Un adicto a los viajes
El autor de 'El sue?o de ?frica' confiesa su adicci¨®n a viajar. Esta pasi¨®n ha llevado a Reverte por medio mundo en su condici¨®n de periodista, primero, y de escritor, despu¨¦s. Dramas, humor y mucha ternura en esta larga aventura, que cuenta por primera vez en un libro
Cuando me preguntan c¨®mo definir¨ªa lo que significa viajar, suelo responder que, en mi opini¨®n, viajar es todo lo contrario al desempe?o de un oficio o de una profesi¨®n. Da lo mismo que seas un buhonero, un representante de comercio, un alto ejecutivo usuario del puente a¨¦reo entre Barcelona y Madrid, un diplom¨¢tico, un ganadero trashumante o un periodista trotamundos; esto es: cualquiera para quien viajar es una forma de ganarse la vida. Porque, desde mi punto de vista, los citados no son solamente oficios y profesiones, sino a menudo pretextos laborales para poder marcharse. Mi amigo el periodista Alfonso Rojo, que ha sido muchos a?os enviado especial a los conflictos b¨¦licos del mundo, ironiza cuando le preguntan sobre la dureza del empleo de corresponsal de guerra: "Es mucho peor trabajar". Y aquel gran dramaturgo que fue George Bernard Shaw, el autor de Pygmalion (My fair lady en el cine), sol¨ªa decir: "La gran aventura de un hotel reside en que es un refugio frente a la casa familiar".
A muchos de los que viajamos nos acontece algo com¨²n: que detestamos repetir todos los d¨ªas las mismas ceremonias y ver las mismas caras. Yo creo que mi vocaci¨®n de escritor reside m¨¢s en la posibilidad de largarme con la m¨²sica a otra parte que ponerle m¨²sica -o, lo que es lo mismo, palabras- a los papeles en blanco. Siempre me produjeron envidia los m¨²sicos ambulantes y los feriantes que llegaban a los pueblos en los d¨ªas de fiestas patronales. Sol¨ªan enamorar a las mozas m¨¢s hermosas, y los admir¨¢bamos vi¨¦ndoles tocar con donaire sus trompetas, sus tambores, sus dulzainas, o gobernando como reyezuelos las casetas de tiro al blanco, las sillas voladoras y los tiovivos. Al final de las celebraciones se llevaban hasta el a?o siguiente los pasodobles, las jotas, las rojas ruletas de sorteo de barquillos, el algod¨®n de az¨²car y los coches que chocan. A muchos ni?os, y sospecho que tambi¨¦n a unas cuantas ni?as, nos hubiera gustado formar parte de alguna de aquellas troupes.
Quiz¨¢ por esa peque?a frustraci¨®n de la ni?ez -el no haber sido feriante o, si vale la expresi¨®n, m¨²sico "de la legua"- identifico en buena medida el viaje con la infancia. Aquellas gentes ven¨ªan de no se sabe d¨®nde y se marchaban a qui¨¦n sabe qu¨¦ lugar; de ellos emanaba el imponente aroma de la aventura.
Pero los cr¨ªos ten¨ªamos tambi¨¦n nuestros hermosos viajes. Sol¨ªan ser en primavera y se llamaban excursiones. Muchas de las que hice de ni?o las recuerdo entre mis mejores viajes.
Las excursiones las organizaban los colegios, y ten¨ªan la inmensa virtud de celebrarse entre semana, en d¨ªas no festivos, con lo que te ahorrabas una jornada escolar; lo cual equival¨ªa, para muchos de nosotros, a quitarse de encima una jornada de tortura psicol¨®gica, en aquellos centros escolares en donde los curas cimarrones nos cruzaban la cara a bofetadas y las palmas de las manos a golpes de regla de c¨¢lculo. Normalmente, en los colegios de Madrid, el destino de estas salidas era la sierra del Guadarrama, por aquel entonces todav¨ªa a salvo de los destrozos del urbanismo. Viaj¨¢bamos en destartalados autocares, y los chicos nos disput¨¢bamos los asientos traseros, lejos del control de los tutores que nos acompa?aban y que ocupaban plazas cercanas al conductor. Al poco de abandonar la ciudad, mientras el veh¨ªculo trepaba casi resoplando la Cuesta de las Perdices, la chavaler¨ªa se desmadraba. La verdad es que era dif¨ªcil controlarnos, y yo creo, visto desde la distancia, que incluso los profesores se volv¨ªan m¨¢s tolerantes, tal vez pensando que, al menos una vez al a?o, ten¨ªamos derecho a comportarnos como lo que en el fondo somos todos los ni?os: unos salvajes. Intentaban que core¨¢semos canciones como aquella de "para ser conductor de primera, acelera" o la de "ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras". Pero los chicos del fondo del autocar sol¨ªamos acompa?arlas de pedorretas y berridos. Luego, ya fuera del veh¨ªculo, y pese al intento de los tutores por organizar juegos colectivos como el pa?uelo, o dola, o pies quietos, la mayor¨ªa nos escap¨¢bamos de su control para brincar en el monte como cabras. Al atardecer regres¨¢bamos derrengados a Madrid, pero felices por haber disfrutado con el regalo de una jornada de absoluta anarqu¨ªa al aire libre.
