El amigo invisible
La nostalgia, la soledad, la familia y la vida?, algunos de los t¨®picos que asaltan por sorpresa a muchos en estas fechas, son los elementos que el periodista y escritor Julio Llamazares maneja para crear un RELATO que podr¨ªa ser el de nadie o el de casi todos en alg¨²n momento.
La nostalgia, la soledad, la familia y la vida?, algunos de los t¨®picos que asaltan por sorpresa a muchos en estas fechas, son los elementos que el periodista y escritor Julio Llamazares maneja para crear un RELATO que podr¨ªa ser el de nadie o el de casi todos en alg¨²n momento.
La Navidad, ese a?o, le sorprendi¨® en la ciudad por vez primera en su vida. Siempre las pasaba fuera, con su familia, en Palencia, o trabajando en cualquier lugar del mundo. Pero ese a?o, la jubilaci¨®n, que le cogi¨® por sorpresa y sin tiempo para adaptarse a ella, hizo que la Navidad le sorprendiera en Madrid, al contrario de lo que habr¨ªa querido.
Juan detestaba la Navidad, como muchos. Detestaba ese sentimentalismo falso que se apodera de la gente en esas fechas y el af¨¢n consumista de que se adorna, sobre todo en los pa¨ªses ricos. Juan estaba ya m¨¢s acostumbrado a las navidades de los m¨¢s pobres, que era donde sol¨ªa pasarlas.
Lo hac¨ªa por vocaci¨®n, pero tambi¨¦n huyendo del suyo. Y de su propia vida. Juan, como periodista, era un tipo extra?o, pero lo era a¨²n m¨¢s como personaje. Solitario y de vuelta de casi todo, inteligente y muy intuitivo, Juan se hab¨ªa forjado una imagen de vagabundo ilustrado y de desarraigado amable que le daba una aureola misteriosa, y que le convirti¨® en objeto de deseo -mientras conserv¨® su atractivo f¨ªsico- entre sus compa?eras de profesi¨®n. Pocos como ¨¦l encarnaban ya la figura del periodista rom¨¢ntico, capaz de salir de viaje sin m¨¢s equipaje que lo que llevara puesto y de pasarse meses enteros sin regresar a su casa ni a su pa¨ªs. En una ¨¦poca en la que la mayor¨ªa de sus colegas se hab¨ªan convertido en funcionarios, cuando la profesi¨®n se desvanec¨ªa en manos de advenedizos y de estudiantes de universidad, ¨¦l representaba a¨²n al periodista de raza, aquel que lo hab¨ªa aprendido todo en la calle y que desapareci¨® definitivamente con los ordenadores. Cierto que ¨¦l los usaba tambi¨¦n (aunque con reticencias, se fue adaptando a ellos, qu¨¦ remedio), y que, como su profesi¨®n, tambi¨¦n hab¨ªa cambiado mucho; pero echaba de menos aquellos tiempos en los que el periodismo a¨²n era un oficio noble. Ahora, pensaba, lo segu¨ªa siendo, pero apenas hab¨ªa ya gente que quisiera entregar su vida a ¨¦l.
Juan le hab¨ªa entregado la suya y no se arrepent¨ªa en absoluto, aunque a veces pensara, como ahora, que hab¨ªa sido un ingenuo al tom¨¢rselo tan en serio. Quer¨ªa decir: m¨¢s en serio que la vida. Porque, mientras ¨¦l iba continuamente de un sitio a otro, mientras ¨¦l aceptaba siempre los trabajos que los dem¨¢s rehusaban con unas u otras razones, mientras los a?os se le pasaban viajando de aeropuerto en aeropuerto y enviando sus cr¨®nicas desde los lugares m¨¢s insospechados, sus compa?eros de profesi¨®n, tanto los de su generaci¨®n como los de las siguientes, hab¨ªan vivido la vida y creado sus familias, aquellos que lo quisieron. ?l nunca pens¨® en ello tan siquiera. Entregado como estaba en cuerpo y alma a su trabajo, absorbido por un oficio que para ¨¦l era m¨¢s que eso, cuando se quiso dar cuenta hab¨ªan pasado los a?os y ya era tarde para comenzar a hacerlo. Aun as¨ª, nunca se arrepinti¨® de ello; al rev¨¦s, siempre pens¨® que la libertad era un bien superior a cualquier otro, y que la soledad, que era su consecuencia m¨¢s dura, tampoco era tan grave si se sab¨ªa llevarla con dignidad. Y ¨¦l siempre, cre¨ªa, la llev¨® as¨ª: con elegancia y sin ning¨²n ¨¦nfasis. Incluso en los momentos peores de su vida, jam¨¢s se arrepinti¨® de su elecci¨®n ni baj¨® la guardia ante las dificultades. Por eso precisamente le extra?aba m¨¢s a¨²n la desaz¨®n que sent¨ªa desde hac¨ªa tiempo, y sobre todo en los d¨ªas previos a aquella Navidad.
