El juez sangriento
George Jeffreys orden¨® crueles ejecuciones, torturas monstruosas y la deportaci¨®n de centenares de ingleses a las colonias de Am¨¦rica. Primero al servicio de Carlos II y despu¨¦s al de Jaime II, supo bandearse entre protestantes y cat¨®licos y mantenerse fiel a una ¨²nica ley: su propia crueldad.
El 15 de mayo de 1648 vio la luz en Acton Park (Pa¨ªs de Gales) uno de los personajes m¨¢s oscuramente siniestros de la historia del Reino Unido, y tambi¨¦n uno de los m¨¢s da?inos, manipuladores y sanguinarios: el juez George Jeffreys, lord de Justicia de la corona y responsable de m¨¢s de 320 ejecuciones directas, as¨ª como de la muerte, despu¨¦s de suplicios horrorosos, de otros 300, por el simple hecho de ser cat¨®licos y haberse negado a abjurar de sus creencias. Otros tantos, al menos, fueron deportados a las colonias de Am¨¦rica para ser vendidos como esclavos. Estamos, pues, ante uno de los m¨¢s crueles hijos de puta de ese infausto periodo de la historia de Europa. Si se estudia un poco la figura de Jeffreys nos encontramos ante un tiranuelo de follet¨ªn; un precedente de los tribunales r¨¢pidos, de las ejecuciones masivas y hasta las SS hitlerianas. Su reputaci¨®n de hombre estricto y justiciero se debi¨® a su manera de reaccionar ante la revuelta del duque de Monmouth. Esta represi¨®n le vali¨® un fulgurante ascenso en su carrera, y a los 33 a?os fue nombrado lord canciller de la corona por Jaime II, en 1685, posici¨®n que conserv¨® hasta la ca¨ªda del rey pocos a?os m¨¢s tarde.
Es curioso constatar c¨®mo en la historia de Inglaterra los hechos m¨¢s sanguinarios, la corrupci¨®n y la arbitrariedad en la administraci¨®n de justicia se han visto siempre cubiertos y justificados en nombre del rey, de la ley y hasta de Dios. Jeffreys, que fue un inquisidor comparable s¨®lo a Torquemada, ejerci¨® su mandato sin el apoyo oficial del rey ni de las propias leyes, que, en el ¨¢mbito de la herej¨ªa o la traici¨®n pol¨ªtica, ni siquiera exist¨ªan oficialmente. Este gran inquisidor no recibi¨® tal apelativo, pues ese nefasto cargo no exist¨ªa, entre otras cosas porque la Inquisici¨®n tampoco existi¨® oficialmente en Inglaterra. Los inquisidores eran inquirers, es decir, investigadores o m¨¢s bien preguntones. Su misi¨®n era, oficialmente, la de interrogar a los s¨²bditos de la corona sobre la posible implicaci¨®n de ¨¦stos en actos de herej¨ªa o corrupci¨®n. Preguntar, hemos dicho. No ten¨ªan poder real para castigar y mucho menos para ejecutar a nadie. Era una c¨ªnica careta para ocultar su verdadero rostro de tiranos sanguinarios. Esto queda claro cuando se constata que las monstruosas sentencias y ejecuciones de Jeffreys fueron siempre respaldadas por Jaime II, y que s¨®lo cuando ¨¦ste fue destronado, el juez canciller cay¨® en desgracia, a tal extremo que escap¨® milagrosamente a un linchamiento popular. Se encerr¨® voluntariamente en la Torre de Londres pensando que all¨ª era intocable, y lo fue; tanto que ni siquiera recibi¨® una medicaci¨®n adecuada para sus enfermedades y poco despu¨¦s muri¨® (de muerte natural, tuvo esa suerte), y su nombre y sobre todo sus haza?as fueron poco a poco olvid¨¢ndose.