Al escribir sobre aquellas excursiones regresa a mi olfato el olor de la libertad plena, y a mis labios el sabor de los bocadillos de tortilla de patatas y del agua caldorra de cantimplora.
No s¨¦ bien si las lecturas de la infancia, esos libros de aventuras cuyo argumento discurr¨ªa en paisajes lejanos y ex¨®ticos, en selvas impenetrables, en praderas v¨ªrgenes o en mares de piratas, crearon la sed que nos empuj¨® a muchos a viajar. En mi caso sucedi¨® as¨ª, con el elemento a?adido de haber practicado luego, durante a?os, esa hermosa profesi¨®n que fue el periodismo, en aquellos tiempos no tan remotos en que el reportaje era el g¨¦nero rey del oficio. Me pregunto por qu¨¦ ahora apenas se publican reportajes. ?Son muy costosos para las empresas? Los que tuvimos la suerte de viajar durante unos cuantos a?os para escribirlos, constituimos, sin duda, una generaci¨®n de periodistas privilegiados, porque tuvimos la fortuna de contemplar de cerca la intensidad, variedad y hondura de la vida.
Quiz¨¢ el viaje period¨ªstico que m¨¢s hondamente me cal¨®, como a muchos otros informadores, fue el que me llev¨® al Sarajevo cercado por los radicales serbios en 1992. Nunca he sido ni he querido ser un periodista especializado en conflictos b¨¦licos, eso que llaman corresponsal de guerra, pero me he asomado a algunos de ellos por necesidades del oficio y curiosidad intelectual. Creo que nada es peor que una guerra y que la peor de todas es la guerra civil, y que, en una guerra civil, lo m¨¢s inhumano es una ciudad cercada por aquellos que, hasta unos d¨ªas antes, eran vecinos de los asediados. Una mujer bosnia me entreg¨® todo el dinero que ten¨ªa, cuando me dispon¨ªa a viajar desde Split hasta Sarajevo, para que se lo diese a su marido -si lograba localizarle-, que se encontraba dentro de la ciudad. Le pregunt¨¦ que c¨®mo se arriesgaba a poner todo su dinero en manos de alguien a quien no conoc¨ªa. Y ella respondi¨®: "En este pa¨ªs hemos aprendido a confiar en los desconocidos y desconfiar de los conocidos".
Las palabras de aquella mujer me revelaron el sentido final y m¨¢s ¨ªntimo de lo que significa una guerra. La guerra es algo peor que la muerte; es la falta de fe en la vida civilizada y la negaci¨®n del sentimiento del amor y de la amistad. En Sarajevo, las balas dejaban a diario decenas de muertos. En la llamada "avenida de los francotiradores" ca¨ªan a menudo granadas de mortero en los tenderetes del mercado durante las horas de venta y en las colas de gente que esperaba para comprar el pan por las ma?anas, y no quedaban huecos en los cementerios para nuevas tumbas. Pero lo m¨¢s doloroso era la p¨¦rdida de la confianza en los seres humanos y en una existencia digna. La paz no es el contrario de la guerra; la guerra es el reverso de la dignidad humana y de la fe.
No todos los viajes period¨ªsticos eran as¨ª. Exist¨ªa, y a¨²n existe, eso que podr¨ªamos llamar periodismo de cumbre, que no se trata, por supuesto, de informaci¨®n sobre monta?ismo, sino de reuniones pol¨ªticas de alto nivel, como la anual que celebran los l¨ªderes del G7, por ejemplo, o los encuentros de los presidentes y primeros ministros de la Uni¨®n Europea. Suele ser un periodismo algo aburrido y poco lucido, con muchas horas de espera, comunicados, ruedas de prensa y numerosos briefings. No s¨¦ c¨®mo se organiza ahora, pero en mis tiempos de informador internacional este tipo de trabajo era un martirio para el h¨ªgado y el bolsillo, por las interminables horas que gastabas trasegando en el bar y las partidas de p¨®quer en las que te jugabas el sueldo y las dietas.