La verdad es que no hab¨ªa pensado en ella hasta que la tuvo encima. Habituado ya a pasarla lejos de Espa?a y de su familia (apenas si la ve¨ªa desde que muri¨® su madre, hac¨ªa nueve o diez a?os), ni siquiera se dio cuenta de que la Navidad se le echaba encima, tan fuera estaba ya de sus intereses. La mayor¨ªa de aquellas ¨²ltimas las hab¨ªa pasado lejos de Europa, en pa¨ªses no cristianos, o en guerra, o a punto de estarlo, y en ellos la Navidad tiene una dimensi¨®n distinta. Juan recordaba, por ejemplo, las dos que pas¨® en Belgrado, cubriendo los proleg¨®menos de la guerra de Kosovo, primero, y de sus consecuencias, luego, o la que vivi¨® en Bel¨¦n, el s¨ªmbolo precisamente de aquellas fiestas, asistiendo al cerco del ej¨¦rcito israel¨ª a un grupo de palestinos que se hab¨ªa refugiado, al amparo de los frailes franciscanos encargados de su culto, en la bas¨ªlica de la Natividad. Ni en ¨¦sas ni en otras ocasiones, Juan tuvo tiempo de echar de menos siquiera las navidades con su familia o las que pas¨® alg¨²n a?o con la de Julia, la mujer con la que vivi¨® m¨¢s tiempo. Aparte de que tampoco pod¨ªa a?orarlas mucho, puesto que incluso las de su infancia las recordaba con melancol¨ªa.
No es que entonces las detestara ya, como ahora (al rev¨¦s, las esperaba, como cualquier otro ni?o, con impaciencia durante todo el a?o, principalmente por los regalos). Es que, al rememorarlas pasado el tiempo, le parec¨ªan m¨¢s tristes y melanc¨®licas que otra cosa. Su familia era muy humilde (su padre era campesino), y la Nochebuena en casa consist¨ªa apenas en una cena en la que no faltaban nunca las casta?as asadas y el turr¨®n, pero en la que tampoco sobraba nada, y en una larga velada en la que participaban todos, tanto los ni?os como los mayores. Era cuando su padre contaba historias de la guerra, tan reciente entonces todav¨ªa, y cuando sus hermanos y ¨¦l cantaban los villancicos que les hab¨ªa ense?ado el cura en la iglesia, hasta que ca¨ªan rendidos. Juan recordaba el calor que desprend¨ªa la vieja cocina y la niebla que sol¨ªa borrar ya hacia esas horas los contornos del pueblo y de la noche. Entonces apenas hab¨ªa luz p¨²blica, y los ¨²nicos adornos navide?os que pon¨ªan en el pueblo eran el nacimiento en la iglesia y las luces en el campanario de ¨¦sta. Del mismo modo en que, el d¨ªa de Reyes, los regalos se reduc¨ªan a cosas ¨²tiles, como zapatos o camisetas, y alg¨²n juguete que el padre habr¨ªa tra¨ªdo de la ciudad. Juan, en aquellos tiempos, era feliz descubri¨¦ndolos, pero cuando lo recordaba ahora sent¨ªa una gran tristeza. Tristeza por aquel ni?o que era feliz con tan poco, y tristeza por sus padres, que tampoco pod¨ªan darles a sus hijos m¨¢s de lo que les dieron.