George Jeffreys fue, objetivamente, un hombre fiel a su rey y a la ley. Ahora bien, ?qu¨¦ rey y qu¨¦ ley? Primero fue leal a Carlos II, pero despu¨¦s a Jaime II, cuyas creencias eran diametralmente opuestas a las de Carlos. En aquel mundo de ignorancias y servidumbres supo imponerse con su segundo se?or, ahogando en sangre la rebeli¨®n, casi s¨®lo una revuelta, de Guillermo de Orange, aunque a partir de ah¨ª su relevancia fue disminuyendo. No es extra?o porque Jeffreys no fue nunca leal a nadie m¨¢s que a s¨ª mismo. Era un hombre muy inteligente que ten¨ªa que bandearse, para su propio provecho, entre cat¨®licos y protestantes. Por eso seguramente no quiso nunca leyes escritas, sino decretos y sentencias que ni siquiera sentaban jurisprudencia. No debemos olvidar que el derecho romano, base de nuestro sistema legal, no se conoc¨ªa ni en Inglaterra, ni en la Europa del centro o del norte, mucho m¨¢s atrasadas. Los ¨¦xitos pol¨ªticos de Jeffreys fueron puntuales en general, siempre apoy¨¢ndose en las represiones m¨¢s crueles. Fueron premios de la corona a su utilidad como ejecutor, a pesar de la ausencia total de una legislaci¨®n que apoyara sus acciones. Pas¨® de ser algo as¨ª como el valido de Carlos II, protestante, a serlo de Jaime II, cat¨®lico. ?l consigui¨® que sus m¨¦ritos fueran distinguidos por el uno y el otro. Ordenado caballero en 1677, ascendido en 1680 a lord de Justicia de Chester, Carlos II le hizo bar¨®n en 1681, y dos a?os despu¨¦s se convirti¨® en lord de Justicia del reino. ?l subordinaba su imparcialidad como juez a sus ambiciones pol¨ªticas. La pena capital, que no exist¨ªa en Inglaterra para delitos de opini¨®n, fue, sin embargo, una de las bases de su poder. Se vali¨® de sus atribuciones para dictar sentencias tan arbitrarias como la de Algernon Sidney, condenado y ejecutado sin pruebas de una m¨ªnima solidez en la llamada conjura de Rye House, aunque este nefasto proceso hizo que Jeffreys se convirtiera en bar¨®n Jeffreys. Es sorprendente c¨®mo consigui¨® ventajas y ascensos por razones inconfesables o, en el mejor de los casos, injustificadas. Jeffreys no era ni siquiera abogado. Curs¨® estudios, eso s¨ª, en las escuelas de Sant Paul y Westminster, y en el Trinity College, en Cambridge, pero nunca lleg¨® a graduarse en ninguno de estos centros universitarios. Tampoco lleg¨® a tomar ninguna orden. Era un paisano de lujo para la corona. Desde su infancia hab¨ªa mostrado un excepcional talento, pero nunca destac¨® como estudiante. Era un hombre disoluto, bebedor e inmoral que empleaba m¨¢s su tiempo en embriagarse en compa?¨ªas nada recomendables y en mantener oscuras relaciones con gentes indeseables. Esto le hab¨ªa creado una contradictoria reputaci¨®n. El hombre severo e implacable parec¨ªa ser al mismo tiempo un golfo indeseable. Al principio, nadie se tom¨® en serio las acusaciones de disoluto y pervertido que llov¨ªan sobre ¨¦l. Sobre todo gracias a su amistad con juristas y pol¨ªticos de reconocida reputaci¨®n e influencia, incluso con la duquesa de Portsmouth, favorita del rey. Todas estas distinciones le otorgaron ante el pueblo, y ante s¨ª mismo, un estatus de intocable, de poder paralelo incluso m¨¢s fuerte que el propio rey. Su f¨ªsico era atractivo y vest¨ªa con elegancia, quiz¨¢ demasiado ostentosa, aunque sabemos que aquellas casacas y aquellas pelucas blancas, largas y rizadas ocultaban la mugre m¨¢s repelente, y los fuertes perfumes trataban de imponerse sobre el hedor de los cuerpos, combinado con el sudor, los orines y los restos de semen.
El mayor problema con Jeffreys es que nunca tuvo una visi¨®n de Estado, una concepci¨®n clara de sus poderes y de sus deberes; se convirti¨® en un tiranuelo que hac¨ªa y deshac¨ªa a su capricho, conservando s¨®lo la fidelidad, cogida con pinzas, al rey de turno o a los personajes realmente influyentes. En esa carrera sin freno hizo m¨¢s estrictas las ordenanzas contra los s¨²bditos m¨¢s d¨¦biles y pobres. Pero adem¨¢s utiliz¨® a todos en su propio beneficio y placer. Su crueldad le llev¨®, por ejemplo, al perfeccionamiento de la pena capital. Hasta entonces, las ejecuciones eran en la horca, pero ¨¦l las sofistic¨® de la manera m¨¢s macabra. Los reos deb¨ªan ser colgados en lugar p¨²blico, a la vista de todos, pero ten¨ªan que ser descolgados de la horca antes de morir y los verdugos deb¨ªan partir los cuerpos en cuatro partes a hachazos, a poder ser cuando los ejecutados estaban a¨²n vivos. Jeffreys sol¨ªa contemplar estas ejecuciones desde sus habitaciones privadas en la Torre, y aunque ninguna cr¨®nica de la ¨¦poca nos lo describe, es presumible que Jeffreys se regodeara en la contemplaci¨®n de tales carnicer¨ªas. Su justificaci¨®n, si es que la hab¨ªa, era que ese sistema servir¨ªa de escarmiento a quienes atentaban contra Dios o contra el rey.