M¨¢s divertidos resultaban los viajes para informar sobre los desplazamientos de los reyes y los presidentes de gobierno a pa¨ªses extranjeros. Una informaci¨®n sobre un viaje de la Casa Real carece de inter¨¦s period¨ªstico, ya que no hay exclusivas a la vista ni contenidos pol¨ªticos directos, sino sencillamente protocolo. Pero tiene, como contrapunto, una ventaja para el informador: conoce lugares y a personajes que muy dif¨ªcilmente puede conocer una persona normal. Siguiendo los pasos de los reyes espa?oles, los periodistas de mi generaci¨®n hemos entrado en palacios saud¨ªes en donde las grifer¨ªas eran de oro macizo, navegado en el barco privado de Mobutu, estrechado la mano de Deng Xiaoping e Indira Ghandi y visitado los delicados y bellos jardines del palacio de Rabat de los reyes alau¨ªes. Incluso hemos asistido a actos tan extravagantes como el desfile que organiz¨® Sekou Tur¨¦ en Guinea Conakry para recibir a los monarcas espa?oles, en el curso de su visita oficial al pa¨ªs africano. Por orden del dictador, marcharon ante la tribuna de un estadio deportivo l¨ªderes sindicales, pol¨ªticos, futbolistas, cantantes, periodistas, dos tractores donados por la antigua URSS y un grupo de enfermeras llegadas de Cuba en una misi¨®n sanitaria, el obispo negro y misioneros blancos, m¨¦dicos, bomberos y no s¨¦ si hasta los presos de las c¨¢rceles. Era como si en Espa?a, para recibir a George Bush, don Juan Carlos pidiese que desfilaran en el estadio Bernab¨¦u, ante el mandatario extranjero, a Zapatero y Rajoy, Ra¨²l y Puyol, monse?or Rouco Varela y el lehendakari vasco, Fidalgo y M¨¦ndez, Serrat y Ana Bel¨¦n, El Juli y El Cid, Mat¨ªas Prats y Pedro Almod¨®var, Bot¨ªn y Esperanza Aguirre, Maragall, Carlos Larra?aga, Rold¨¢n y Mario Conde.
Aquellos viajes protocolarios con los soberanos espa?oles ten¨ªan su lado c¨®mico. A China, por ejemplo, viajamos 160 periodistas, m¨¢s o menos, y ni uno solo sab¨ªamos chino. El Rey, en cierta ocasi¨®n, se acerc¨® a un grupo de informadores y nos dijo: "Yo creo que nos dan bromuro en las comidas, porque lo que es yo, nada de nada. ?Y vosotros?". "Nosotros vamos sin pareja, se?or", le contest¨® uno.
Los viajes con los presidentes de gobierno ten¨ªan mayor contenido pol¨ªtico y pod¨ªan deparar algunas sorpresas y exclusivas. A diferencia de los tours reales, en los que los periodistas ocup¨¢bamos un vuelo ch¨¢rter que segu¨ªa al de los monarcas, con los presidentes ocup¨¢bamos el mismo avi¨®n, compartiendo la cabina trasera con los escoltas, mientras que el presidente y su s¨¦quito ocupaban la delantera.
Tal forma de desplazarse ten¨ªa al- gunos riesgos para el buen nombre del presidente de turno. Durante un viaje a la costa colombiana del Caribe con Adolfo Su¨¢rez, a los periodistas nos alojaron, por razones de seguridad, en un hotel de la playa alejado de los n¨²cleos urbanos, una especie de ressort de lujo que ocup¨¢bamos tan s¨®lo nosotros. A poco de nuestra llegada, un indito de las sierras que rodean Santa Marta se acerc¨® al hotel, tratando de vendernos algunas toscas artesan¨ªas. Lo que al fin le compramos fue marihuana en abundancia, de un tipo que llaman golden en aquellos pagos y que resulta especialmente fuerte. Pocas horas m¨¢s tarde, casi todos los periodistas cabalg¨¢bamos sobre un imponente coloc¨®n. Y de tal guisa continuamos los siguientes d¨ªas. El pobre ministro de Exteriores, por entonces P¨¦rez Llorca, y la desventurada portavoz del Gobierno, a la saz¨®n Rosa Posada, hubieron de sufrir absurdas ruedas de prensa en las que los periodistas chapote¨¢bamos en el agua de la piscina formulando preguntas descabelladas y lanzando risotadas despu¨¦s de cada respuesta. De regreso a Espa?a, alg¨²n polic¨ªa de la escolta debi¨® de advertir al presidente sobre el cargamento que llevaba su avi¨®n dentro de los bolsillos de los informadores. En consecuencia, no hubo registro en la aduana madrile?a. Al despedirse de nosotros, Su¨¢rez nos mir¨® como un padre entristecido contemplar¨ªa a un hijo incorregible. No recuerdo que ninguna de las cr¨®nicas que escribimos entonces los periodistas desplazados a Colombia mereciese el Premio Nacional de Periodismo, vigente todav¨ªa en aquella ¨¦poca.