Aquella antigua tristeza se con-vertir¨ªa al paso del tiempo en aborrecimiento de la Navidad. Un aborrecimiento que empez¨® siendo ideol¨®gico, cuando, todav¨ªa muy joven, Juan comenz¨® a descreer de todo (comenz¨® ya en el seminario en el que sus padres le ingresaron siendo un ni?o todav¨ªa con la esperanza de que pudiera estudiar, cuando menos), y que se convirti¨® en visceral al paso de los a?os, cuando Espa?a abandon¨® su subdesarrollo y se entreg¨® al consumismo de todos los pa¨ªses de su entorno. Viniendo de donde ven¨ªa, y pensando como pensaba ya, era l¨®gico que Juan detestara a un tiempo tanto el sentimentalismo falso como la artificiosidad de la Navidad. De ah¨ª que evitara siempre pasarla en la gran ciudad, donde todo eso era mucho m¨¢s palpable. Todav¨ªa en Palencia, con su familia, parec¨ªa que la Navidad segu¨ªa siendo m¨¢s verdadera.
Pero ese a?o le hab¨ªa pillado en Madrid. Conmocionado por su jubilaci¨®n, que ni esperaba ni acababa de creerse (con 57 a?os a¨²n se sent¨ªa con fuerzas para seguir viajando como hasta entonces), ni siquiera se dio cuenta de que diciembre avanzaba en el calendario y de que la Navidad se le echaba encima. Ni siquiera se fij¨® en los almacenes y en las luces navide?as que, ya a mitad de noviembre, comenzaron a iluminar la ciudad. ?l estaba dolido y desconcertado: dolido por la manera de darle la noticia de su cese (a bocajarro, sin previo aviso) y desconcertado por el horizonte que se abr¨ªa ahora ante ¨¦l (envejecer escribiendo para el peri¨®dico, pero ya desde casa o en la redacci¨®n). Porque la jubilaci¨®n no lo era del todo; lo era s¨®lo como reportero.
-?Y de qu¨¦ escribo? -le pregunt¨® al director, que era amigo suyo.
-De lo que quieras -le dijo ¨¦ste.
"Hay que dejar paso a los j¨®venes", a?adi¨® m¨¢s tarde en el restaurante en el que, para consolarle, le invit¨® a comer. Estaba lleno de compa?eros suyos, la mayor¨ªa de ellos en torno a los treinta a?os.
-Ah¨ª los tienes. ?sos son los que nos jubilan, no la edad -le record¨® el director, se?al¨¢ndolos.
Juan los mir¨® con indiferencia. Desde que trabajaba como periodista hab¨ªa conocido a millares como ellos, todos iguales o parecidos. Cambiaba su indumentaria y su forma de actuar y de escribir, que ahora era m¨¢s directa y atrevida. Parec¨ªa como si salieran ya de la facultad con los mismos tics. Juan sinti¨® una enorme pereza al imaginarse en la redacci¨®n sentado entre todos ellos.
-Escribir¨¦, pero desde casa -le confi¨® al director, al tiempo que se desped¨ªan.
No lo hizo, sin embargo, en varios meses. Despu¨¦s de tantos a?os como corresponsal de guerra, despu¨¦s de tanto tiempo viajando de un sitio a otro y mandando sus cr¨®nicas por tel¨¦fono o por Internet cuando pudo hacerlo, se encontraba fuera de la realidad, aunque la realidad era su pa¨ªs, el pa¨ªs en el que en teor¨ªa viv¨ªa. Un pa¨ªs que hab¨ªa cambiado tanto como su profesi¨®n en aquellos a?os.
Y como ¨¦l, aunque no se diera cuenta. Juan sab¨ªa que se hab¨ªa hecho mayor, que el tiempo hab¨ªa transcurrido desde que, con 24 a?os, lleg¨® a Madrid y comenz¨® a trabajar en prensa casi por casualidad (se lo propuso un amigo suyo que era hijo del due?o del peri¨®dico), pero se resist¨ªa a aceptar que su momento hubiese pasado. A¨²n se sent¨ªa con fuerzas para seguir viajando por el mundo, cuanto m¨¢s para continuar viviendo como hasta entonces; esto es, apurando la vida como si fuera un g¨¹isqui de marca. De ah¨ª que le cogiera tan por sorpresa la noticia de su jubilaci¨®n y de ah¨ª que le desconcertara tanto la desaz¨®n que sent¨ªa en aquellos d¨ªas ante la llegada de la Navidad.