Ni siquiera el populacho gozaba con semejantes espect¨¢culos, al contrario de como lo hiciera a?os m¨¢s tarde con la guillotina durante la Revoluci¨®n Francesa. La raz¨®n es simple: las ejecuciones de Jeffreys eran largas, interminables, mientras las de madame Guillotine eran limpias y r¨¢pidas, y escarmentaban al menos tanto como las del sanguinario juez. ?ste se aprovechaba adem¨¢s de estos horrores para su propio placer: Jeffreys era un s¨¢dico sin creencias que lo subordinaba todo a su propio provecho. Su carrera fue un vaiv¨¦n entre honores, prebendas e ignominias. Los mismos que le encumbraron tardaron muy poco en tildarle de inhumano y malvado. Fue cabeza visible de protestantes, pero tambi¨¦n de cat¨®licos. Con su inteligencia, y sobre todo con su palabrer¨ªa -seg¨²n las cr¨®nicas, era un hombre de discurso fluido y brillante, como no pocos tiranos de todos los tiempos-, lograba convencer a todos (plebeyos o lores, cat¨®licos o protestantes) y consegu¨ªa justificar a corto plazo lo injustificable: las mutilaciones y las torturas a supuestos o supuestas herejes -si eran mujeres era capaz de inventar las torturas m¨¢s terribles-, a veces en pro de la justicia o el orden, a veces para ahogar los brotes her¨¦ticos. Al estar investido de la m¨¢xima autoridad, sus actos no ten¨ªan la misma repercusi¨®n que los de los inquisidores franceses (los dominicos en Francia sufrieron el gran desprestigio despu¨¦s de las matanzas de herejes de Cataros en Albi) o de los inquisidores espa?oles, torpes alumnos de Torquemada y groseros defensores de un supuesto orden religioso.
En Inglaterra, esto se hizo mucho mejor. En primer lugar, los tribunales eran simplemente locales y sin poderes ejecutivos, y aparentemente segu¨ªan basados en la presunci¨®n de inocencia de los acusados. Y sus dict¨¢menes eran, al menos oficialmente, recomendaciones o sugerencias a la autoridad. En cambio, en la Europa del sur y del este, los tribunales de la Inquisici¨®n ten¨ªan una vigencia estatal y eran todopoderosos. De hecho, los tribunales ingleses depend¨ªan casi al ciento por ciento de la personalidad de cada juez y de sus decisiones. George Jeffreys fue el lord canciller de Justicia en el principal tribunal de Inglaterra, el Old Baily de la ciudad de Londres. ?l, que era casi un showman, se convirti¨® en un personaje popular. Dado que adem¨¢s era un hombre con gran sentido del humor, sus comentarios, hasta las simples preguntas a los acusados, divert¨ªan al populacho. Y Jeffreys se ensa?aba con sus iron¨ªas, sobre todo con las mujeres. Cuando encontr¨® la f¨®rmula: herej¨ªa igual a brujer¨ªa y brujer¨ªa igual a brujas, o sea, a mujeres, su ¨¦xito se hizo a¨²n mucho mayor. El Old Baily se convirti¨®, en muchas ocasiones, en un odioso espect¨¢culo en el que chicas inocentes sufr¨ªan el escarnio de la palabra de Jeffreys, las torturas consiguientes y las condenas por brujer¨ªa, que sol¨ªan ser la muerte de la acusada en la hoguera, como espect¨¢culo p¨²blico. Est¨¢ comprobado que el n¨²mero de ejecuciones de mujeres ordenadas por Jeffreys fue muy superior al de hombres. ?Eran las mujeres especialmente malvadas? No, simplemente serv¨ªan mejor para el espect¨¢culo popular. Acusadas de brujer¨ªa, se las somet¨ªa a unas pruebas que determinar¨ªan su triste futuro: si las heridas que les inflig¨ªan no sangraban o si el agua hirviente sobre sus cuerpos dejaba de humear, eran culpables, y nadie ten¨ªa potestad para contradecir los dict¨¢menes de aquel tribunal. Muchas