El oficio de informador ofrece, en ocasiones, la posibilidad de realizar viajes insospechados, como el que me propusieron no hace mucho en una revista especializada en turismo. Se trataba de navegar durante 12 d¨ªas en un megacrucero, en su viaje inaugural, entre R¨ªo de Janeiro y Miami, con paradas en algunas islas del mar de las Antillas. Acept¨¦, por supuesto, porque una de las caracter¨ªsticas esenciales del arte de viajar es echarse la bolsa al hombro y ponerse en marcha cuando te proponen irte, sean cuales sean el destino y el medio de transporte. A bordo de aquel gigantesco y lujoso leviat¨¢n nos congreg¨¢bamos 2.500 pasajeros, casi todos multimillonarios, y 2.300 tripulantes.
Viajar en estos barcos no tiene otro objeto que comprar libre de impuestos en los puertos, sobre todo piedras preciosas a bajo coste, y divertirse a bordo. De modo que contempl¨¦ pasmado c¨®mo en Barbados se adquir¨ªan esmeraldas de 6.000 euros por 3.000, y en la Martinica, diamantes de 12.000 euros a menos de 6.000. Pese a los consejos de una acaudalada espa?ola, no compr¨¦ ninguno.
Pero lo m¨¢s peculiar de aquel crucero eran las diversiones organizadas. Si acud¨ªas a media tarde a la sala de baile, el local estaba lleno de japoneses septuagenarios que aprend¨ªan el chachach¨¢ vestidos de etiqueta. Un paso, dos pasos, tres pasos y movimiento insinuante de cadera?: "Un, dos, tres, chachach¨¢", dirig¨ªa la joven monitora. El cruce de la l¨ªnea del ecuador se celebr¨® con una ceremonia de bautismo en la piscina principal, que inclu¨ªa el beso en los morros a un salm¨®n congelado que sosten¨ªa un tipo disfrazado de Neptuno. Otros entretenimientos eran las carreras con caballos de madera, subastas de cuadros costos¨ªsimos libres de impuestos, gimnasio de tercera edad, footing de proa a popa y de popa a proa, conferencias sobre historia, planetario, actuaciones de un cantante de ¨®pera italiano que pod¨ªa romperte los t¨ªmpanos con sus berridos, sala de ruleta y m¨¢quinas tragaperras, cine y teatro? La mayor parte de los pasajeros era gente de edad avanzada. Con mis 59 a?os, yo era uno de los m¨¢s j¨®venes, y no recuerdo haber visto a bordo ni un solo ni?o. Como me dijo mi amiga millonaria espa?ola, viuda y septuagenaria: "Aqu¨ª la media de edad est¨¢ entre los 75 a?os y la muerte".
Mis mejores viajes, sin embargo, han sido aquellos que me han llevado en pos de un mito literario. Cada uno tiene su religi¨®n particular, y hay gente a la que le gusta viajar al Vaticano y ver, por lo menos una vez en su vida, al Papa en lo alto del balc¨®n de la plaza de San Pedro. Lo respeto, desde luego. Pero mi religi¨®n particular es la literatura. Cuando leo un buen libro, tengo nostalgia de lugares que no conozco nada m¨¢s que por la escritura. Y quiero verlos y olerlos, imaginando al escritor que concibi¨® all¨ª su historia deslumbrante. Con ese ¨¢nimo he viajado por el ?frica subsahariana de Conrad, Hemingway y Dinesen; la Cuernavaca de Lowry; el hondo norte de Jack London; los desiertos de Bowles; la Argelia de la infancia de Camus; la Alejandr¨ªa de Durrell, y los campos de Don Quijote. Y he pasado varios d¨ªas en la isla hom¨¦rica de ?taca, la patria de todo viajero que se precie de tal. ?se es un viaje, el literario -por llamarlo de alguna manera- que nunca decepciona. Porque te desplazas a bordo de la imaginaci¨®n, de los sue?os y de los relatos de alguien que supo ser grande por su forma de contar. A veces llegas a sentirte, incluso, parte de su historia.
El arte de viajar, en todo caso, supone un acto de humildad permanente, porque descubres que te equivocas m¨¢s de lo que pod¨ªas pensar. Tus prejuicios se desvanecen y tus principios se recortan en n¨²mero, aunque se hacen m¨¢s fuertes en calidad. Un buen viaje es aquel que cambia algo en tu interior, y que te ense?a, a trav¨¦s de los ojos de los otros, algo nuevo sobre ti mismo.
Y sobre todo, el viaje requiere una buena dosis de humor. Hay que aprender a re¨ªrse, en particular de uno mismo. Porque si uno aprende el valor de burlarse de s¨ª mismo, tiene tema para re¨ªrse toda su vida.
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