Le desconcertaba porque le daba miedo. A ¨¦l, que hab¨ªa pasado tantas lejos de su pa¨ªs y de su familia, perdido en cualquier lugar del mundo; a ¨¦l, que era capaz de pasar una Nochebuena -como tantas veces pas¨®, de hecho- completamente solo, apoyado en la barra del bar de cualquier hotel; a ¨¦l, que se hab¨ªa demostrado a s¨ª mismo en tantas ocasiones que no le importaban nada ni la soledad ni el paso del tiempo, ahora resulta que le produc¨ªa inquietud la perspectiva de pasar una Navidad en su casa solo. Pero era as¨ª. Aunque se resistiera a reconocerlo. Y es que, si lo reconoc¨ªa, ten¨ªa que reconocer tambi¨¦n que le preocupaba no s¨®lo el saberse ya acabado (saberse, no sentirse, que ¨¦l no se sent¨ªa as¨ª en absoluto), sino el haber descubierto que estaba solo en la vida. Porque una cosa era sentirse solo en otro pa¨ªs, por m¨¢s que ¨¦ste fuera su residencia a veces durante meses, y otra sentirse solo en el suyo propio. Como ¨¦l mismo escribi¨® una vez en una cr¨®nica sobre los emigrantes africanos en Europa, "la soledad del que se va es la que deja en su tierra, no la que encuentra en la de destino".
De todos modos, tampoco enten-d¨ªa bien aquel sentimiento suyo. Aunque, en efecto, estaba muy solo, m¨¢s incluso de lo que habr¨ªa pensado, tampoco su situaci¨®n era muy distinta de la de la mayor¨ªa de sus amigos y conocidos. Juan pensaba en todos aqu¨¦llos, periodistas sobre todo, pero tambi¨¦n viajeros y diplom¨¢ticos, que, como ¨¦l, hab¨ªan pasado la vida dando tumbos a lo largo del planeta, pero tambi¨¦n en esos que, como Alfredo, el due?o del bar de abajo, eran unos solitarios, pese a que nunca se hab¨ªan movido de su pa¨ªs.
-?Con qui¨¦n cenas esta noche? -le pregunt¨® la ma?ana de Nochebuena, mientras desayunaba en la barra, como de costumbre.
-?Que con qui¨¦n ceno esta noche?? -repiti¨® Alfredo, extra?ado. Era la primera vez que ve¨ªa a Juan interesarse por algo as¨ª-. Con el Rey, como todo el mundo -le respondi¨®, con una sonrisa.
Juan tambi¨¦n sonri¨® con su respuesta. Estaba claro que Alfredo segu¨ªa siendo el de siempre. Cosa que le agradec¨ªa y que le gustar¨ªa poder decir de s¨ª mismo, pero que empezaba a poner en duda. Y si no, ?por qu¨¦ se sent¨ªa tan solo cuando siempre lo hab¨ªa estado sin preocuparse jam¨¢s por ello?
Definitivamente, se estaba haciendo viejo. Definitivamente, ten¨ªan raz¨®n en el peri¨®dico, y el director acertaba pas¨¢ndole a la reserva, como se hace con los soldados que ya no sirven para la guerra. ?l serv¨ªa a¨²n, pero para poco. Para escribir comentarios de actualidad y editoriales de cuando en cuando. El ¨²ltimo que hab¨ªa escrito era precisamente sobre las jubilaciones.
Pens¨® que a¨²n estaba a tiempo de coger un tren a Palencia para pasar la noche con su familia. Pero enseguida desech¨® la idea. La perspectiva de regresar a casa despu¨¦s de a?os sin hacerlo (y sabiendo que sus padres ya no estaban, como antes) le desagradaba tanto como la de pasar la noche con las familias de sus hermanos, a algunos de cuyos nietos ya ni siquiera conoc¨ªa. Para eso prefer¨ªa autoinvitarse en casa de alg¨²n colega, que sin duda le aceptar¨ªa encantado. El director del peri¨®dico, por ejemplo, se lo hab¨ªa sugerido el d¨ªa anterior.
