Mongolia, Varsovia, Londres
Los informativos de Canal Sur han mostrado esta semana unas im¨¢genes verdaderamente terribles sobre las condiciones en las que viven miles de ni?os en Mongolia. Es cierto que esas im¨¢genes son perfectamente intercambiables con muchas otras de otros tantos lugares del mundo en que sobre la infancia se hace caer una inmensa carga de desgracias, humillaciones y las m¨¢s aberrantes formas de explotaci¨®n. Pero en este caso, y quiz¨¢s porque las im¨¢genes vistas en el informativo de mediod¨ªa se repitieron en el de la noche, hubo algo que me llam¨® la atenci¨®n de manera especial, tanto que las retuve para repasarlas. Hab¨ªa algo en ellas que merec¨ªa algo m¨¢s de atenci¨®n.
La secuencia dura apenas treinta segundos. En una calle totalmente devastada por la pobreza, a una hora que parece el final de la tarde, tres ni?os de siete u ocho a?os levantan la tapadera de una alcantarilla que hay en la calle y desaparecen por ese agujero; bajan al subsuelo inmediato y all¨ª se sientan, en un lugar m¨¢s oscuro y m¨¢s sucio que la superficie pero m¨¢s caliente y m¨¢s seguro. All¨ª pasar¨¢n la noche. Y eso es todo. Lo que me llama tanto la atenci¨®n es esa manera de desaparecer los ni?os de nuestra vista, huyendo de la superficie del mundo en la que los hemos puesto.
No hace falta mucho tiempo para que asocie esa imagen a otra: cuando Wladyslaw Szpilman, el protagonista de El pianista de Polanski sale por fin de su refugio en el gueto de Varsovia y lo vemos solo en medio de una ciudad devastada por la guerra. Ha logrado sobrevivir, ¨¦se es el milagro que cuenta Polanski, pero ese humano que emerge a la segunda mitad del siglo XX tiene ya el desvalimiento, la fragilidad y el desamparo que hab¨ªa visto repetido en los ni?os de Mongolia. Hay un destino que obliga a vivir escondido de semejantes que acosan con la guerra y la miseria, a escapar a la mirada que seguramente est¨¢ poniendo condiciones a la vida, a la supervivencia. Y los ni?os huyen.
En Navidad, la publicidad los muestra felices y limpios. Son reclamos: otra instrumentalizaci¨®n que no por estar a la luz y a la vista de todos es menos miserable. As¨ª es como los queremos ver, y s¨®lo as¨ª. Polanski estrena ahora una versi¨®n de Oliver Twist que las compa?¨ªas a¨¦reas no van a proyectar en sus vuelos porque en un momento de la pel¨ªcula hay un poco de sangre en el labio del ni?o protagonista, al que acaban de darle un pu?etazo. Tambi¨¦n quer¨ªan que Polanski suprimiera de la banda sonora el quejido de un perro al que dan una patada. El problema no es ni el pu?etazo ni la patada, sino la sangre que puede verse y el quejido que puede o¨ªrse.
Hay que adornar a los ni?os como adornamos las calles y las casas. No podemos correr el riesgo de que ellos, que son el espejo de nuestra inocencia, queden empa?ados por el reflejo de realidades menos brillantes, impropias de esta felicidad. En Londres, que en la infancia de Oliver Twist era la ciudad m¨¢s grande del mundo; en Varsovia, que en los a?os cuarenta del siglo XX alberg¨® un gueto imborrable de la memoria; en Mongolia, que resulta incluso dif¨ªcil de situar en el mapa: en todas partes esa imposibilidad de ver. Los ni?os huyen. Qu¨¦ estaremos haciendo.
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