Eco
CUANDO EL Dr. Odo, director del Museo de las Voces, recibi¨® la comunicaci¨®n conjunta de los departamentos de ?tica Sanitaria, de Correcci¨®n Educativa Nesciente y de Renovada Energ¨ªa por la que, de consuno, le conminaban a clausurar la instituci¨®n, prohibi¨¦ndole adem¨¢s su encriptaci¨®n, tuvo un nanosegundo de perplejidad, pero que ni siquiera qued¨® registrada por haberse apagado hac¨ªa tiempo los sensores emocionales. Es cierto que no era una orden que le cogiera de sorpresa, despu¨¦s de que tambi¨¦n hubiesen desaparecido los museos de las letras obsoletas, pero, pensaba Odo, que los criptogramas de la era org¨¢nica eran rid¨ªculamente descifrables, mientras que las voces arrastraban interesantes misterios prehist¨®ricos que la poshistoria no pod¨ªa dar por zanjados y, en especial, el de la base biol¨®gica de la conciencia, que la r¨¢pida implantaci¨®n de los cibercerebros hab¨ªa dejado sin resolver. Por otra parte, tambi¨¦n entend¨ªa Odo que el Imperio Tecnopop tuviera una leg¨ªtima renuencia para aceptar el acceso a un canal sin clientes, pero ¨¦l, como forzado centinela de esta mercanc¨ªa no demandada, se hab¨ªa acabado acostumbrando a los extra?os sonidos que los primitivos humanoides defin¨ªan como habla, cuya disparatada incompetencia se pon¨ªa de manifiesto en su divergente pluralidad y por el irrisorio hecho de que su insuficiencia tratara de paliarse con unos horripilantes ga?idos que llamaban m¨²sica.
Aunque las cl¨¢usulas imperativas de los departamentos obviaban las dispendiosas explicaciones, la rara unanimidad entre ellos le hizo suponer que no se trataba s¨®lo de una finalidad econ¨®mica -la de impedir la in¨²til fuga energ¨¦tica de ondas-, sino, probablemente, y sobre todo, de otra medioambiental, la de lograr un silencio absoluto, potencialmente puesto en peligro con esta contaminaci¨®n sonora. Sea como sea, tras superar Odo el nanosegundo de perplejidad y su microrrebote, sin que al parecer este cortocircuito dejase una huella infartada en su cibercerebro, tom¨® una extra?a decisi¨®n: insert¨® en una minic¨¢psula el contenido de su museo y la emplaz¨® en una remota galaxia a¨²n no explotada, donde ¨¦sta deb¨ªa flotar indefinidamente, como, en olvidados tiempos prehist¨®ricos de la humanidad, se dejaban arrastrar las botellas con mensajes de los n¨¢ufragos desesperados.
Antes del lanzamiento espacial de la minic¨¢psula tuvo tambi¨¦n Odo su nanosegundo de duda, porque no quer¨ªa sellar su cosmoveh¨ªculo con un encriptado remite banal, que pudiese ser descifrado por cualquier rastreador incompetente. Fue entonces cuando se le ocurri¨® rescatar un nombre m¨ªtico de la era org¨¢nica de la humanidad vocinglera, el de una tal ninfa llamada Eco, la cual, a lo que sab¨ªa, desesperada por no haber logrado su apareamiento biol¨®gico con un ensimismado ser llamado Narciso, se transform¨® en un ins¨®lito mineral del que no rest¨® m¨¢s recuerdo que el de su voz. As¨ª, la clave de apertura de la minic¨¢psula fue la correspondiente alfanum¨¦rica de Eco, no s¨®lo porque deber¨ªa contar con el lamento sonoro de la ninfa, sino porque esta baliza intergal¨¢ctica era propiamente la mineralizaci¨®n de la lamentable memoria de la humanidad perdida, su postrer eco en pos de una hipot¨¦tica audici¨®n.
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