?Y si llamaba a alguna antigua novia? Seguro que m¨¢s de una, Azucena por ejemplo, se compadecer¨ªan de ¨¦l. ?Pero era eso lo que quer¨ªa? ?Quer¨ªa producir l¨¢stima o, al contrario, quer¨ªa sentirse querido, incluso deseado como cuando, a?os atr¨¢s, las llamaba cuando volv¨ªa a Madrid para salir a cenar con ellas? ?Qu¨¦ lejos quedaba todo!
Juan estaba sorprendido. Sorprendido y desconcertado. Por vez primera en su vida se descubr¨ªa nost¨¢lgico, algo que le desagradaba mucho. La culpa, pens¨®, la ten¨ªa ¨¦l por dejarse llevar por los pensamientos. ?l era un hombre de acci¨®n, no un pensador ni ning¨²n fil¨®sofo. Y para demostr¨¢rselo a s¨ª mismo una vez m¨¢s pidi¨® otro g¨¹isqui en el mismo bar en el que llevaba ya un par de horas.
A mediod¨ªa se fue a comer. Estaba ya decidido a pasar la noche solo, como tantos y tantos en la ciudad. Y como ¨¦l mismo durante bastantes a?os, sin que le preocupara como esta vez. Comi¨® en el caf¨¦ Gij¨®n, como sol¨ªa hacer muchos d¨ªas, y despu¨¦s volvi¨® a su casa justo a la hora en que las tertulias comenzaban ya a formarse un d¨ªa m¨¢s. Ni siquiera las perdonaban, pens¨® con cierta extra?eza, el d¨ªa de Nochebuena.
Fue entonces, al fijarse en que en una de ellas faltaba un habitual que hab¨ªa muerto hac¨ªa ya meses, pero al que respetaban el sitio como si fuera a volver cualquier d¨ªa, cuando se le ocurri¨® la idea. Una idea que ten¨ªa su ra¨ªz en la costumbre que ¨²ltimamente se hab¨ªa implantado como una moda entre mucha gente y que ¨¦l juzgaba una cursilada (una m¨¢s de las muchas de esos d¨ªas), pese a lo cual le pareci¨® buena. Nada de invitar a su casa a un pobre, como los ricos; ni de, al rev¨¦s, dejarse invitar, como si el pobre fuera ¨¦l, por cualquier colega comprensivo. Pero tampoco nada de cenar solo (con el Rey, como ironizaba Alfredo), que le parec¨ªa muy triste. ?l iba a hacerlo acompa?ado, s¨®lo que sin tener que aguantar a nadie ni que dar explicaciones sobre su vida. Ni sobre su trabajo, que era a¨²n peor, que es por lo que le habr¨ªan preguntado aqu¨¦llos.
Llam¨® al mejor restaurante que conoc¨ªa. Reserv¨® una mesa para dos personas y pidi¨® que hubiera champ¨¢n franc¨¦s, y casta?as asadas, y turr¨®n (lo de las casta?as asadas le cost¨® un poco, pero al final accedieron a prepar¨¢rselas; en su lugar, le ofrec¨ªan marron glas¨¦). Una hora antes se puso su mejor traje y, de camino hacia el restaurante, entr¨® en una joyer¨ªa y compr¨® un reloj de oro que pidi¨® le envolvieran para regalo. Y con ¨¦l en el bolsillo se dirigi¨® por fin hacia aqu¨¦l, justo a la hora en la que mucha gente regresaba apurada hacia sus casas para pasar la noche con sus familias. La mayor¨ªa parec¨ªan m¨¢s obligados que entusiasmados ante la perspectiva.
En el restaurante apenas hab¨ªa tres mesas. El resto estaban vac¨ªas, aunque dispuestas por si aparec¨ªa alguien. Juan ocup¨® la suya y al instante apareci¨® el ma?tre con la botella de champ¨¢n franc¨¦s. Juan le orden¨® que llenara las dos copas. La suya, dijo, y la de su amigo.
-No se preocupe -le dijo al ma?tre ante la recomendaci¨®n de ¨¦ste de esperar a que llegara, no se le fuera el punto al champ¨¢n. Y luego, al descubrir su extra?eza al verle brindar a ¨¦l solo: -Creo que tardar¨¢ en llegar.
Por suerte, el ma?tre era un profesional y no volvi¨® a preguntarle por el amigo, cosa que Juan le supo agradecer cuando se fue.
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