Ly¨®n recrea en una exposici¨®n la vida de los ni?os que crecieron en la II Guerra Mundial
Fotos, juguetes, disfraces, libros y documentos reconstruyen el periodo de 1935 a 1950
El Centro de Historia de la Resistencia y de la Deportaci¨®n de la ciudad francesa de Ly¨®n retoma y ampl¨ªa estos d¨ªas (hasta el 2 de abril) la exposici¨®n Les enfants de la guerre (Los ni?os de la guerra), concebida por el Museo de la Liberaci¨®n de Cherburgo, que se interesa por c¨®mo marc¨® la guerra a los ni?os entre 1935 y 1950. Juguetes, fotos, disfraces, libros, cuadernos y documentos reconstruyen la vida cotidiana de unos ni?os que convivieron con la guerra, cuya ficci¨®n y realidad sintieron de modo muy diferente en Francia, Alemania, Estados Unidos y Jap¨®n.
Muchos de los ciudadanos que ocupan hoy el Viejo Continente no han vivido guerra alguna. El imaginario b¨¦lico de los ni?os de ahora est¨¢ determinado por el cine, las historietas y los videojuegos, mucho m¨¢s que por las fotos del abuelo durante la Guerra Civil espa?ola o la II Guerra Mundial. Pero ese alejamiento de la guerra real es un fen¨®meno nuevo para unos europeos que, durante siglos, hab¨ªan conocido s¨®lo breves periodos de paz interrumpidos regularmente por guerras m¨¢s o menos cruentas.
Juguetes, fotos, disfraces, libros o cuadernos reconstruyen en la exposici¨®n de Ly¨®n la vida cotidiana de esos ni?os que convivieron con las armas. El recuerdo del horror que supuso la espantosa carnicer¨ªa de 1914-1918 hab¨ªa determinado el pacifismo reinante en pa¨ªses como Francia o B¨¦lgica que no quer¨ªan conocer de nuevo la devastaci¨®n de su paisaje humano y f¨ªsico, o el deseo de revancha del orgullo herido de los alemanes. No son iguales, pues, las fotos o los sue?os de agresividad de los ni?os que nacen a uno u otro lado del Rin, como no lo son para los chavales estadounidenses criados en un pa¨ªs que apenas acaba de dome?ar su territorio, o para los peque?os japoneses que van a pasar de las marchas imperiales a la explosi¨®n at¨®mica.
Miedo e incomprensi¨®n
Los ni?os franceses, alemanes, estadounidenses y japoneses vivir¨¢n, pues, de manera distinta la realidad y la ficci¨®n de la guerra. En unos casos, el temor se intuye en los dibujos, en la elecci¨®n misma de los uniformes de juguete; prefieren las corazas brillantes de los dragones de las tropas napole¨®nicas al discreto azul laboral de los uniformes que vest¨ªan quienes obtuvieron la victoria en 1918. En otras oportunidades lo incomprensible aparece en las evocaciones escolares, en las formas monstruosas que sirven para dar sentido a lo que no lo tiene, al acto mismo de arrasar Hiroshima y Nagasaki. Y qu¨¦ decir del cambiante paisaje alem¨¢n, optimista y agresivo primero, ensimismado y discreto luego, perfecta plasmaci¨®n de esa incapacidad, comentada por Sebald, de todo un pa¨ªs para hacer frente a las destrucciones que ha protagonizado como agresor y, a¨²n m¨¢s, a las que ha vivido como pa¨ªs finalmente derrotado. En Estados Unidos, la inocencia se prolonga, no s¨®lo a trav¨¦s del mito fundacional del vaquero con la pistola desenfundada, siempre el m¨¢s r¨¢pido a este lado del r¨ªo, sino tambi¨¦n gracias a la victoria repetida, a la superioridad econ¨®mica y t¨¦cnica y, sobre todo, a la lejan¨ªa del frente. Esa lejan¨ªa deja que sean el cine y otros medios de comunicaci¨®n los que impongan la visi¨®n can¨®nica de la aventura militar. Los soldados que vuelven del frente, como los supervivientes de los campos de concentraci¨®n y exterminio, no tienen nada que contar. En sus ojos no brilla la victoria, sino el horror, y nadie quiere escucharles. Los juguetes o los relatos destinados a los menores de la ¨¦poca tienen tambi¨¦n en cuenta esa premisa.
Los ni?os como protagonistas, reales o imaginarios, de la guerra, pero tambi¨¦n como receptores de adoctrinamiento patri¨®tico, a menudo belicista, de menosprecio al vecino, de miedo a la diferencia. El material reunido en Ly¨®n tambi¨¦n tiene en cuenta aquello de que "envejecer es acordarse de su infancia", tal y como lo expuso el dramaturgo y novelista Thomas Bernhard, un personaje que precisamente mantuvo siempre una actitud de no reconciliaci¨®n con esa infancia, marcada por el estigma del nazismo.
Los novelistas, los escritores de todo tipo, recuerdan lo que conocieron como chicos, y algunos nos han dejado de ello testimonios impresionantes, como es el caso de J. G. Ballard con El imperio del sol, adaptada a la pantalla por Steven Spielberg, una novela en la que se entremezcla su traum¨¢tica entrada en el mundo de los adultos con el auge y ca¨ªda del imperio japon¨¦s. El narrador es un ni?o, y es precisamente la relaci¨®n entre esa mirada infantil y la muerte violenta lo que explora la exposici¨®n lyonesa.
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