. Pero tambi¨¦n me imaginaba que si no eran los peruanos ni los colombianos, podr¨ªan inventar otra cosa. Estuve a punto de abrir la portezuela en el ¨²ltimo segundo, para no negarles mi presencia ni ser del todo un desconocido. Se me lleg¨® a ir la mano hacia ella, sin decisi¨®n y sin alcanzarla, y vi arrancar el taxi y empezar a alejarse, con el antiguo enfermo sanado a bordo y su enfermera eterna. Disminuyeron sus nucas y pens¨¦: 'Que ella no se d¨¦ la vuelta, por favor, que no se despida mir¨¢ndome'. Un sem¨¢foro los oblig¨® a detenerse cuando a¨²n estaban a poca distancia. Y entonces lo vi con temor, la vi volver la cabeza un instante, y por pen¨²ltima vez en el mundo su devoto brillo verde.

No supe quedarme. Alc¨¦ el brazo, di una voz, camin¨¦ velozmente hacia el taxi o corr¨ª casi, confiando en que no se les abriera el disco hasta que los hubiera alcanzado, me esperar¨ªan en todo caso, ella me hab¨ªa visto hacer el gesto. Entonces s¨ª abr¨ª la portezuela delantera derecha y me sent¨¦ al lado del taxista, y a los Lambea les dije:

-Qu¨¦ diablos, los acompa?o; no me va a retrasar eso tanto.

El coche reanud¨® la marcha, nada m¨¢s cerrar yo la puerta. Mir¨¦ hacia delante. Lo que hubiera de pasar pasar¨ªa, aunque yo estuviera all¨ª, probablemente. Lo que en cambio era nuevo y casi seguro es que ahora yo tambi¨¦n habr¨ªa ca¨ªdo en desgracia.

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