Poetas en San Sebasti¨¢n
El poeta camina, en una ciudad norte?a, por la ribera del mar que es verde, o parece de un verde sensual, como de lagarto dormido sobre la arena eterna. Perezosos son los pies que andan sin saber por d¨®nde, sin prisa ni da?o, sin af¨¢n ni quebranto, encontr¨¢ndose con el pensamiento afilado, en armon¨ªa no calculada ni presentida, en equilibrio siempre oscuro, siempre inestable, siempre azaroso, perdi¨¦ndose en la propia rutina de los pasos que van lentos y trabajados. Entretenidos son los ojos de mirar desde dentro hacia fuera, y desde fuera a¨²n m¨¢s all¨¢, a un territorio apartado mas no ausente, orillado mas no extinto, abandonado como un campamento, una mano, un ala azul en la tarde. Un poeta que camina es un poeta que va enlazando palabras como peque?os filamentos, creando, que es una forma de nacer a la vida y de darle sentido, de encender la luz de la existencia e iluminarla con letras, s¨ªlabas, sonidos, m¨²sica, ma non troppo...
La ciudad es puro encuentro, puro azar, pura floraci¨®n de poetas y letraheridos
Cada poeta tiene un itinerario, a veces mental, a veces f¨ªsico. Pepe Hierro se acercaba todas las ma?anas al bar, se sentaba all¨ª en la misma mesa de siempre y escrib¨ªa en medio del bullicio de los obreros, m¨¢s numerosos al mediod¨ªa, o de los estudiantes, visibles desde la primera hora, o de las parejas de j¨®venes que buscaban entre la multitud la suficiente libertad como para demostrarse a s¨ª mismos que eran seres singulares y especiales, seres que deseaban ense?ar al mundo su ternura vistosa e inocente. Pepe escrib¨ªa. Celaya, de l¨¢grima indiscreta y sonrisa de ni?o grande, paseaba con Amparitxu por las viejas calles aleda?as al puerto de San Sebasti¨¢n y luego se sentaba, se sentaban, en un bar amigo y juntos beb¨ªan vino de la tierra y com¨ªan gambas, quiz¨¢s, y luego ¨¦l agitaba la cabellera blanca de la memoria y escrib¨ªa versos alegres como gaviotas, sentidos como naufragios, humanos como los trabajos de la mar. Claudio Rodr¨ªguez hu¨ªa de la galerna mundana y se refugiaba en la penumbra de los bares de Zarautz; all¨ª pensaba y escrib¨ªa en su mente, y en silencio, en su silencio, cantaba a solas, palabras viejas como el tiempo, como la monta?a, como los puentes de Zamora, su tierra natal. Blas de Otero, en Bilbao, o¨ªa el pitido de los trenes en la estaci¨®n cercana a su hogar. Cuando caminaba, sus pies avanzaban por ra¨ªles imaginarios, delgados como arroyos, limpios como el cristal de la ma?ana, rectos como robles en el bosque del Orozco familiar.
San Sebasti¨¢n, la ciudad abierta de Celaya, ocupa un espacio f¨ªsico que invita al paseo. Toda la ciudad puede convertirse, gracias al arte de andar, en una gran avenida o en una calle jalonada de tamarindos en la parte m¨¢s cercana a la playa, de acacias en los lugares m¨¢s resguardados. Este ¨¢rbol de flor breve pero intensa, que extiende su olor hasta los rincones m¨¢s oscuros y escondidos, es el s¨ªmbolo de la primavera que todos deseamos ver, graciosa y sutil. La ciudad es un espacio vivo y limitado. La ciudad es puro encuentro, puro azar, pura floraci¨®n de poetas y letraheridos. Cada uno de ellos tiene su ruta, su recorrido trazado, su atalaya y su ventana. Como seres transitorios que son, se los encuentra en puentes y encrucijadas, en esquinas del aire, a la sombra de plataneros, de anuncios luminosos o de libros. Son Aurtenetxe, Karmelo, Eli, Julia, Arkaitz, Patxi...
Mandelstam llevaba el ritmo de los poemas con los pies largos y ansiosos. En San Petersburgo iba de la mano de Anna Ajmatova y, cuando se cansaban, entraban en una taberna, la misma en la que pasaba horas y d¨ªas Maiakovski. Mandelstam, al verlo, pensaba que la verdadera revoluci¨®n en literatura llevaba al clasicismo de Horacio, al destierro de Dante, a los hex¨¢metros de Homero. Ilya Ehrenburg quiso creer que muri¨® en una estaci¨®n de trenes, despu¨¦s de haber le¨ªdo a Petrarca. Jorge Aranguren, tan cl¨¢sico como el ruso Mandelstam, piensa palabras mientras pasea por su ciudad. Piensa y busca palabras que fluyan, como el aire que sopla desde el monte cercano, y no se precipiten al mar, como ba?istas ¨¢vidos de agua, como turistas apresurados. Prefiere las palabras de siempre, las que marchan despacio desde los labios al o¨ªdo, desde el o¨ªdo al coraz¨®n y desde all¨ª hacia el r¨ªo o hacia un patio de vecinos, hacia la estaci¨®n del tren, la estaci¨®n de la edad, de la dignidad y del gobierno de las im¨¢genes, porque hay poetas de im¨¢genes y poetas de ideas, y poetas de vida po¨¦tica, mas no de obra. Aranguren mide las palabras y los acentos como el bertsolari: mujer, cuerpo, atardecer, siglo. Sabe que las palabras son como ni?os que quieren escapar del colegio y jugar en la plaza soleada y vac¨ªa, que son como los ojos asombrados con los que se mira lo que se ama, temiendo su perdida.
Perezosos son los pies que conducen no se sabe hacia d¨®nde. El poeta nunca est¨¢ solo en su soledad, sino acompa?ado de otros cuerpos que caminan por la acera, del aire que huele a humo lejano, de un p¨¢jaro que vuela sin demasiada intenci¨®n, de un perro que se ha perdido o ha sido abandonado y espera al amo, de otros pasos y otros pies c¨®mplices, quiz¨¢, en el inocuo arte de juntar palabras, de otras soledades m¨¢s sonoras y menos cautivas, de unas manos que siguen el comp¨¢s, de unas voces que hablan de muerte, de nacimiento, de bodas, de unos ojos y p¨¢rpados que contemplan el futuro sin demasiado miedo ni esperanza, de labios que suenan a besos robados y saben a an¨ªs. Luego, fatigado, el poeta Aranguren se sentar¨¢ en la terraza de un caf¨¦ y cerrar¨¢ los ojos y oir¨¢ pasar letras, como sombras r¨¢pidas y urgentes, trenes, como largos inviernos, y escribir¨¢ palabras como amor, veneno, lentitud: lentitud en el paso, aprendido en el ejercicio mediterr¨¢neo, lentitud en el amor, lentitud en tomarse el veneno de la vida.
M¨¢s tarde, siempre tarde, se levantar¨¢ y detr¨¢s ir¨¢n quimeras, sirenas, la imagen de Ulises regresando mas no llegando a ?taca, porque all¨ª ya no habita Pen¨¦lope, ni nadie con quien conversar.
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