El viejo truco del grito en el cielo
En m¨¢s de una ocasi¨®n le he reprochado a este peri¨®dico su pusilanimidad en algunas cuestiones, sobre todo en la acoquinada observancia de las represoras leyes "pol¨ªticamente correctas", por utilizar un t¨¦rmino innoble pero ya consagrado. Cada vez que a El Pa¨ªs se lo acusa de inventar o insertar un anuncio que molesta a alg¨²n colectivo, el diario se apresura a retirarlo y a darse golpes de pecho, tengan o no raz¨®n quienes protestan. Lo mismo hacen los anunciantes, los redactores, el Defensor del Lector y, en un ¨¢mbito ya m¨¢s amplio, la sociedad en su conjunto. Hace ya tiempo que los individuos susceptibles y los colectivos quisquillosos descubrieron la enorme eficacia de poner el grito en el cielo, con motivo o sin ¨¦l. Que haya gente as¨ª no es nuevo ni sorprendente: personas vigilantes, con mentalidad policial, a la defensiva, que rastrean diariamente la prensa a la b¨²squeda de "infracciones", predispuestas a saltar y a denunciar y a indignarse, a detectar actitudes o frases supuestamente machistas, sexistas, racistas, xen¨®fobas, degradantes, inmorales, antinacionalistas, acosadoras, hom¨®fobas, mis¨®ginas o islam¨®fobas, tanto da. Esas personas suelen ser literales y brutas: desean ver suprimidas de la lengua expresiones como "no hay moros en la costa" o "merienda de negros", sin darse cuenta de que quienes las empleamos con naturalidad y en el sentido figurado que les es propio no somos precisamente los racistas, sino m¨¢s bien quienes nos reprochan su uso: son ¨¦stos los que dotan a esas expresiones de tal contenido, y, como en sus labios y en su conciencia s¨ª ser¨ªan racistas, pretenden que nadie las utilice.
Lo que s¨ª es sorprendente y relativamente nuevo es que las personas razonables y no hist¨¦ricas se achanten con tanta facilidad ante el viejo truco de poner el grito en el cielo. Yo echo de menos la capacidad de plantarse ante las exageraciones y los bramidos y las distorsiones. Me gustar¨ªa que este peri¨®dico, y la sociedad en general, pudieran reaccionar a veces diciendo: "No, no llevan ustedes raz¨®n, y est¨¢n sacando las cosas de quicio. Son de una susceptibilidad extrema y sospechosa, y no voy a renunciar, porque su vulnerabil¨ªsima sensibilidad se vea herida, a decir lo que pienso ni a expresarlo con toda la variedad y riqueza que la lengua pone a mi alcance". A cualquiera puede molestarle u ofenderle algo, pero ah¨ª entramos en un terreno imposible, el de la subjetividad de cada uno, y no se puede estar haciendo caso -menos a¨²n obedeciendo- a las infinitas subjetividades del mundo, sobre todo a aquellas tan en permanente insatisfacci¨®n y guardia que considerar¨¢n siempre pocas las concesiones que los achantados les vayan haciendo. "No se debe intentar contentar a quienes nunca se van a dar por contentos", era un viejo adagio de mi difunto padre que me parece acertado. Y sin embargo nuestras sociedades est¨¢n resueltas a deso¨ªrlo y a hacer lo contrario, a sabiendas de que hay sujetos, o colectivos, o nacionalismos, o religiones (los m¨¢s de estos dos ¨²ltimos, est¨¢ comprobado), a los que nada nunca les parecer¨¢ bastante.
Hace unas semanas el Papa cit¨® a un Emperador de Bizancio del siglo XV, sin hacer suyas por fuerza aquellas antiguas palabras. Midi¨® mal, dado el mundo inflamable en que vivimos, no vio la viga en el ojo propio y meti¨® la pata; pero se disculp¨® en seguida, lament¨® la interpretaci¨®n de lo que hab¨ªa dicho y se mostr¨® manso y contrito. Eso no bast¨® a los islamistas que ya hab¨ªan aprovechado para poner el grito en el cielo: quer¨ªan m¨¢s, pero no se sab¨ªa bien qu¨¦. Ni siquiera les fue suficiente la desproporcionada actuaci¨®n de algunos de ellos: se cargaron a una pobre monja en Somalia, quiz¨¢ a un italiano en Marruecos, quemaron iglesias cristianas en Palestina e hicieron arder monigotes del Papa no s¨¦ si en Pakist¨¢n, Indonesia o en ambos. A veces es tan evidente que la gente s¨®lo busca un pretexto para armar bronca y quejarse (es decir, camorra), que no se entiende c¨®mo los imaginarios "provocadores" caen en la trampa. Era tan evidente, por ejemplo, que Bush y Cheney andaban en su d¨ªa inventando pretextos para invadir Irak, que no se entiende c¨®mo la comunidad internacional ni se prest¨® a escucharlos. As¨ª podr¨ªamos seguir hasta el infinito, exponiendo casos.
Demasiada gente est¨¢ hoy convencida de que, si arma suficiente estr¨¦pito y se comporta desmedidamente, acabar¨¢ sali¨¦ndose con la suya, porque esas actitudes asustan a unas sociedades pusil¨¢nimes y medrosas a las que da p¨¢nico ser tildadas de cualquier cosa mal vista, aunque las acusaciones vengan de individuos sin autoridad moral y nada ecu¨¢nimes, cuando no de cabestros. Ese es uno de nuestros problemas: que ya no se tiene en cuenta qui¨¦n acusa, ni su capacidad o incapacidad para hacerlo, su objetividad o subjetividad, su imparcialidad o parcialidad posibles. Lo que nuestro mundo m¨¢s teme es verse "vociferado" por quien sea, cuando todos sabemos que algunas vociferaciones, seg¨²n de quienes vengan, no har¨ªan sino honrarnos y confirmarnos nuestra buena senda. Este diario, y nuestras sociedades, antes de echarse a temblar cada vez que se los tacha de algo vergonzoso o "malo", deber¨ªan echar un vistazo a los tachadores y juzgar en consecuencia. En muchas ocasiones se tranquilizar¨ªan y ver¨ªan que lo ¨²nico sensato ser¨ªa hacer lo que casi nunca hacen: caso omiso.
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