veces, jueces y verdugos se recreaban en la ejecuci¨®n de estas pruebas, desnudando p¨²blicamente a las encausadas, quemando e hiriendo sus cuerpos sin la menor piedad hasta que, vencidas, admit¨ªan estar al servicio del demonio y aceptar el castigo que se les impusiera. Como casi ninguna sab¨ªa escribir, ten¨ªan que poner una cruz al pie de su declaraci¨®n. Despu¨¦s, las ejecuciones en la hoguera eran lentas y monstruosas. S¨®lo si las encausadas o sus familias ten¨ªan dinero y pagaban a los verdugos, ¨¦stos aceleraban su agon¨ªa, atravesando sus cuerpos con espadas o lanzas o precipit¨¢ndolos en la hoguera. En cuanto a los hombres, la mayor parte de las veces eran condenados a la esclavitud y vendidos en las Indias Occidentales al mejor postor. As¨ª nacieron, entre esclavos y nativos de aquellos lugares, muchas de las poblaciones de la Am¨¦rica colonial que pronto fueron adquiriendo una importancia mucho mayor de la deseada por sus fundadores. Jeffreys, de ese modo, fue, sin quererlo, un impulsor -no el ¨²nico, pero s¨ª uno de los m¨¢s importantes- del nacimiento de pa¨ªses que, como Australia, Nueva Zelanda o la Columbia Brit¨¢nica, llegar¨ªan a ser naciones fuertes y pr¨®speras. Dependientes del Imperio Brit¨¢nico, pero cada d¨ªa m¨¢s aut¨®nomas e independientes.
En los ¨²ltimos tiempos de su cruel mandato -un mandato por lo dem¨¢s metaf¨ªsico, que Jeffreys convirti¨® en real-, su crueldad y su tiran¨ªa se hicieron m¨¢s y m¨¢s ostensibles. Ya no escond¨ªa arteramente sus poderes bajo el b¨¢culo episcopal, ya apenas alud¨ªa a la herej¨ªa o a la revoluci¨®n como instigadoras de sus violentas represiones. Sus propios amigos y colaboradores m¨¢s estrechos le tem¨ªan. Sus reacciones se fueron haciendo m¨¢s imprevisibles; sus crisis de ira, m¨¢s violentas; sus injusticias, m¨¢s evidentes. Nadie sab¨ªa por qu¨¦, ni siquiera sus m¨¢s allegados. Hombre solitario y falsamente asc¨¦tico, jam¨¢s admiti¨® la m¨¢s poderosa raz¨®n de su furia y su violencia: Jeffreys padec¨ªa una cada d¨ªa m¨¢s grave enfermedad. Las fiebres le consum¨ªan. Su aparato digestivo se degradaba, produci¨¦ndole dolores insoportables, y las almorranas eran un suplicio dif¨ªcilmente disimulable. Pasaba la mayor¨ªa del tiempo sentado en su sill¨®n de juez: un sill¨®n g¨®tico, de madera, que fue su ¨²nico asiento durante muchos a?os y que le era ya imposible de soportar. No quiero decir que esto justificase la maldad implacable de sus actos, ni siquiera que le humanizara, pero es de reconocer que sin esos terribles dolores y ese suplicio f¨ªsico es posible que Jeffreys hubiera sido un poco m¨¢s humano y sus actos no hubieran parecido siempre guiados por su odio a cualquier h¨¢lito de esperanza o de justicia. Cuando se encerr¨® a s¨ª mismo en la Torre de Londres, temeroso de la venganza de sus conciudadanos, seguramente sab¨ªa que nunca volver¨ªa a salir de all¨ª. Depuesto Jaime II, con un nuevo rey extranjero, debi¨® de decidir conscientemente el final de su siniestro mandato. Al poco tiempo muri¨® en su celda de un ataque al coraz¨®n, desprovisto de sus t¨ªtulos, de sus riquezas.
Jeffreys fue el adelantado y mensajero de muchas de las calamidades que se cernir¨ªan sobre Inglaterra y otros muchos pa¨ªses occidentales. Y quiz¨¢ por primera vez en varios siglos, los destinos de Europa y de parte de Am¨¦rica no fueron trazados por reyes o caudillos, sino por un oscuro hijo de puta vengativo que ojal¨¢ Dios no tenga en su gloria.
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